C.S. Lewis escribió: “Los hombres se hicieron científicos porque esperaban la Ley en la Naturaleza, y esperaban la Ley en la Naturaleza porque creían en un Legislador”.
En este episodio de Piensa, daremos un recorrido por la historia y descubriremos que el conflicto entre la ciencia y la religión es mucho más superficial de lo que parece. Vayamos más allá de las caricaturas y los relatos de dos dimensiones. Al profundizar en las lecciones de la historia, nos daremos cuenta de que la guerra entre la razón y la fe en realidad no es una guerra entre la razón y la fe, sino una guerra entre seres humanos limitados tratando de comprender el mundo.
Transcripción
El año era 1633. Un hombre de barba blanca y con arrugas en el rostro estaba delante de un panel de teólogos que lo interrogaba y amenazaba con torturarlo. ¿Su crimen? Decir que la tierra se movía alrededor del sol.
Si has recibido alguna clase de historia de la ciencia, conoces la historia, aunque sea vagamente. Galileo Galilei, hombre de ciencia revolucionario, se levanta con valor delante de sus acusadores de la Inquisición Católica Romana. Después de las amenazas de tortura, el astrónomo es obligado a retractarse. La tierra es el centro del universo. Después de esto, Galilei fue condenado al arresto domiciliario por el resto de su vida.
Esta es la escena icónica de lo que parece ser una batalla centenaria. La verdad contra la superstición. La libertad contra la opresión. La ciencia contra la religión. ¿No?
Es hora de contar la historia completa.
Hola a todos, mi nombre es Ana Ávila. Soy química bióloga clínica y editora en Coalición por el Evangelio.
Esto es PIENSA.
¿Qué hacemos con Galileo? Hay varias opciones. Una de ellas es ignorar ese episodio por completo. Y de una vez hacer oídos sordos a la guerra de ideas que ruge entre los salones de clase y los púlpitos. En la escuela aprendemos cosas de ciencia y en la iglesia nos enseñan sobre la fe. A veces lo que uno dice parece contradecir al otro, pero mejor no hay que hacer mucho caso a eso. Vive por Jesús los domingos y trata de aprobar el examen el lunes… aunque tengas que responder con algunas “herejías”.
Pero eso se vuelve un poco difícil para los cristianos que abrazan la ciencia por el resto de su vida. Esos creyentes que miran el mundo con curiosidad e intentan comprenderlo un poco mejor cada día. Son médicos, biólogos, físicos, matemáticos, químicos, y más. Aman al Creador y aman la creación. ¿Qué pueden hacer cuando les dicen que ambos están en guerra?
La aparente tensión entre la ciencia y la fe puede ponernos nerviosos. Tal vez tú has sido tentado a mantener la cabeza baja y seguir con tu vida sin hacer preguntas incómodas sobre el tema. O quizá ya estás harto de tanto pleito. Has buscado respuestas pero te has decepcionado porque tus inquietudes son ignoradas o minimizadas. O puede ser que ni siquiera te hayas puesto a pensar en este tema; la ciencia nunca ha sido lo tuyo y ni siquiera sabes cuáles son las cosas que están en supuesto conflicto.
Sea cual sea tu situación, es hora de dar un recorrido por la historia y descubrir que el conflicto entre la ciencia y la religión es mucho más superficial de lo que parece. Vayamos más allá de las caricaturas y los relatos de dos dimensiones. Al profundizar en las lecciones de la historia, nos daremos cuenta de que la guerra entre la razón y la fe en realidad no es una guerra entre la razón y la fe, sino una guerra entre seres humanos limitados tratando de comprender el mundo.
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Crecí en una iglesia no denominacional e independiente. En ella había un alta estima por la Escritura, pero (desafortunadamente) no puedo decir que hubiera un alta estima por la historia de la Iglesia. No fue hasta que revisé las notas al pie de página de mis libros de teología favoritos que conocí un poco más sobre San Agustín y Tomás de Aquino, sobre Martín Lutero y Juan Calvino. Poco a poco fui haciendo conexiones entre estos pensadores, investigando más acerca de sus vidas y de cómo Dios los usó a ellos y a tantos más (muchos de ellos sin su nombre en las páginas de la historia) para traernos hasta donde estamos hoy.
