Los desastres «naturales» no son naturales… los divorcios tampoco.
Los desastres naturales suceden porque vivimos en un mundo distinto al que alguna vez Dios llamó «bueno en gran manera» (Gn 1:31). Los terremotos, tsunamis e incendios forestales deben recordarnos que esperamos un mundo mejor, una creación restaurada (Ap 21:1-2).
Algo similar se podría decir de los divorcios. Vivimos en un mundo lleno de personas caídas, con tendencias destructivas tanto individuales como sociales. Somos pecadores, apartados de Dios, egoístas y egocéntricos, juzgando a los demás y condicionando el perdón. Cada ruptura matrimonial es un recordatorio de las terribles consecuencias morales de vivir en este mundo corrompido por el pecado.
Una triste realidad
El divorcio es una de las etapas más difíciles que una persona puede atravesar y debemos reconocer que los cristianos no estamos exentos de esa triste realidad.
Quiero dejar claro que la institución del matrimonio fue creada por Dios para ser un vínculo de por vida (Gn 2:24), algo que el mismo Señor Jesús ratificó durante Su ministerio en la tierra (Mt 19:6). Pero, con la caída, lo que Dios alguna vez llamó «bueno en gran manera» hoy no siempre es experimentado así. Desde la entrada del pecado al mundo, todas las relaciones humanas han sido profundamente afectadas, incluyendo el matrimonio (cp. Gn 3:16). Dios no desea el divorcio; es más, Él odia el divorcio (Mal 2:16). No obstante, ante la triste realidad de la dureza de nuestro corazones (Mt 19:8), Dios aún extiende Su gracia y misericordia a Sus hijos que atraviesan o atravesaron en el pasado por una separación.
Si estás en medio de un divorcio, seguramente vives un tiempo de luto y confusión, mientras las dudas dan vueltas por tu mente y corazón. Tal vez pienses que estás arruinado, que no hay futuro para ti o que nunca podrás superar este dolor. ¡Pero en Cristo hay esperanza!
Dios aún extiende Su gracia y misericordia a Sus hijos que atraviesan o atravesaron en el pasado por una separación
Las lágrimas y el dolor por el divorcio son reales, profundos y producen heridas difíciles de sanar. Pero aunque el dolor es real, la segunda venida de Jesús es aún más real y, lo mejor de todo, es inminente. Su regreso cambiará todo en el futuro, pero también cambia todo en el presente. Los creyentes necesitamos entender que nuestra esperanza no depende de la boda que tuvimos, sino de la que esperamos: las bodas del Cordero (Ap 21:9), donde seremos desposados con el Esposo fiel por toda la eternidad.
A la luz de nuestra esperanza en Cristo, quiero compartirte tres recordatorios que te ayudarán a navegar en la realidad del divorcio con una perspectiva bíblica.
Tenemos esperanza a pesar del dolor
El dolor es parte de la experiencia humana. Además, Satanás, el príncipe de este siglo (Ef 2:2), también se encarga de causar dolor y destrucción a través de sus maquinaciones. Sin embargo, los cristianos debemos entender y recordar que el dolor es encausado para nuestro bien; nada se desperdicia en el reino de Dios. Cuando los ciudadanos de Su reino atraviesan momentos difíciles, Él usa esos tiempos para purificar sus vidas (Ro 8:28-29).
En el caso del divorcio, debemos reconocer que el matrimonio fue creado por Dios como una institución santa y pura (Gn 1:27). Cuando ese objetivo queda trunco, es esperable que produzca dolor en los hijos de Dios. Pero cualquiera sea el motivo que llevó a tu matrimonio a su fin, recuerda que tu dolor es temporal, mientras el gozo que tenemos en Dios es eterno. «Tú has cambiado mi lamento en danza; / Has desatado mi ropa de luto y me has ceñido de alegría» (Sal 30:11).
