Es hora de volver a celebrar la Reforma protestante. En estas fechas los evangélicos —con gran gozo— nos acordamos de cómo un monje agustiniano insignificante revolucionó la faz de Europa cuando clavó sus 95 tesis a la puerta de una iglesia.
Aquélla iglesia se encontró en Wittenberg (Alemania) y el monje, como todos sabemos, fue el mundialmente reconocido Martín Lutero.
Gracias a las hazañas de Lutero, nació la Reforma protestante (aunque el apodo protestante no sería usado hasta doce años después). Su pasión por las Escrituras engendró a una serie de teólogos pro-Reforma tales como Matthias Flacius, Urbanus Rhegius, Johannes Brenz y Martín Chemnitz —“el segundo Martín”— dentro del campo luterano. ¿Y cómo no hacer mención del brazo derecho de Lutero: su amado amigo Felipe Melanchthon? Es como si los dos fueron diseñados para ministrar juntos. Comentó Lutero en una ocasión, “Yo soy duro, ruidoso y escandaloso. Nací para pelear contra monstruos y diablos. Tengo que quitar tocones y piedras, echar fuera cardos y espinas, y limpiar bosques silvestres; pero luego viene el Señor Felipe de una forma tan suave y dulce, sembrando agua con gozo según los dones que Dios ha derramado abundantemente sobre él”.
Lutero también preparó el camino para un campo más reformado dentro del protestantismo con gigantes de la talla de Martín Bucer, Ulrico Zuinglio, Enrique Bullinger y Theodore Beza.
No obstante, mucho más importante que cualquiera de los antemencionados teólogos es otro pensador reformado cuya fama iguala –e incluso, en algunos sitios, supera- aquélla de Lutero. Nacido en Francia en el 1509, pasó la mayor parte de su vida ministerial en Ginebra (Suiza) desarrollando lo que el reformador escocés John Knox llamaría, “La más perfecta escuela de Cristo que había existido en la tierra desde los días de los apóstoles. En otros lugares, confieso que predican a Cristo correctamente; pero en muy pocos sitios he visto las costumbres y la religión tan sinceramente reformadas”. Para que Knox dijera esto —un hombre, por cierto, no conocido por sus halagos— Ginebra tenía que haber sido algo especial. Entonces, ¿de quién estamos hablando? ¡De Juan Calvino!
Así que los dos campeones de la fe protestante son Martín Lutero y Juan Calvino, pero, ¿hay alguna diferencia entre ellos? Miremos 10 puntos en los que estos reformadores difieren.
1. Primero Lutero, luego Calvino
En primer lugar hay que tener en cuenta que Calvino era mucho más joven que Lutero –unos 26 años más joven para ser exacto. Cuando Lutero clavó sus tesis a la puerta de la catedral de Wittenberg, el pequeño Juanito apenas tenía ocho años. Lutero pertenecía a la primera generación de los reformadores mientras que Calvino era un reformador de segunda generación. Gracias al sudor, la sangre y las lágrimas de Lutero, Calvino heredó un legado teológico muy rico que pudo cultivar.
2. Un profeta y un intelectual
Es cierto que tanto Lutero como Calvino son conocidos por enseñar la fe cristiana. Pero sus respectivos contextos les condicionaron de maneras diversas. Lutero era el profeta del nuevo movimiento, abriendo brecha para sus seguidores protestantes que vendrían después. Con razón, pues, se caracterizó por tanto celo y tenacidad. Calvino, sin embargo, llegó bastante más tarde y tuvo más tiempo a la hora de reflexionar metódicamente sobre los descubrimientos que Lutero había regalado a la iglesia. Cualquier lector medianamente versado en la literatura de la Reforma puede percibir cómo Calvino escribió de una manera más sistemática que Lutero. Como me lo explicó recientemente el experto en la Reforma, el Dr. R. Scott Clark: “Calvino y los reformados ortodoxos hicieron un trabajo excelente a la hora de colocar las ideas de Lutero dentro de un contexto más amplio y fiel al Pacto de Dios”.
3. Extrovertido e introvertido
En cuanto a sus personalidades, Lutero era extremadamente extrovertido. Siempre tenía a gente en casa. Charlaba, se reía y contaba chistes. Pero Calvino nunca se sintió plenamente a gusto en el ministerio público. No fue tanto su amor por las ovejas lo que le llevó a la obra pastoral sino más bien por un profundo sentido de su deber delante de Dios, el cual le llegó mediante la espantosa profecía de William Farel: “Dios maldiga tus estudios si tú ahora, en esta hora de necesidad para la iglesia, rehúsas ofrecerte para ayudarla”. Sin esta advertencia de Farel, es muy probable que Calvino nunca se hubiera dedicado a la tarea pastoral.
4. El pastor y el profesor
Otra diferencia, ligada a sus personalidades, tiene que ver con cómo ganaron el favor de la gente. La gente común y corriente se sentía atraída por el carisma de Lutero. Hoy día le llamaríamos una figura ‘dinámica’. Las multitudes se acercaban a él por esta chispa vital que tenía. Los seguidores de Calvino, sin embargo, estuvieron más propensos a seguirle por su capacidad intelectual y no tanto por su ‘energía’ personal. Ganó a seguidores porque su mente estaba centrada en la gloria de Dios. Cuando leemos los sermones de los dos hombres, las meditaciones de Calvino van más dirigidas al intelecto y a la razón pero aquéllas de Lutero van encaminadas al corazón. Aun en el púlpito, Lutero era un hombre del ‘corazón’ por así decirlo, preocupándose mucho más por las criadas y los niños de su congregación que por sus doctores.