Isaac Newton dijo una vez: “Si he llegado a ver más lejos es por estar parado sobre hombros de gigantes”. Los humanos no podemos vivir aislados. Esto es cierto en el contexto de nuestra iglesia local, pero también es cierto en el contexto de la Iglesia Universal y la humanidad como un todo. Necesitamos hacer una pausa y mirar hacia atrás —¿De dónde venimos? ¿Cómo llegamos hasta aquí?— para poder ver con mayor claridad dónde estamos ahora y a dónde nos dirigimos.
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Conocí a Copérnico, Galileo y Newton en mis libros de texto de física. Sus retratos me miraban con solemnidad desde las páginas. Aprendí acerca de sus contribuciones a la ciencia. Admiré su espíritu revolucionario; su capacidad para ver la verdad en medio de toda la superstición de la época y su valor para defenderla costase lo que costase.
Lo que no aprendí fue que estos hombres también pensaban acerca de cosas que no se podían comprobar a través de experimentos ni observar a través de un telescopio. Jamás me enteré de que Copérnico no tenía evidencia experimental para afirmar que la tierra giraba alrededor del sol, aunque su modelo era matemáticamente más sencillo que el de Ptolomeo. Mi profesora no me explicó que algunos astrónomos ridiculizaron a Galileo (sí, no solo fueron los teólogos) mientras que él se mantenía firme no en solo sus convicciones astronómicas, sino también en sus convicciones religiosas. Y por supuesto, a nadie se le ocurrió decirme que Newton escribió no solo de física y matemáticas, sino también de teología.
Dicen por ahí que la historia la escriben los vencedores… bueno, al menos la mala historia. La historia simplificada e idealizada. Y es triste reconocer que esa es la clase de historia de la ciencia que muchos conocemos.
La narrativa es más o menos así:
El mundo antiguo, aunque no poseía el vasto conocimiento científico con el que contamos hoy, estuvo lleno de mentes brillantes. Las civilizaciones griegas, romanas y orientales contribuyeron con muchas ideas importantísimas que todavía conservamos hoy.
Después tuvimos una era oscura: la Edad Media. Dominada por el cristianismo, este periodo de la historia fue intelectual y culturalmente desolado. El pensamiento se vio oprimido por las cadenas de la religión y la superstición.
Posteriormente y hasta hoy, tenemos la era moderna. Aquí la razón floreció, librándose de los mitos medievales que estorbaban el desarrollo de la ciencia como la conocemos.
Esta es una narrativa muy común, y también terriblemente sobresimplificada.
En su libro “The Soul of Science” [El alma de la ciencia], Nancy Pearcey y Charles Thaxton, explican que “los historiadores de la Ilustración no fueron investigadores objetivos, sino polemistas para el secularismo”. Aquí es útil el comentario del Dr. Amir Aczel en su libro “Por qué la ciencia no refuta a Dios”. Él escribió: “El problema con la ciencia en los libros y conferencias de los Nuevos Ateos es que no es ciencia pura, la búsqueda auténtica del conocimiento acerca del universo. Más bien es una ‘ciencia con una intención’: la de refutar la existencia de Dios”. La misma crítica de Aczel para la ciencia de los nuevos ateos se puede extender a la investigación de los historiadores de la Ilustración. Lo que ellos querían era exaltar la razón humana y exponer a la religión como algo peligroso. Y, durante mucho tiempo, lo lograron.
Por ejemplo, es común escuchar que los reformadores estorbaron la “Revolución de Copérnico” al ridiculizar al astrónomo en diversos comentarios y sermones. Por ejemplo, un estudiante de Martín Lutero registró la siguiente escena: “Se mencionó a cierto astrólogo nuevo que quería probar que la tierra se mueve y no el cielo, el sol y la luna. Esto sería como si alguien viajara en un carro o en un barco e imaginara que estaba parado mientras la tierra y los árboles se movían. [Lutero comentó] ‘Así son las cosas. Quien quiera ser inteligente no debe estar de acuerdo con nada de lo que otros estiman. Debe hacer algo nuevo por su cuenta. Esto es lo que hace ese tipo que desea cambiar toda la astronomía. Incluso en estas cosas que están en desorden, creo en las Sagradas Escrituras, porque Josué ordenó que el sol se detuviera, y no la tierra’”.
