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«Tu envidia es mi bendición». Es probable que alguna vez hayas leído esta curiosa frase colgada en las paredes de comercios o en el transporte público. Es tan común en varios lugares, que ya nos hemos acostumbrado a ella y nos cuesta ver la seriedad de lo que dice. Pero no solo la frase se ha hecho común, sino que también hemos llegado a ser permisivos con el pecado de la envidia, pasando por alto el hecho de que es una grave ofensa a los ojos de Dios.

En este escrito quisiera reflexionar biblicamente sobre la envidia para que entendamos la profundidad de este pecado y cómo el evangelio puede transformarnos.

La gravedad de la envidia

Solemos entender la envidia como «el deseo por algo que no tenemos». Pero esa definición hace difícil que tomemos en serio la gravedad del asunto. El autor Jerry Bridges incluye la envidia en su lista de pecados que los cristianos toleramos y tendemos a consentir. Bridges define la envidia como «el dolor que sentimos, y que a veces va acompañado de resentimiento, por las ventajas que otra persona tiene» (Pecados respetables, p. 167).

La Biblia nos enseña que se trata de un pecado que trae consecuencias lamentables. La envidia fue la causa del primer homicidio de la historia humana. Cuando los hermanos Caín y Abel trajeron sus ofrendas, Dios miró con agrado a Abel y su ofrenda, lo que despertó la envidia de Caín. Entonces, el Señor advirtió a este último que no se dejara dominar por el enojo. Sin embargo, Caín, cegado por su pecado, «dijo a su hermano Abel: vayamos al campo. Y aconteció que cuando estaban en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4:8). La envidia es la raíz que produce otros pecados.

Una envidia desenfrenada puede llevarte más lejos de lo que imaginas

Cuando no ponemos un freno a la envidia, podemos cometer actos terribles contra los demás. Como lo explica Santiago: «Son envidiosos y no pueden obtener, por eso combaten y hacen guerra» (4:2b). No controlar un impulso de envidia nos lleva a atacar y pecar contra nuestro prójimo, y aun cuando no cometamos acciones externas, las ejecutamos en nuestro corazón (cp. Mt 5:22). Y como hemos mencionado, la envidia contempla una especie de dolor por el bien del otro. Es decir, estamos tristes no solo por lo que no tenemos, sino por lo que el otro tiene. Ese resentimiento por el bien del prójimo puede desencadenar conductas violentas.

Si no tomamos en serio el pecado de la envidia puede llevarnos a hacer cosas que podrían sorprendernos. Si Caín llegó a matar a su propio hermano, puedes estar seguro de que una envidia desenfrenada puede llevarte más lejos de lo que imaginas. Pero es aún peor.

Una ofensa directa contra Dios

La envidia no solo atenta contra otras personas, sino que es una ofensa contra Dios y un repudio a Su voluntad. Un ejemplo de la vida del rey David puede ayudarnos a entender esto.

Una tarde, David vio desde la terraza de su palacio que Betsabé se estaba bañando. Entonces, el rey mandó a preguntar por ella y le dijeron que era la esposa de Urías, soldado de su ejército. Pero eso no lo detuvo. Tuvo envidia de la mujer de su prójimo y su deseo desenfrenado lo llevó a cometer adulterio (2 S 11:2-4). Cuando supo que Betsabé estaba encinta, intentó tapar su pecado, pero nada le dio resultado. Entonces, decidió enviar a Urías, uno de sus hombres más fieles, a una muerte segura.

Cuando el profeta Natán confrontó al rey David, este reconoció su pecado y su arrepentimiento quedó registrado en uno de sus salmos. Sus palabras allí son muy significativas: «Contra Ti, contra Ti solo he pecado, / Y he hecho lo malo delante de Tus ojos, / De manera que eres justo cuando hablas, / Y sin reproche cuando juzgas» (Sal 51:4). David entendía que sus pecados, los que habían dañado a tantas personas, eran en primer lugar contra Dios. Entonces, es correcto decir que la envidia siempre es un pecado contra Dios.

La envidia es una ofensa contra la sabiduría y el amor de Dios

Cuando codiciamos lo que otro tiene, le estamos diciendo a Dios que se equivocó con lo que nos dio y le reprochamos que no nos otorga lo que creemos que nos corresponde. En ese sentido, de forma consciente o inconsciente, estamos poniendo en duda la sabiduría de Dios. Además, si Dios cuida de las aves y les provee lo que necesitan, ¿cuánto más lo hará por Sus hijos? (Mt 6:26-33). Cuando caemos en el pecado de la envidia, también ponemos en duda el cuidado y la provisión de Dios por los Suyos. Al final, la envidia es una ofensa contra la sabiduría y el amor de Dios.

El evangelio nos transforma

La envidia piensa en sus propios intereses, y es capaz de producir un resentimiento que nos lleva a lastimar al prójimo y a dudar de la sabiduría y el amor de Dios. En cambio, Cristo demostró una actitud totalmente diferente:

Aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2:6-8).

Gracias a Cristo, fuimos rescatados del pecado y el mismo evangelio que nos salvó es el que nos transforma día a día. Allí, en el evangelio, comienza la lucha contra la envidia que albergamos en nuestros corazones.

Estas son cuatro formas en que el evangelio nos transforma:

1. El evangelio nos recuerda que hemos recibido mucho más de lo que merecemos.

La envidia viene porque pensamos que no recibimos los beneficios que merecemos. Pero debemos recordar que Cristo soportó el castigo que merecemos y, gracias a Él, hemos recibido toda bendición espiritual (Ef 1:3), que es mucho más de lo que merecemos e imaginamos. No hay lugar para la envidia en el corazón que entiende que ha recibido en Cristo todas las cosas por pura gracia.

No hay lugar para la envidia en el corazón que entiende que ha recibido en Cristo todas las cosas por pura gracia

2. El evangelio nos transforma para amar a nuestro prójimo con el amor que Dios tiene por nosotros. 

Incluso nos ayuda a amar a quien no es cercano o hasta a un enemigo (Lc 10:25-37). Conozco a personas que se alegran de forma genuina cuando a otro le va bien. No es fácil de lograr, pero la alegría por el bien ajeno es una evidencia de transformación. No hay lugar para la envidia en el corazón que ama al prójimo con el amor de Cristo.

3. El evangelio nos ayuda a dejar de compararnos.

Cada vez que tenemos envidia debería retumbar en nuestra mente las palabras de Jesús a Pedro: «¿A tí, qué? Tú, sígueme» (Jn 21:22). Dios tiene cuidado de nosotros y sabe por qué le dió a cada uno lo que tiene. Su voluntad es perfecta, eso debería ser suficiente. No hay lugar para la envidia en el corazón que confía en el amor y la sabiduría de Dios, y que no necesita compararse con los demás.

4. El evangelio nos hace más agradecidos.

Los salmistas nos enseñan a agradecer por todo, desde la salvación de Dios hasta cosas sencillas a nuestros ojos y que solemos dar por sentado, como el sol o el agua (Sal 136). Hacer de la acción de gracias un ejercicio diario nos ayudará a ver todo lo que Dios nos otorga. No hay lugar para la envidia en el corazón agradecido.

Si entendiéramos la gravedad de este pecado no diríamos, ni en broma, que la envidia sea una bendición. La envidia es un pecado terrible que nos pone en contra de Dios y del prójimo, pero gracias a Jesucristo podemos ser transformados.

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