5. Aspecto físico
En los cuadros que hemos heredado del siglo XVI, hay una divergencia clara entre el aspecto físico de los dos predicadores. Lutero, en los cuadros de su madurez, es corpulento y casi gordo con un pecho ancho. Tanto dentro como fuera del púlpito, era grande en todos los sentidos (un poco como George Whitefield). Siempre le acompañaba esta fuerza vital. En contraste, la vida de Calvino estuvo plagada de varias enfermedades. Tenía bastantes problemas estomacales y por lo tanto solo pudo comer una vez al día. En sus cuadros, es un hombre débil, muy delgado y casi “cadavérico” (para usar la expresión de Martyn Lloyd-Jones). Su cara tenía un aspecto más sombrío y serio que aquélla de Lutero.
6. ¿Justificación o la gloria de Dios?
No se puede negar que ambos estuvieron apasionados por el redescubrimiento del evangelio bíblico. No obstante, los prismas mediante los cuales interpretaron el evangelio no fueron idénticos. Lutero le puso énfasis a la gloriosa doctrina de la justificación mediante la fe en la vida del creyente. Su perspectiva soteriológica le llevó a hablar mucho sobre la necesidad de la fe salvadora y la dulce alegría de confiar en Cristo. Calvino creía esto igual que Lutero; pero hizo hincapié en que la justificación por la fe solo puede tomar el segundo lugar en la teología. Para Calvino, en el primer lugar está la gloria de Dios. La verdadera maravilla tocante a la justificación en el pensamiento de Calvino no es que un pecador se encuentre perdonado de toda iniquidad sino que Dios está siendo glorificado a través de la salvación del impío. Lo que Lutero empezó con fe; Calvino empezó con gracia.
7. La Cena del Señor
Uno de los temas más discutidos en los primeros años de la Reforma fue la Cena del Señor. Lutero y Zuinglio se dividieron por este mismo tema en 1529. A pesar de romper con la interpretación católica-romana de la misa, Lutero seguía teniendo una visión sacramentalista tocante a la eucaristía. Lutero creía que Cristo estuvo presente “en, con y por debajo” de los elementos, mientras que Zuinglio enseñó que la Cena del Señor no fue nada sino un evento conmemorativo para edificar a los santos. Cristo no estaba físicamente presente. Entonces, ¿con quién estaría de acuerdo Calvino: con Lutero o Zuinglio? Respuesta: con ambos y ninguno. Medió entre los dos aceptando que Cristo se encontraba espiritualmente presente en la Cena del Señor. Así que, la interpretación física de Lutero fue reemplazada por una interpretación espiritual en Calvino.
8. Iglesia y estado
Hay un desacuerdo importante entre Lutero y Calvino con respecto a la relación Iglesia-estado. Esto se debe a sus contextos políticos distintos. Al vivir en la Alemania de la edad medieval donde cada estado estaba bajo el poder de un príncipe determinado, Lutero —como regla general— entendía que el gobierno debía supervisar la administración de los asuntos de la Iglesia. Por otro lado, Calvino, quien vivía en el sistema más libre de cantones independientes en Suiza, se opuso a cualquier tipo de interferencia política en la Iglesia. Tanto la Iglesia como el estado tenían que ser autónomos e independientes. Además, Calvino estaba mucho más abierto a la idea de que los creyentes podían transformar todos los sectores de la sociedad en base a los valores bíblicos mientras que Lutero siempre pensaba en términos de su vocación religiosa.
9. El bautismo
A pesar del hecho de que tanto Calvino como Lutero creían en el bautismo de infantes, ambos entendieron la eficacia del bautismo de una forma distinta. Lutero pensaba que el bautismo es un evento, un sacramento, el cual salva a la persona bautizada –sea un niño o un adulto. El Espíritu Santo es dado al agente bautizado para que posea fe verdadera en Cristo. El pecado es perdonado, la muerte y el diablo son vencidos y la vida eterna es concedida (Catecismo pequeño, IV). Aunque Calvino apreciaba las aportaciones de Lutero, él creía que el bautismo se trataba más bien de una señal externa mediante la cual uno se incorporaba en la iglesia visible. Esta entrada a la bendita sociedad del pueblo de Dios era una señal manifiesta de la gracia. Según él el bautismo no salvaba a nadie de modo eficaz.
10. La ley y el evangelio
La última diferencia entre nuestros dos campeones de la Reforma tiene que ver con la ley y el evangelio. Ahora bien, la distinción en este sentido no es tanto una cuestión de contenido sino de énfasis. Los dos creían en el uso cívico, pedagógico y normativo de la ley; no obstante, Lutero hablaba sobre la ley de una forma mucho más negativa que Calvino. El alemán dividía estrictamente entre la ley y el evangelio. ¿Por qué? Porque Lutero veía la ley, en primera instancia, como un medio de miseria, condenación y un ministerio de muerte del cual la humanidad necesitaba liberación. Calvino estaba cien por cien de acuerdo con Lutero en esta línea de pensamiento; pero estaba más abierto a subrayar el aspecto positivo de la ley tocante a la santificación del creyente. Puesto que la ley es una expresión perfecta de la voluntad de Dios, se supone que los creyentes deben desear regocijarse en la ley del Señor.