Si bien los reformadores usaron las Escrituras para expresar su desacuerdo con el ahora reconocido astrónomo, la lucha contra las ideas de Copérnico no fue una lucha principalmente religiosa. De hecho, Copérnico hasta dedicó su libro al Papa. La hostilidad por parte de la Iglesia Católica vino después, cuando estas y otras ideas revolucionarias comenzaron a amenazar con fuerza la autoridad papal. Pero en la época de Lutero, el sistema de Copérnico estaba lejos de ser aceptado por el público en general. No fue hasta Galileo, quien nació casi 100 años después de Lutero, que se empezó a contar con observaciones empíricas que apoyaban el modelo heliocéntrico.
Ahora que hemos ido al espacio y que la evidencia de que la tierra gira a más de 10,000 kilómetros por hora alrededor del sol es abundante, es fácil pintar a Copérnico como un mártir y a los reformadores como cavernícolas anticientíficos. Pero eso es imponer un lente moderno a la historia del siglo XVI. Ahora sabemos que Copérnico tenía razón y que Lutero estaba equivocado sobre este asunto. Pero en ese entonces el modelo heliocéntrico apenas estaba siendo introducido; aceptarlo sería cambiar un paradigma —tanto para interpretar las Escrituras como para interpretar las observaciones astronómicas— que se había mantenido durante muchos siglos (no solo por los católicos, sino por prácticamente todas las civilizaciones).
Por cierto, los cristianos no hemos sido los únicos en tener dificultades para adoptar nuevos paradigmas científicos. En el siglo XX la comunidad científica se resistió a aceptar la teoría del Big Bang porque sonaba demasiado acorde con Génesis 1:1. Algunos físicos prefirieron postular teorías que ajustaran la evidencia con el antiguo paradigma de Aristóteles, quien enseñó que el universo siempre había existido. Con todo, los datos astronómicos no dejan otra opción: el modelo del Big Bang es ampliamente aceptado como el modelo que mejor describe el cosmos.
La historia de la ciencia no es una torre de bloques en la que un dato se coloca limpiamente sobre el otro hasta formar la visión del mundo que tenemos hoy. A veces hay que derrumbar las bases y volver a comenzar. Es un proceso duro que nos obliga a poner a prueba nuestras suposiciones y refinar nuestras descripciones del universo. Todo esto requiere humildad. Los intérpretes de la revelación de Dios —en la Biblia y en la creación— debemos recordar que somos falibles mientras buscamos la verdad infalible.
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Si las civilizaciones antiguas tenían muchos siglos produciendo conocimiento y tecnología avanzadas, ¿por qué es que el método científico no nació en cuna griega o china o india, sino en la Europa cristiana del siglo XVII?
Por ejemplo, el filósofo griego Tales de Mileto observó que si frotaba vigorosamente una pieza de ámbar, pequeñas partículas de polvo comenzaban a pegarse a la resina: electricidad estática. Sin embargo, tuvieron que pasar miles de años para que —en los siglos XVII y XVIII— científicos como Robert Boyle, Stephen Gray y (por supuesto) Benjamín Franklin experimentaran formalmente con este fenómeno, y así pudieran explicar cómo funcionaba y cómo podría ser útil para la humanidad. ¿Por qué? Porque la ciencia es más que observaciones y recopilación de datos. Para hacer buena ciencia necesitamos una manera específica de interpretar esos datos, una cosmovisión (una forma de percibir el mundo) que sea propicia a la ciencia experimental que tanto estimamos en nuestros días.
Como escribió Vishal Mangalwadi: “A los monjes chinos y sabios hundúes no les faltaba capacidad; les faltaba motivación filosófica”. La filosofía es el estudio de las preguntas fundamentales sobre el conocimiento, la existencia y la razón. Nuestra respuesta a las preguntas filosóficas acerca de la vida —“¿Cómo sé lo que sé? ¿Por qué todo en vez de nada? ¿Es el universo real?”— afecta la manera en que hacemos ciencia. En el mundo antiguo había hombres brillantes, pero la manera en que ellos veían el mundo (los griegos como una “sombra” o los hindús como una “ilusión”, por ejemplo) no favorecía en lo más mínimo el desarrollo de la ciencia moderna.
¿Y cuál fue la cosmovisión que favoreció el desarrollo de la ciencia? ¿Un materialismo secular como el que hoy parece dominar nuestras universidades? ¡Todo lo contrario! La cosmovisión que fue tierra fértil para la ciencia fue la cosmovisión cristiana.
En el próximo episodio veremos cómo la teología bíblica provee todas las bases que necesitamos para hacer ciencia.
Pero, ¿qué hay de la oscuridad de la edad media? ¿No fue culpa de la religión que las personas vivieran en ignorancia durante tantos siglos?
