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Este breve estudio aborda la obra del Espíritu Santo según 1 Corintios a la luz de cinco encabezados. Un análisis sencillo del contexto, la estructura, y los idiomas originales nos permitirán descubrir y redefinir algunas facetas de la obra del Espíritu que probablemente hemos pasado por alto y enriquecerán nuestro conocimiento sobre Él.

El Espíritu Santo capacita al creyente para la predicación (2:4)

La iglesia en Corinto, fundada por Pablo en su segundo viaje misionero, corría muchos peligros ante la fuerte influencia cultural y religiosa por la que era reconocida aquella ciudad, entre lo cual vale la pena mencionar la inmoralidad promovida mediante el culto a la diosa Afrodita. Sin embargo, ese no era el único problema con el que la iglesia lidiaba.

Desde el inicio de su primera carta, Pablo menciona la elocuencia y conocimiento que tenían los corintios (1:5; 3:18), aludiendo también a los filósofos, estudiosos, y especialistas en debates de este mundo (1:20), para quienes el mensaje del evangelio resultaba ridículo (1:22). Corinto presentaba un reto grande para quienes buscaban predicar el evangelio y ser efectivos en el ministerio, e incluso en el propio andar cristiano. No solo por el ambiente moral degenerado, sino también por el alto nivel de conocimiento y la influencia filosófica que fácilmente podría desviar de la verdad a un creyente que no estuviera bien cimentado.

Es en el poder del Espíritu Santo, en la sabiduría de Dios y no de hombres, que el misterio de Dios es anunciado y explicado

Pablo era un hombre muy preparado y tenía la capacidad de debatir ideas a un alto nivel de erudición. Sin embargo, entendía muy bien que esa no era la forma de exaltar a Cristo en ese contexto. No se trataba de palabras ingeniosas (1:17; 2:1), porque de esa manera la cruz de Cristo perdería su poder. Por eso, él continúa su exposición en el siguiente capítulo para concluir que es en el poder del Espíritu Santo, en la sabiduría de Dios y no de hombres, que el misterio de Dios es anunciado y explicado (2:4, 13).

Antes de su ascensión, Jesús le dijo a sus discípulos que recibirían poder para ser sus testigos cuando el Espíritu Santo viniera sobre ellos (Hch 1:8). El Espíritu nos capacita en la predicación y explicación del evangelio (sin excluir nuestra preparación académica), lo que nos exhorta a descansar en su poder y no en nuestra habilidad o conocimiento.

El Espíritu Santo revela la gracia de Dios e ilumina al creyente (2:10, 12)

El plan oculto de Dios, jamás visto ni oído ni imaginado por nadie, es revelado al creyente por medio del Espíritu Santo. La obra redentora de Cristo, aludida por el profeta Isaías (Is. 64:4) y anunciada aún por el mismo Jesús a sus discípulos, fue durante parte de su ministerio un mensaje velado, incluso para sus seguidores más cercanos (Lc. 9:44-45; 18:31-34).

Un ejemplo claro de esto es la confesión de Pedro, cuando reconoce a Jesús como el Mesías, el Hijo del Dios viviente (Mt. 16:16). Se trataba de una verdad revelada no por el espíritu del hombre, sino por Dios mismo (Mt. 16:17). Esta es precisamente una de las facetas del obrar del Espíritu Santo en el creyente: enseñarnos todas las cosas que necesitamos saber (Jn. 14:26).

La presencia del Espíritu en la vida del creyente lo ilumina para entender las cosas espirituales que para el hombre natural son locura y necedad

¿Cómo es posible que podamos conocer estas profundidades y misterios espirituales? Pablo enseña que se trata de la obra de iluminación del Espíritu Santo. “Nadie conoce los pensamientos de Dios, sino el Espíritu de Dios” (2:11). Siguiendo esta secuencia lógica, el apóstol escribe que el Espíritu todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios (2:10). Y como hemos recibido al Espíritu de Dios, entonces podemos conocer lo que Dios nos ha dado gratuitamente, y podemos hablar y explicar las verdades espirituales.

La presencia del Espíritu en la vida del creyente lo ilumina para entender las cosas espirituales que para el hombre natural son locura y necedad (2:14).

El Espíritu Santo habita en el creyente (3:16; 6:19).

La frase que Pablo usa en 3:16, “templo de Dios”, hace alusión al recinto sagrado donde descansaba el arca del pacto en el Antiguo Testamento, y sobre el cual había acceso restringido para el sumo sacerdote, una vez al año (Lv 16:2). Allí habitaba la presencia de Dios, simbolizada por una nube que cubría el lugar santísimo, pero no de forma permanente. Esta imagen seguramente era clara para los corintios cuando Pablo les dice que son templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ellos.

En un contexto donde muchos se creían sabios (3:18), Pablo advierte con respecto a la destrucción del edificio de Dios a manos de personas que dividían la iglesia al jactarse de seguir a un líder humano. El apóstol les recuerda enfáticamente que no hay otro fundamento aparte de Jesucristo (3:11). Sin embargo, sobre ese fundamento se puede construir con diferentes materiales, y uno de ellos puede ser la sabiduría humana, que al seguirla, resultará en la destrucción del edificio, contaminándolo con falsas doctrinas.