Que el dolor de tu corazón te mueva a clamar a Dios y no a renegar de Él. Que tu dolor te lleve a depender solo de Dios y no a huir de Él. Que tu dolor te fortalezca y no te debilite (cp. 2 Co 12:10). Medita en la esperanza que tienes en Cristo y nunca olvides que tu dolor no está fuera del control soberano y amoroso de Dios sobre tu vida.
Tenemos esperanza en la soledad
Una de las consecuencias más frecuentes del divorcio es la soledad que trae de repente a la rutina diaria y, en especial, al corazón. De un día para otro, la vida cambia de forma radical. Si hay hijos, la crianza se torna más complicada por la separación. Pero aun sin hijos, la soledad se hace presente y acentúa el dolor. El sentimiento incluso puede empeorar si te comparas con otros matrimonios que parecen estar disfrutando de su relación.
Pero si estás atravesando un divorcio, tienes que comprender algo fundamental para tu salud emocional y espiritual: no estás solo. Dios está contigo, a tu lado, sobre ti, detrás de ti y guiándote en cada paso que das (Sal 23:1-6). Él prometió estar contigo hasta el fin de los tiempos (Mt 28:20) y Su promesa incluye, desde luego, tu vida después del divorcio.
Si estás atravesando un divorcio, tienes que comprender algo fundamental para tu salud emocional y espiritual: no estás solo, Dios está contigo
Puede que tu cónyuge ya no esté contigo y que el núcleo familiar haya sufrido un quiebre drástico, pero Dios es la roca inconmovible que te sostiene cuando más lo necesitas (Sal 18:2). Un cónyuge nunca podría ofrecer lo que solo Dios puede dar: fidelidad, amor y amistad perfecta. No desmayes, no decaigas ni desesperes, porque Dios está contigo.
La soledad es real, pero nuestro Rey, el Dios de toda consolación (2 Co 1:3), está cerca para consolarte con una paz que no es de este mundo (Jn 14:27). En Cristo hay vida y esperanza después del divorcio.
Tenemos esperanza ante el pecado
El plan de Dios para el matrimonio es que no sufra ruptura y sea para siempre (Mt 19:6), pero la dureza del corazón y la naturaleza caída provocan que miles de matrimonios conozcan el dolor del divorcio.
Aunque siempre hay cierta responsabilidad compartida en el divorcio, es cierto que muchas veces uno de los cónyuges inició o acentuó los problemas a través de un pecado puntual. Puede que ese cónyuge seas tú y el pecado haya sido una infidelidad, abandono o alguna forma de violencia. El divorcio te ha hecho caer en cuenta sobre la manera terrible en la que contribuiste a la muerte de tu matrimonio. Está bien que sientas el peso de tu pecado pues el arrepentimiento verdadero implica un dolor profundo por tu pecado y un reconocimiento, tanto público como privado, de que lo que hiciste es una ofensa contra el Dios de los cielos (Lc 15:18). Pero tu pecado no tiene la última palabra cuando te arrepientes en verdad. En el reino de Dios, nuestras faltas son muchas, pero Su gracia es mayor (Ro 5:20).
Nunca es demasiado tarde para corregir tu rumbo, para rendirte ante Dios y vivir una vida totalmente opuesta a la de antes, amando profundamente a Dios y a tu familia. Sé el padre o la madre que Dios quiere que seas. Tu pecado no te etiqueta y Dios tampoco lo hace. Preocúpate y ocúpate en tener una vida transformada.
Arrepiéntete de ese pecado que llevó a tu matrimonio a su fin, y de todos los que sabes que cometiste durante la relación. Sé consciente del daño que has provocado y pide perdón a las personas involucradas. Pero no vivas en la culpa permanente, que solo te aleja de Dios pensando que «ya no eres digno de Él»; en realidad, nadie lo es. Mejor vive agradeciendo a Dios por Su gracia inmerecida. Vive en lealtad al Rey que dio Su vida por ti, aún sabiendo cómo eres.
Vive en la esperanza, no en la culpa. Un día, muy pronto, nuestro Salvador regresará a restaurar todo el mal de este mundo caído (Tit 2:13).