Antes de responder esta pregunta, es importante remarcar que es falso pensar que no hubo adelantos científicos en la Edad Media. Los historiadores ahora reconocen que no fue una era completamente oscura en el ámbito intelectual, explicando que pensadores como Jean Buridan y Nicole Oresme, ambos del siglo XIV, fueron precursores de la revolución de Copérnico.
Pero es claro que la Edad Media palidece en comparación a la ciencia de la Ilustración. Platiqué un poco acerca de esto con Giancarlo Montemayor, quien está estudiando un doctorado en Historia de la Iglesia en Southern Baptist Theological Seminary:
Giancarlo Montemayor: “Es cierto que la mayor parte de la edad media la controló la Iglesia Católica Romana. […] Precisamente por la distinción entre el sacerdocio y todas las profesiones que había afuera… esa separación de que ‘tú no puedes entender a este Dios, yo te lo tengo que explicar’, y el hecho de que la Biblia solo estaba en latín, para los que eran educados y no para el pueblo… Esa distinción tan fuerte marcó la ignorancia de mucha gente”.
El problema de la Edad Media no fue Dios, sino el pecado de los hombres. Esta era no fue una era de ignorancia porque la gente fuera religiosa, sino porque la gente no tenía permiso de comprender verdaderamente su religión.
Todo esto cambió con la Reforma Protestante.
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El 31 de octubre de 1517, un profesor de teología publicó un documento que encendería la Europa del siglo XVI. Las 95 Tesis de Martín Lutero marcaron el inicio de la Reforma protestante, un movimiento a través del cual se retó la autoridad y las enseñanzas de la Iglesia Católica.
No podemos negar que el legado teológico de la Reforma es invaluable, pero cometemos un error si pensamos que el principal fruto de este movimiento es nuestro entendimiento del libro de Romanos. La Reforma revolucionó la manera en que los cristianos (y, hasta cierto punto, la sociedad en general) percibimos el mundo.
GM: “Una de las cosas que trajeron a la luz los reformadores es que sí podemos entender la Palabra de Dios y que Él nos ha dado un intelecto para entender lo que Él quiere comunicar. Y no es para algunos, sino cualquiera puede entender las verdades esenciales de Dios. Cuando empiezan las traducciones de la Biblia al lenguaje del pueblo es cuando la gente comienza a despertar en su intelecto. […] No se puede negar que después de la Reforma hay muchas áreas que fueron impactadas positivamente; la gente empezó a leer, inventar, ser más creativa en las artes…”
Lutero retó la manera en que se había dividido el mundo entre lo sagrado y lo secular. En su obra titulada A la Nobleza Cristiana de la Nación Alemana habló de lo que se conoce como el sacerdocio de todos los creyentes. El trabajo para Dios no es solo el trabajo que hacen los pastores y predicadores, sino el trabajo de cada creyente. No importa si eran zapateros, amas de casa, comerciantes o científicos, cada tarea podía hacerse para la gloria de Dios y el bien de la humanidad.
GM: ”Después de eso, de la vida de Lutero y de Calvino, empieza la época de la Ilustración. El desarrollo de la ciencia empieza por no querer ser ignorante, no solo de la Palabra de Dios, sino también de lo que Dios ha hecho en su creación”.
25 años después de la muerte de Lutero, nació Johannes Kepler. En uno de sus cuadernos de notas, este astrónomo alemán —quien formuló las tres leyes del movimiento planetario— escribió esta oración:
“Te doy gracias, Creador y Dios, por haberme dado este gozo en tu creación, y me regocijo en la obra de tus manos. He completado la obra para la que me has llamado. En ella he usado todos los talentos que le has prestado a mi espíritu”.
Lejos de ver la fe como algo que estorbara su capacidad de contemplar y entender el mundo, Kepler veía su ciencia como un servicio para el Creador. ¿Ciencia en contra de la fe? Los primeros científicos modernos definitivamente no lo veían de esta manera.
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El filósofo, matemático, y apologista John Lennox ha dicho con frecuencia que debemos tener cuidado, porque no todas las declaraciones de los científicos son declaraciones de ciencia. Un experto en biología o física no es un experto en filosofía o teología. Así que no debemos dejarnos intimidar por unas cuantas voces que se levantan con fuerza en contra de la racionalidad de la fe cristiana. Es sabio escuchar y analizar los argumentos, pero no debemos tomarlos como hechos solo porque salen de la boca de un premio Nobel.
