Me encanta empezar la preparación del sermón.
¡Oh, las posibilidades! Cualquier pasaje del Libro inspirado por Dios encierra glorias que esperan ser descubiertas, meditadas y compartidas. ¡Y todas las oportunidades de aplicación! ¿Cómo podría hablar este texto a nuestra generación, y a nuestra iglesia en específico, y a los corazones individuales en este momento en particular? ¿Qué ilustraciones y ejemplos concretos podría traer de otras partes de la Biblia, de la historia o de mi propia vida que iluminarían el texto y captarían la atención de los oyentes? La lluvia de ideas puede ser apasionante.
Luego, viene la parte más difícil: reducir todas esas ideas, preguntas, historias, advertencias y ánimos a lo que realmente cabe en los pocos minutos que tengo este domingo. Una cosa es ampliar las perspectivas de lo que podría ser, pero reducirlas a lo que realmente cabe —y lo que queda fuera— suele ser el trabajo más difícil.
Entonces, ¿cómo podemos navegar por esta frecuente prueba y decidir qué predicar este domingo? Después de luchar arduamente con nuestro texto y captar su significado en su contexto, en la teología cristiana y en nuestras vidas, ¿cómo decidimos qué oro dejar en la sala de edición?
Si nos damos cuenta de que hemos preparado un sermón demasiado largo, ¿cómo podemos acortarlo?
La tragedia del predicador aburrido
En primer lugar, compartiré una convicción: los sermones aburridos son una gran tragedia. O los oyentes no escucharon glorias bien predicadas, o el predicador no las proclamó bien.
Por supuesto, en un domingo cualquiera, la condición espiritual de los que escuchan el mensaje será muy diversa. Algunos corazones están tiernos, llenos del Espíritu, dispuestos a escuchar con fe; otros están embotados, apáticos, distraídos. Como pastores y predicadores, podemos ayudar a nuestra gente con esto a lo largo del tiempo, pero sobre lo que tenemos más control es sobre nosotros mismos. Pregúntate primero: ¿Empieza la tragedia por mí? ¿Hasta qué punto el sermón es aburrido por culpa del predicador y no de los oyentes?
La Palabra de Dios es objetiva y enfáticamente no aburrida. El problema nunca es Dios, Sus glorias y la revelación de Sí mismo en este libro y en Su Hijo. El problema está en nosotros: en nuestras mentes y corazones, en nuestras palabras y expresiones, con nuestros oídos y torpeza. Dios, Su Palabra, Su gracia, Su misericordia, Su Hijo, Su cruz, Su resurrección, Su Espíritu, Su iglesia, Su venida; todas estas son verdaderamente las realidades más emocionantes e importantes del universo. Quién es Dios, y qué hace Dios, nunca es aburrido. Es solo a causa de nuestro pecado y debilidad que bostezamos ante tales majestades.
Así que, como predicador —incapaz de controlar a mis oyentes, pero capaz de controlarme a mí mismo— estoy decidido a hacer todo lo posible, en cuanto dependa de mí, por no aburrir a la iglesia con las verdades más fascinantes, asombrosas, portentosas y maravillosas de todo el universo. Esa es la convicción.
Entonces, ¿cómo esta convicción podría resultarnos útil y práctica a los predicadores en nuestra preparación? Cuando me enfrente a la encrucijada de qué no predicar, ¿cómo podría esta convicción ayudarme a saber qué glorias debo dejar en la sala de edición por ahora y qué incluir en los pocos minutos preciosos de mi sermón de este domingo?
¿Qué te emociona predicar?
Daré el consejo resumido, y luego lo pondré en un marco más amplio para protegerlo contra el abuso y la distorsión. Primero, el consejo: entre todas las posibilidades que son fieles a tu texto y fieles a las necesidades de tu iglesia, prioriza las tres o cuatro que más te emocionen predicar. En otras palabras, deja que tu propio entusiasmo (espero que santificado) te ayude a decidir qué predicar ahora y qué dejar para otro momento.
Ahora bien, tu propio entusiasmo (por muy santificado que sea) por decir algo desde un púlpito podría resultar peligroso sin algunas precauciones. Para poder confiar en tu propio entusiasmo de esta manera, son fundamentales algunas verificaciones reales de santidad: la presencia y la influencia no contristada del Espíritu que mora en ti; una conformidad cada vez mayor con los patrones de la Palabra de Dios, en lugar del mundo; un corazón de amor pastoral y preocupación por la iglesia para cuidar mejor de las almas de las personas, para edificarlas, en lugar de entretenerlas y hacer que el predicador sea el centro.
Para examinarnos adecuadamente, entonces, podríamos aportar un enfoque de triple perspectiva basado en (1) el texto bíblico en sí (la perspectiva normativa), (2) el contexto y la congregación (situacional), y luego (3) el corazón y el entusiasmo del propio predicador (existencial).
1. La norma: La Palabra de Dios
Ante todo, los predicadores cristianos somos administradores. No somos apóstoles, pero decimos junto con ellos:
Que todo hombre nos considere de esta manera: como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se requiere además de los administradores es que cada uno sea hallado fiel (1 Co 4:1-2).
Así, si los apóstoles son siervos y administradores, ¿cuánto más nosotros, humildes oficiales de la iglesia local, encargados de predicar la palabra apostólica?
