“… el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse,” Filipenses 2:6.
¡A cuántas cosas nos aferramos en esta vida! Quizá sea por el esfuerzo que nos ha tomado alcanzarlas o por el beneficio que creemos nos darán en el futuro. Son cosas que hemos llegado a considerar como de suprema importancia por alguna u otra razón.
Cuando en nuestra mente y corazón llegan a tener esta categoría, las protegemos con nuestros recursos, con nuestra energía, y con la vida misma. Nos preocupa su reputación y la nuestra, por lo que las defendemos a capa y espada cuando sentimos que son atacadas. Las protegemos cuando las vemos amenazadas y castigamos a aquellos que se atreven a cuestionarnos. Nuestros sentimientos de ira y enojo revelan el control que tienen sobre nuestras vidas, su lugar en nuestro corazón y afectos.
No son necesariamente cosas malas, pero han llegado a ser demasiado importantes. Reinan supremas en cada decisión que tomamos y afectan cada dinámica interpersonal. Son causantes, a fin de cuentas, de cada conflicto.
Nos aferramos a ellas con todas nuestras fuerzas y corazón pues fuimos creados así. Necesitamos de otras cosas fuera de nosotros que nos den ese valor y propósito en la vida. No lo podemos evitar.
Sin embargo, nuestra necesidad mayor como criaturas es tener una conexión real con nuestro Creador y con sus propósitos. Cuando no podemos, inevitablemente buscaremos llenar ese hueco con algo o alguien más.
Nuestro trabajo, educación, salud, familia y la vida misma son muy importantes, pero si han tomado un lugar supremo en nuestra vida, hay un problema. Arruinamos estas cosas y relaciones cuando les ponemos esa expectativa de que nos den el significado, satisfacción y seguridad que solo Dios puede dar.
Jesús no se aferró a sus derechos y privilegios como Hijo de Dios, no los estimó como supremos. Estimar no solo nos da la idea de “considerar”, pero también de “amar”. Por amor, más bien y sin dejar de ser completamente Dios, Jesús, sin considerarlos, tomó “forma de siervo” para encarnarse y obedientemente humillarse hasta la cruz para llevar a cabo su misión de redención.
Las buenas noticias para ti y para mi son que, gracias a esta gran obra de amor de nuestro Señor Jesucristo, en nuestro favor y en nuestro lugar, podemos reconocer esta continua lucha de nuestro corazón, examinar nuestros sentimientos para ver lo que nos revelan de lo que lo atan, y continuar rindiendo con manos abiertas toda área de nuestra vida a Él y a sus gloriosos propósitos divinos.
Piensa en esto y encuentra tu descanso y gozo en Él.