Algunos podrían decir que grandes científicos como Copérnico, Newton, Kepler, Galileo y más creían en Dios solamente porque “todo el mundo” creía en Dios en aquellos tiempos. Pretendamos por un momento que es así: ¿Qué nos dice eso acerca del supuesto conflicto entre creer y pensar? El argumento de los escépticos es que la religión y la ciencia están en guerra, que la fe estorba la razón humana. Sea cual sea la razón por la que Copérnico, Newton, Kepler y Galileo creyeron en un ser superior, el asunto es que creyeron. Esta fe, lejos de estorbar su razonamiento, provocó que miraran a los cielos y glorificaran a Dios a través de sus descubrimientos. John Lennox nos lo aclara: “El conflicto no está entre la ciencia y Dios, sino entre el teísmo y el ateísmo. Entre dos cosmovisiones. Y hay científicos con ambas cosmovisiones”. Es vital separar la ciencia de la filosofía con la que hacemos ciencia. Aprenderemos un poco más acerca de esto en el próximo episodio de PIENSA.
Por ahora recordemos lo importante que es hacer una pausa y mirar hacia atrás. La historia tiene mucho testimonio que darnos acerca de la verdadera relación entre la fe y la ciencia a lo largo de los siglos.
Por un lado, conocer la historia nos afirma en el legado que nos ha sido dejado por los hombres de Dios del siglo XVI y XVII. La cultura de Europa fue revolucionada cuando Lutero abrió las Escrituras y las hizo accesibles a todos los cristianos, mientras les mostraba que cualquier trabajo que hicieran (incluyendo el de observar y describir el mundo) podía ser hecho para la gloria de Dios. La verdad general (revelada en la creación) y especial (revelada en las Escrituras) ya no era solo para unos cuantos, sino para todo aquel que tuviera ojos para ver y oídos para escuchar. No es casualidad que un siglo después surgieran pensadores creyentes que abrieran nuestros ojos a las maravillas de la gloria de Dios en el firmamento.
Por otro lado, conocer la historia también nos ayuda a ver los conflictos del presente desde otra perspectiva. Como dijo Winston Churchill: “Los que no aprenden de la historia están condenados a repetirla”. La Iglesia Católica estuvo apunto de condenar a Galileo como hereje (lo que Galilei evitó porque se retractó tras ser amenazado con tortura) porque sus observaciones astronómicas parecían contradecir pasajes como Eclesiastés 1:5 y Salmos 19:4-5, que describen el movimiento del Sol desde la perspectiva de los hombres. Hoy, sin embargo, la gran mayoría de los cristianos afirman lo que afirmó Galileo, que la tierra es la que gira alrededor del Sol. Reconocimos que somos seres humanos falibles tratando de comprender una revelación infalible y cambiamos la manera en que interpretamos el texto. Esto nos recuerda que debemos tener un corazón humilde al explorar las preguntas con las que nos enfrentamos hoy, confiados en que Dios sigue siendo Dios y toda verdad le pertenece.
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La ciencia moderna no fue, como muchos piensan, un movimiento rebelde que tenía como objetivo liberar al hombre de las cadenas de la religión. La ciencia fluyó naturalmente cuando las Escrituras fueron hechas accesibles para los cristianos, y se despertó en ellos un deseo por entender el mundo que Dios había creado.
C.S. Lewis escribió: “Los hombres se hicieron científicos porque esperaban la Ley en la Naturaleza, y esperaban la Ley en la Naturaleza porque creían en un Legislador”.
La razón y la fe no están peleadas. La buena ciencia y la buena religión no son enemigos tratando de socavarse el uno al otro. Dejemos de mirar “al otro lado” con recelo. Si lo que de verdad nos interesa es la verdad, nos regocijaremos cuando la encontremos, tanto en el laboratorio como en las páginas de la Biblia.
Este podcast fue publicado gracias al apoyo de una beca de la Fundación John Templeton. Las opiniones expresadas en esta publicación son de los autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de la Fundación John Templeton.
Ana Ávila es escritora senior en Coalición por el Evangelio, Química Bióloga Clínica, y parte de Iglesia El Redil. Es autora de «Aprovecha bien el tiempo: Una guía práctica para honrar a Dios con tu día» y «Lo que contemplas te transforma». Vive en Guatemala junto con su esposo Uriel y sus hijos. Puedes encontrarla en YouTube o en Telegram.