Como pastores, que tenemos como «propósito de nuestra instrucción» el amor por nuestra gente (1 Ti 1:5), nuestra carga en el sermón debe tomar sus indicaciones de la carga de nuestro texto. Nuestro corazón nos impulsará a «no rehuir de declarar», sino exponer a nuestra gente, con el paso del tiempo, «todo el consejo de Dios» (Hch 20:27). No podemos permitir que nuestras preferencias personales y caprichos semanales afecten nuestra mayordomía y deterioren la dieta de ellos. Nuestros pensamientos y deseos no son la norma de nuestra predicación; la Palabra de Dios lo es.
Para ser claros, hermanos predicadores, no presuman de su entusiasmo por la Palabra de Dios. Compruébenlo. Pregúntense: ¿Aún me entusiasma el Libro? ¿Todavía puedo cantar con el rey David: «Deseables más que el oro [las palabras de Dios]; sí, más que mucho oro fino, / Más dulces que la miel y que el destilar del panal» (Sal 19:10)? ¿Disfruto la responsabilidad de trabajar sobre estas palabras inspiradas por Dios, discernir su significado y conectarlas con las necesidades reales de mi iglesia?
2. El contexto: La necesidad de la iglesia
También es vital para una predicación fiel y efectiva humillarnos a nosotros mismos para hablar a las personas particulares, a la iglesia y al momento al que Dios nos ha asignado. Predicamos intencionalmente no solo a los «humanos» (y a quienes nos escuchan por Internet), sino a nuestro rebaño específico, la iglesia local que nos ha tocado, el pequeño pedazo de tierra al que hemos sido asignados como pastores bajo el gran Pastor.
Según 1 Pedro 5:1-2, los buenos pastores están doblemente entre nuestra gente. Y así, como ovejas y supervisores, somos conscientes y sensibles a las necesidades y tentaciones específicas, en este momento, en esta congregación. Con un corazón de amor por este pueblo, este domingo, nos preguntamos: ¿Qué sería más útil enfatizar y visitar desde y a través de este texto? ¿Cómo podría el sermón servir de puente entre el texto que Dios nos ha dado esta semana y las necesidades de este rebaño este domingo, este año, en esta generación?
Así que podríamos examinarnos a nosotros mismos: ¿Todavía se eleva mi corazón para satisfacer las necesidades de esta iglesia? ¿Sigo velando por este rebaño «con alegría y no [quejándome]» (He 13:17)? ¿Sigo deseando ver a estos hermanos y hermanas en la gloria (1 P 5:2)?
3. El gozo: El corazón del predicador
Teniendo en cuenta estos aspectos, me gustaría animar a algunos predicadores a que consideren la posibilidad de tomar más en consideración los deseos de sus corazones sanos, protegidos y santos. Dado que tu alma ha estado empapándose de este texto, y dado que amas profundamente a tu gente y eres sensible a tu contexto específico, pregúntate a ti mismo en algún momento profundo de tu lluvia de ideas, con todas estas maravillosas posibilidades ante ti: «¿Qué es lo que más me emociona predicar?».
Una razón para este chequeo propio es que es difícil inspirar a otros con lo que no te inspira a ti. En general (sin llevar esto al extremo), a las personas les gustará más que prediques lo que más te entusiasma de ese texto. Además, si el predicador tiene un buen corazón y conoce bien su texto y a su congregación, su corazón se elevará para satisfacer las necesidades de estos con fidelidad al texto. La carga del texto y las necesidades de la gente impulsarán el corazón del predicador e influirán en lo que más le emocione predicar en esta ocasión concreta.
Predicar con afecto santo
Para la mayoría de nosotros, el celo ardiente del entusiasmo espiritual en nuestros corazones rara vez se traduce en celo ardiente en la comunicación. Lo que nosotros sentimos a un ocho (sobre diez), podemos comunicarlo a un cinco o un seis, y nuestros oyentes lo experimentarán en una gama variable de intensidad en sus propios corazones. Algunos lo perciben con un cinco o un seis. Unas pocas almas bendecidas, que ya laten con el Espíritu, podrían recibir el ocho con nosotros, a pesar de la atenuación de nuestras capacidades comunicativas. Puede que incluso brillen con un nueve. Otras lo experimentan con un dos o un tres. A otros, apáticos o distraídos, no les afecta en absoluto.
Pero como predicadores, queremos afectar a nuestros oyentes con la gloria de Dios y las maravillas de Su gracia. Primero queremos ser afectados nosotros mismos por el texto bíblico, y luego, a través del milagro de la predicación, modelar cómo el alma cristiana es correctamente afectada por nuestro texto. Queremos ayudar a nuestros oyentes a dejarse afectar adecuadamente por la verdad de nuestro texto, por mucho que sus personalidades y circunstancias momentáneas empañen y velen sus respuestas.
Así que los predicadores haremos bien en decir con Jonathan Edwards:
Debo pensar que es mi deber elevar los afectos de mis oyentes tan alto como me sea posible, siempre que no sean desagradables a la naturaleza de lo que les afecta.
¿Cómo podríamos hacerlo? Elevando y acentuando las glorias de nuestro texto que han levantado más alto nuestros propios afectos.