Actualmente, Colombia se prepara para una de las contiendas electorales más álgidas de las últimas décadas. Esto se debe al contexto que representa el fin del proceso de paz con la organización guerrillera de las FARC después de más de 50 años de violencia, y la rampante corrupción que ha permeado las más altas esferas de la justicia e institucionalidad en el país.
La consecuencia visible es un entorno de marcada polarización. Aunque en Colombia convergen alrededor de 15 partidos políticos, la percepción que hay en la población es que estos están alineados, de manera radical o moderada, a dos viejas cercas: izquierda y derecha.
Dentro de todo este caldo, aparece en el país una enérgica corriente que enarbola la bandera del cristianismo, como defensora de los derechos de la familia y otros asuntos de tipo moral.
Esta realidad no es ajena al resto de Latinoamérica. En países como Costa Rica, El Salvador, y Venezuela, también vemos lo que parece ser una nueva cristianización de la política que busca responder a las necesidades de la sociedad. En este escenario, es común ver a pastores y líderes religiosos de influencia con sus rostros en vallas publicitarias y propaganda política.
No obstante, aunque esta nueva corriente política pueda poseer las mejores de las intenciones para la sociedad, hay ciertas inquietudes y verdades que los cristianos haríamos bien en considerar.
Política y religión
Política y religión son dos palabras que pueden sugerir pensamientos de todo tipo en la mayoría de las personas, en especial en la iglesia.
El evangelio es un mensaje que salva al individuo, pero tiene como propósito colateral la transformación de las sociedades compuestas por esos individuos
Por un lado, existe una corriente que considera que los creyentes deben separarse al máximo de todo lo que tenga olor a política. “Soy ciudadano del cielo, nada tengo que ver con eso”. “Dios quita y pone reyes, así que en nada influye que yo vote”. Esta clase de pasividad parece piadosa, pero generalmente no aborda la enseñanza bíblica que nos habla de nuestra responsabilidad de ser sal y luz en la sociedad (Mat. 5:13-16).
El evangelio es un mensaje que salva al individuo, pero tiene como propósito colateral la transformación de las sociedades compuestas por esos individuos; es a esto último a lo que llamamos política. Como señalaría John Stott:
“En sentido amplio, ‘política’ denota la vida de la ciudad (pólis) y las responsabilidades del ciudadano (polítes). Se relaciona, pues, con toda nuestra vida dentro de la sociedad. La política es el arte de vivir juntos en una comunidad”.[1]
Pensando en esto, los cristianos deberíamos afectar el sistema de este mundo con una cosmovisión correcta, no solo (ni principalmente) a través de la política, participando de los procesos democráticos, sino también por medio de todo lo que hagamos.
La enseñanza de la Reforma enfatizó la separación entre la Iglesia y el Estado mientras afirmó el señorío de Dios sobre ambos.
Ese fue el pensamiento general de los reformadores. Juan Calvino, por ejemplo, logró que la enseñanza de la soberanía de Dios y su ley transformaran Ginebra, comenzando por una redefinición del gobierno y el estado a la luz de la Palabra de Dios. La enseñanza de la Reforma enfatizó la separación entre la Iglesia y el Estado mientras afirmó el señorío de Dios sobre ambos. “El Señor ha establecido Su trono en los cielos, Y Su reino domina sobre todo” (Sal. 103:19).
Pero en la esquina opuesta, podemos encontrar en nuestros países una política profesante del cristianismo mucho más pragmática. De acuerdo a esta otra postura caracterizada por su énfasis en el Estado, los creyentes deben extender el Reino de Dios en la tierra asumiendo cargos políticos, ya que esa es la manera en que la sociedad será transformada y ganada para Cristo.
Las mayores preocupaciones de esta política están ligadas a contener el activismo de movimientos a favor de la homosexualidad, el aborto, etc. Pero mientras es justo oponerse a tales movimientos, esta clase de batallas en la esfera pública podrían ser libradas por una derecha moral y conservadora sin que eso involucre necesariamente el evangelio.
Además, mientras es indudable que las buenas medidas y leyes pueden traer cambios positivos para la sociedad, esta forma de política parte de una teología equivocada al dejar a un lado la necesidad y naturaleza del evangelio, el discipulado, el evangelismo, y otros temas importantes para el cristiano.
Este pensamiento está, al menos en nuestros tiempos, ligado íntimamente a la teología de la prosperidad. Ella propone que Dios le ha entregado al hombre todas las cosas y que éste solo debe tomar posesión de ellas: riquezas, salud, poder, etc. Esta parece ser la razón por la cual diversos rostros detrás del movimiento del evangelio de la prosperidad corren actualmente por el poder ligado al gobierno.
Por esa razón, otro aspecto problemático de este movimiento político es la espiritualización de las ideas como una forma de mover las masas; el uso del discurso político mezclado con la predicación como medio de persuasión para incentivar al oyente al voto. Esto finalmente se materializa en pastores o líderes presentándose en sus púlpitos como políticos prominentes.
Política sí, pero desde una cosmovisión más bíblica
Lo que vayamos a pensar de la política que enarbola la bandera del cristianismo en nuestros países, debe entonces considerar cómo esa política enfatiza su rol en la sociedad y si refleja un entendimiento bíblico del hacer político.
La política cristiana no debería reducirse a un discurso simplista de que una nación será para Cristo sencillamente gracias a un cambio político.
Todo esto se resume a un asunto de cosmovisión; dicho de otro modo, los lentes con los que vemos no sólo la política sino todo lo que compete a este mundo. Desde la perspectiva bíblica, la educación, la dinámica económica, el Estado, la justicia, las relaciones, el pago de impuestos, la propiedad de la tierra etc., todo, debe responder a los preceptos de Palabra de Dios.
La política cristiana, por lo tanto, no debería reducirse a una pasividad difícil de justificar o a un discurso simplista de que una nación será para Cristo sencillamente gracias a un cambio político. Tampoco debería descender a un populismo espiritualizado. Busquemos ejercer discernimiento conforme a la Biblia, a medida que como iglesia hablamos o pensamos de estos temas.
Por último y no menos importante, en medio del análisis político que hagamos, reconozcamos la realidad de un mundo que aguarda el retorno del Salvador y el establecimiento definitivo de su Reino. Anunciemos el evangelio con todas sus implicaciones y seamos sal y luz, mientras aguardamos la esperanza bienaventurada del Señor gobernando con justicia y rectitud por la eternidad.
[1] Stott; John, La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos. pg 35.