Aunque no sabemos con certeza la fecha del nacimiento de nuestro Señor y Salvador, muchos asumen que Jesús nació un 25 de Diciembre. Se trata de una tradición tan arraigada en la conciencia colectiva de nuestra sociedad que no importa cuántos artículos se escriban al respecto, cada año será Navidad en esta misma fecha.
También parece obvio para muchos que el nacimiento de Cristo favorece a la humanidad de algún modo. No todos tienen una idea muy clara del beneficio que el hombre recibe relacionado con este evento, pero es algo que se asume: Jesús nació por nuestro bien.
Sin embargo, recientemente leí un artículo, escrito por Bob Gonzales, decano del Seminario Bautista Reformado en Easley, Carolina del Sur, que nos recuerda una verdad, a menudo olvidada aún por los cristianos: que el Hijo de Dios se encarnó, primariamente, para la gloria de Dios.
En el primer himno navideño que alguna vez haya sido compuesto, el canto de los ángeles en Lucas 2:14, eso es evidente: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace” (LBLA). Como bien señala Bob Gonzales, nosotros no podremos apreciar realmente lo que significa el nacimiento de Cristo para la humanidad, a menos que apreciemos primero lo que significó este evento para Dios mismo.
Ahora bien, entre los cristianos decimos a menudo que debemos hacer todas las cosas para la gloria de Dios, aún cosas tan cotidianas como comer y beber (comp. 1Cor. 10:31). Pero ¿qué significa eso? ¿En qué sentido nosotros debemos hacer todo lo que hacemos para darle gloria a Dios?
Obviamente, nosotros no podemos hacer a Dios más glorioso de lo que Él es; pero nosotros sí podemos, y debemos, hacer las cosas con la intención de manifestar en alguna medida los atributos que hacen a Dios un Ser lleno de gloria.
El salmista nos dice en el Sal. 19 que “los cielos cuentan la gloria de Dios”. Así como la genialidad de un artista se conoce por sus obras, la gloria de Dios se manifiesta claramente a través de todo lo que Él ha hecho.
Ninguno de nosotros ha visto nunca a Rembrandt o a Miguel Ángel o a Leonardo Da Vinci, pero sí hemos visto a través de sus obras la sorprendente capacidad artística que tenían. Pues de la misma manera, aunque en un sentido infinitamente mayor, nosotros vemos un despliegue de la gloria de Dios a través de Su creación.
Sin embargo, de todas las manifestaciones que Dios ha escogido para mostrar Su gloria, ninguna es más magnificente ni más elocuente que el nacimiento de Cristo. Piensa en todas las obras de Dios, y escoge la que consideres más asombrosa y extraordinaria, y ninguna se compara siquiera con el portento de Belén.
Para poder contemplar este evento en su justa dimensión debemos retroceder en el tiempo al origen de la creación tal como Dios lo revela en las Escrituras. Dice en Gn. 1:1 que en el principio Dios creó los cielos y la tierra. Y ¿cuál era el propósito que Dios tenía en mente para todas las cosas que Él creó? La Biblia también responde esa pregunta: Para Su gloria, para reflejar a través de ellas la magnificencia de Su poder, de Su sabiduría, de Su bondad (Rom. 11:36).
Si el hombre no hubiese pecado, ni hubiese pretendido destronar a Dios, no sólo vería claramente la gloria de Dios en todo lo creado, sino que se gozaría en ello. El hombre no tendría conflicto alguno en reconocer que Dios es Dios, y que nosotros, como criaturas Suyas, debemos vivir para Él.
La alabanza del salmista en el Salmo 8 sería para nosotros algo tan común como respirar o comer: “¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra! … Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?”
Pero lamentablemente el hombre no permaneció en la condición en la que fue creado, sino que se rebeló contra su Creador; y su rebeldía trajo consigo un sinnúmero de consecuencias terribles para la creación en la que Dios lo había colocado como mayordomo o administrador.
Con la entrada del pecado vino también el dolor, la enfermedad, la muerte. El hombre vino a ser el mayor peligro de sí mismo; y lo que es aún peor, se convirtió en un enemigo de ese Dios al que debía glorificar y obedecer.
Y aunque la creación continúa allí como un testigo elocuente de los atributos que hacen a Dios un Ser glorioso, más allá de lo que nuestros labios pueden expresar o nuestra mente imaginar, en vez de postrarse ante la evidencia, el hombre ha decidido suprimir la verdad que esa creación transmite.
Esa es la acusación que hace Pablo contra la raza humana en Rom. 1:21-23: “Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles”.
Pero ese no es el fin de la historia. Desde el mismo momento en que el hombre cayó en pecado, Dios reveló un plan de salvación a través del cual habría de revertir los efectos que el pecado produjo en Su creación y hacer un despliegue de Su gloria mucho más excelso que el que Su creación original hubiese podido manifestar.
Ese es el gran tema de la Biblia: el Redentor que habría de venir para recobrar lo que el hombre había perdido, en el mismo terreno en que el hombre lo perdió. Lo primero que Dios revela es que este Redentor habría de nacer de una mujer (Gn. 3:15).
Luego rque sería de la familia de Abraham.
Luego de Isaac.
Luego de Jacob.
Luego de Judá.
Luego de la familia de Isaí, y específicamente de David.
Luego nos dice que nacería en Belén (Mi. 5:2) y que nacería de una virgen (Is. 7:14).
Luego que habría de nacer durante la dominación mundial de los romanos (libro de Daniel).
Algo interesante de todas estas profecías era el hecho de que los mismos profetas no entendían del todo lo que estaban profetizando. Y no sólo ellos.
Escuchen lo que dice el apóstol Pedro en su primera carta: “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1P. 1:10-12).
Los ángeles sabían que Dios tenía un plan, pero probablemente ellos tampoco conocían todos los detalles, ni cómo encajaban todas esas piezas de información que Dios había estado revelando a través de los siglos.
Hasta que de repente el misterio fue desvelado: la segunda persona de la Trinidad asumió una naturaleza humana semejante en todo a la nuestra, pero sin pecado, para poder redimir al hombre y revertir, de una vez por todas, los efectos terribles del pecado en la creación de Dios.
Eso explica la alabanza angelical en Lc. 2:14. Lo que esos ángeles contemplaron aquella noche en Belén era lo más impresionante que habían visto en toda su existencia: a Su propio Hacedor, Dios el Hijo, acostado en un pesebre como un niño indefenso.
El Dios del cielo se había vestido de humanidad, no sólo para redimirnos, sino para magnificar la gloria de Dios como nunca antes. He ahí el gran significado de la Navidad. Si no miramos este evento a la luz de la gloria de Dios estamos perdiendo el foco esencial de ese evento que ocurrió hace más de 2,000 años.
Cristo nació para la gloria de Dios. Por eso, en este día y en el resto del año, nos unimos al coro angelical, y con nuestra boca, y de todo corazón, entonamos este canto: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace” (LBLA).
© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.