“Cuan bienaventurado es aquél cuya transgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto!… Alegraos en el Señor y regocijaos, justos; dad voces de júbilo, todos los rectos de corazón!” , Salmos 32:1,11.
Una mañana, hace unos años, el Señor hizo algo muy singular con mi esposo y conmigo. Durante nuestro tiempo de devoción, el Señor trajo a nosotros un devocional sobre una mujer a quien los médicos recomendaron realizarse un aborto debido a altas posibilidades de malformación. La historia relataba cómo ella eligió creerle a Dios y proseguir con su embarazo. Cuando la historia se escribió, Rebeca—así se llamaba su hija—era una misionera y tenía 20 años.
Esa lectura trajo a nuestra memoria el verano del 1991, cuando todavía no conocíamos al Señor, y tuvimos que enfrentar esa misma disyuntiva. A diferencia de esta hermana que conocía la verdad, nosotros elegimos seguir el consejo de los impíos. Nos apoyamos en nuestra propia prudencia y cometimos el acto abominable de dar término a una vida de 8 semanas de gestación.
En nuestro entendimiento entenebrecido pensamos que “hicimos lo que había que hacer”. En aquél momento hicimos lo que nos aconsejaron los “expertos”; lo que era “razonable”. Desconocíamos entonces que Dios puede orquestar el regalo de un “niño especial” a una familia, y que Él es quien hace al “mudo, al sordo, al ciego, al manco y al cojo” … para Su gloria. No sabíamos que todos los hijos son una bendición de Dios; que es Él quien los da, los quita o los retiene soberanamente.
Tiempo después, cuando la revelación de Jesucristo interceptó nuestra vida, pudimos entender la magnitud de nuestro pecado. No solo había sido esto algo que nos había marcado y dolido profundamente, sino que había sido algo abominable ante los ojos de Dios, nuestro Creador, a cuya imagen todos somos creados. Pudimos volver a aquél día nefasto de nuestra historia y llorar de nuevo aquél suceso, ahora con un mayor entendimiento de lo que hicimos, y ahora recibiendo Su perdón.
Esa mañana, 18 años después, Dios llamó nuestra atención nuevamente acerca de la decisión tomada en aquel verano del 1991, esta vez bajo una nueva luz. Aunque ya habíamos recibido Su perdón, en esta ocasión Dios nos mostró lo que “pudo haber sido”.
Nos dimos cuenta que alrededor de ese mismo tiempo cuando leímos aquél escrito, nuestra REBECA (¡así la hubiéramos llamado también si era niña!) pudo haber cumplido sus 18 años. No se imaginan el dolor que de nuevo experimentamos mi esposo Fausto y yo, nos embargó de nuevo la tristeza del hueco que dejó nuestra ignorancia y nuestro pecado.
En esa ocasión Dios nos hizo sentir el dolor de la consecuencia de nuestro pecado, que muchas veces permanece con nosotros hasta que dejamos este mundo. Pero en Su bondad y amor, no bien acabamos de leer ese escrito, Él nos llevó de nuevo a este texto de Colosenses: “Y cuando estabais muertos en vuestros delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con Él, habiéndonos perdonado todos los delitos, habiendo cancelado el documento de deuda que consistía en decretos contra nosotros y que nos era adverso, y lo ha quitado de en medio, clavándolo en la cruz” (Col. 2:13-14).
Nuevamente nos recordó Su perdón y nos recordó que nuestros pecados habían sido clavados en la Cruz. Nuestras almas estaban en paz. No solo clavó nuestro pecado en la cruz y nos perdonó, sino que nos había adoptado en Su familia y nos había hecho herederos conjuntamente con Su hijo de las riquezas celestiales. ¡Sublime gracia!
Fue muy aleccionador experimentar aquella mañana en nuestras propias vidas lo que siempre aconsejamos a nuestros discípulos. Aunque Dios nos perdona y lanza nuestros pecados al fondo del mar para nunca acordarse de ellos, no es menos cierto que las consecuencias son duraderas, reales y dolorosas.
Pero en medio de ese dolor agridulce Su gracia y Su misericordia brillan cada vez más intensamente, recordándonos que vivimos en un mundo caído donde estamos sujetos a nuestras debilidades, tentaciones, dolor y lágrimas. Lo único que nos protege es conocer la verdad que nos hace libres. Su evangelio no solo nos libera de la esclavitud del pecado, sino que también nos protege de nosotros mismos y de las mentiras de Satanás.
Gracias le damos a nuestro Dios por habernos sacado de Egipto; por habernos librado del dominio de la oscuridad y trasladarnos al Reino de su Hijo Amado. Nuestro corazón se regocija porque Su amor, gracia y misericordia nunca nos ha faltado —aun a pesar de nosotros—; porque Su Palabra nos habla cada día, nos permite conocerle y verle; porque restaura, sana y conforta nuestra alma.
Él llena todo vacío. Él lo llena todo en todo. Le damos gracias porque ya son pocos los días que nos quedan en esta tierra y pronto nos reuniremos con Él, le veremos cara a cara en una tierra donde ya no habrá más llanto ni dolor, donde estaremos libres de pecado y donde podremos vivir para deleitarnos en Él eternamente. ¡Gracias, Señor!
¿Has pasado por la dolorosa experiencia de un aborto? Oro que Dios traiga sanidad a tu corazón por medio de Su Palabra y de Sus promesas y que puedas conocer Su perdón y Su misericordia, que cubre todo pecado, que te restaura y te hace blanca como la nieve.