Debemos estar conscientes del tesoro invaluable que tenemos: en Cristo somos considerados dignos de la presencia de Dios

Por otro lado, la práctica de la inmoralidad sexual promovida en el culto a la diosa Afrodita, también provocaba contaminación y daño al templo del Espíritu Santo, esto es nuestro cuerpo, el cual fue comprado a un alto precio por Dios (6:19-20). Es imposible afirmar con nuestro corazón que somos templo de Dios y dar evidencias de lo contrario con nuestras acciones. Tanto a nivel colectivo (como iglesia) o individual, debemos estar conscientes del tesoro invaluable que tenemos al ser considerados en Cristo dignos de la presencia de Dios.

El Espíritu Santo justifica y evidencia al verdadero creyente (6:11; 12:3)

Luego de hablar sobre la resolución de asuntos legales (6:1-8), Pablo enlista una serie de pecados que habían practicado algunos creyentes en Corinto, pero de los cuales ya habían sido lavados, santificados, y justificados ante Dios en el nombre de Jesús y en el Espíritu.

Lo llamativo aquí es la inclusión del Espíritu como agente activo en la justificación, pues los escritos paulinos hacen un fuerte énfasis en Jesús como el que justifica al pecador (Ro 3:24; 4:25; 5:9; 5:18). Por su parte, la obra del Espíritu está relacionada más bien con la regeneración (Ti. 3:5-6) y la santificación (Ro. 8:8:1-14), dejando este pasaje como única referencia en este asunto. Otra observación importante es la mención de la Trinidad en este pasaje acerca de la salvación, sin atribuir aquí una obra particular a alguno de ellos.

En su propósito más amplio, podríamos afirmar que Pablo está llamando a los corintios a la reflexión acerca de sus vidas, pues habiendo sido rescatados es imposible que se traten de esta manera y vuelvan a los mismos hábitos pecaminosos. La presencia y obra regeneradora del Espíritu en el creyente se evidencia en su estilo de vida, es decir, en su coherencia con su confesión del señorío de Cristo (12:3; cf. 1 Jn 4:2-3).

El Espíritu Santo se manifiesta a través del creyente (12:7-13)

Al inicio de este segmento, Pablo aclara que los dones espirituales son manifestaciones del Espíritu Santo a través del creyente para el bien común de la iglesia.

Es interesante notar que los primeros dones en la lista tienen que ver con sabiduría y conocimiento, áreas de las cuales los corintios se jactaban. También leemos que el Espíritu es quien distribuye los dones, según su voluntad (12:11), y seguidamente el apóstol desarrolla el tema de la iglesia como cuerpo donde somos miembros los unos de los otros, haciendo un énfasis en la edificación comunitaria.

Es aquí donde Pablo menciona uno de los temas controversiales acerca de la obra del Espíritu: el bautismo (12:13). Sin embargo, debemos observar esta mención en el contexto de su exposición. El interés del apóstol no está en explicar o profundizar en el acto bautismal, sino en la unidad que trae el Espíritu a la comunidad de fe (“un solo cuerpo”, “un mismo Espíritu”).

La línea puede ser delgada y borrosa entre depender del Espíritu o depender de nuestra habilidad para exponer de manera fiel el evangelio

La manifestación del Espíritu en el creyente, sin importar cuál sea nuestra función dentro del cuerpo (12:14-26) o los dones otorgados por Dios (12:27-28), tiene un propósito unificador y corporativo.

Conclusión

Muchos creyentes hemos olvidado que el Espíritu nos capacita para compartir el evangelio. En ocasiones, nuestro enfoque está en la preparación académica y en la elocuencia de nuestra exposición; a veces vamos tras intereses humanos o religiosos en nuestra predicación, sin considerar que esto nos llevará a que la cruz de Cristo se haga vana. La línea puede ser delgada y borrosa entre depender del Espíritu o depender de nuestra habilidad, elocuencia, y esfuerzo para exponer de manera fiel y pertinente el evangelio. Ante la posibilidad de un resultado tan desastroso, es imperativo evaluarnos.

Cuando consideramos el valor y la profundidad del misterio revelado al creyente, entendemos que no se trata simplemente de abrir la boca en nuestra propia capacidad (o tal vez deberíamos decir incapacidad), pues se trata de verdades espirituales profundas reveladas y entendidas por el Espíritu de Dios. Su morada en el creyente, como cumplimiento de la promesa de Jesús, tiene el propósito de enseñarnos todas las cosas y capacitarnos para la vida y el ministerio, tanto a nivel individual como colectivo. Sus manifestaciones, por medio de los dones espirituales, tienen el fin de edificar el cuerpo de Cristo y traer unidad, sin excluir la evidencia de la edificación personal (14:4), pero prefiriendo lo primero (14:12).

Esto es coherente con el mensaje de la Biblia acerca del propósito del pueblo de Dios. Todos somos, en última instancia, una prenda que Él se ciñe para traer fama, gloria y honra a su nombre (Jer 13:11). El Espíritu obra en nosotros para alcanzar este propósito supremo.

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