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¿Qué te inspira a adorar a Dios?

Quizá el sermón del domingo pasado te dejó conmovido por la profundidad de tu pecado y lo glorioso de la cruz. Tal vez padecías una dolorosa enfermedad y tu oración por sanidad fue respondida. Podría ser que tu hijo, quien negó a Dios por mucho tiempo, por fin ha entendido el evangelio y abrazado a Cristo como su Salvador.

Hay tantas ocasiones, cotidianas y extraordinarias, que nos impulsan a exaltar a nuestro Dios por su belleza y su poder.

Para mí, una de esas ocasiones fue mi clase de biología celular.

Todavía recuerdo el camino a casa después de aquellas lecciones. Las figuras que representaban distintas estructuras celulares seguían impresas en mi mente horas después de haber terminado de estudiar. Sus detalles perfectamente diseñados bailaban delante de mis ojos, moviéndose de un lado al otro en un vals bioquímico diseñado para la vida.

Al peatón promedio pudo haberle sido extraño ver a esa estudiante universitaria bajando del autobús con una enorme sonrisa en el rostro, mirando al cielo en adoración al Dios de las adeninas y las timinas. Pero para mí era lo más natural del mundo. La ciencia me llevaba a adorar a mi Señor cada día.

Con más frecuencia, sin embargo, la ciencia y la fe se presentan como enemigas. Como maneras opuestas de ver la realidad. La caricatura de la ciencia mira con desprecio a la fe por su ingenuidad y falta de sentido común. La caricatura de la fe da la espalda a la ciencia por su materialismo y fijación con lo temporal.

Es hora de dejar de tomar partido en una guerra que no existe entre la ciencia y la fe. Dilucidar estos tres mitos puede ayudarte a entender por qué:

Mito #1: “La fe y la ciencia interpretan la realidad de maneras incompatibles”.

A veces parece que nos imaginamos a “la fe” y a “la ciencia” como dos imponentes personajes que hacen declaraciones definitivas sobre la realidad. Son figuras que demandan tu lealtad absoluta. Estás con ellos o contra ellos. ¿Pero de dónde surgen estos personajes? ¿Existen en realidad?

Lo que en esta conversación solemos llamar “la ciencia” es en realidad un grupo de personas que utilizan metodologías de observación y experimentación para investigar el universo material. “La fe”, en este caso, es la teología cristiana. Los teólogos son otro grupo de personas que estudian la persona y obra de Dios revelada en la Escritura. Así que “la ciencia” y “la fe” no son entidades homogéneas que se dedican a hacer declaraciones definitivas acerca del universo. Por supuesto, el objetivo de ambas es la verdad, pero el buen científico y el buen teólogo admiten que el llegar a ella puede ser complicado. El análisis de estos grupos está en constante desarrollo y el desacuerdo dentro de la comunidad científica o teológica no es poco común.

Es fácil afirmar que el único conocimiento auténtico es fruto del método científico… lo difícil es verificar la validez de esa afirmación

Ambos grupos estudian distintos aspectos de la realidad —uno el universo observable y el otro la revelación de Dios en la Escritura— y muchas veces pueden desempeñar su trabajo sin toparse el uno con el otro. A través de sus observaciones, “la ciencia” formula interpretaciones de la realidad que no tienen que ver con las áreas de estudio de “la fe” y viceversa. Sin embargo, existen ocasiones en las que sus dominios de estudio se acercan y las chispas empiezan a saltar.

Temas como el origen de la vida, la edad del universo y el funcionamiento de la mente humana son asuntos que pueden (¡y deben!) abordarse desde perspectivas teológicas y empíricas. ¿Pero qué pasa cuando estas perspectivas ofrecen interpretaciones que se encuentran en conflicto? R. C. Sproul lo resume muy bien: 

“Si una teoría de la ciencia —la revelación natural— está en conflicto con una teoría teológica, esto es lo que tengo por seguro: alguien está equivocado. No salto a la conclusión de que debe ser el científico. Puede ser el teólogo. Pero tampoco salto a la conclusión de que debe ser el teólogo. Bien podría ser el científico. Tenemos seres humanos falibles interpretando la revelación natural infalible, y seres humanos falibles interpretando la revelación especial infalible”.

Los teólogos y los científicos observan y luego interpretan. Estas interpretaciones pueden estar equivocadas. Todos tenemos puntos ciegos. Todos tenemos presuposiciones filosóficas. Por esta razón, es preciso que teólogos y científicos estén en constante comunicación para refinar sus interpretaciones.

La verdad es una. Seamos científicos o teólogos, podemos buscarla con fidelidad.

Verdad #1: Tanto el teólogo como el científico son intérpretes falibles de revelaciones infalibles de Dios. Ellos pueden y deben conversar para poner a prueba su interpretación de la verdad.

Mito #2: “Para ser un científico serio debes dejar la fe a un lado”.

Los que deciden ponerse del lado de “la ciencia” suelen afirmar que el método científico es la única manera de obtener información confiable acerca de la realidad. Si bien no podemos negar que el método científico es una herramienta poderosa —herramienta que ha resultado en que nuestro entendimiento del universo avance a saltos agigantados en unos cuantos siglos— esto no significa que lo único que podemos abrazar como cierto es aquello que fue comprobado empíricamente en un laboratorio.

Es fácil afirmar que el único conocimiento auténtico es fruto del método científico… lo difícil es verificar la validez de esa afirmación. Si decimos que el único conocimiento auténtico es fruto del método científico, ¿cómo sabemos que esa declaración representa conocimiento auténtico? ¿La ha demostrado alguien a través de la investigación científica? Por supuesto que no; por definición, las afirmaciones metafísicas como esta son inaccesibles a la ciencia empírica.

Todos (cristianos, ateos e incluso agnósticos) tenemos fe en ciertos axiomas que no son demostrables a través del método científico

La realidad es que todos (cristianos, ateos e incluso agnósticos) tenemos fe —todos creemos, al menos funcionalmente— en ciertos axiomas que no son demostrables a través del método científico.

Asumimos que el universo es real y ordenado, y que nuestros sentidos pueden percibirlo de manera relativamente confiable. Para los cristianos, que el universo tenga estas características tiene todo el sentido del mundo. Para el ateo, no hay explicación… las cosas simplemente son así. Pero el científico ateo las afirma, por fe. No puede comprobarlas en el laboratorio.

Si deseas aprender más sobre si la fe —en particular la fe cristiana— es un estorbo para la ciencia, escucha este episodio de Piensa Podcast.

Verdad #2: “Todos tenemos fe en cosas que no podemos demostrar, y hay excelentes científicos que profesan la fe cristiana”. 

Mito #3: “La ciencia surgió contra la creencia en Dios de la edad media”.

Es cierto que la revolución científica vino al final de la edad media, pero la razón no fue porque los hombres se libraron de Dios… sino porque los hombres regresaron a la Biblia. Como explica el filósofo Vishal Mangalwadi:

“El éxito de la Reforma para establecer la autoridad intelectual de la Biblia desató en la cultura popular la enseñanza de la Biblia en cuanto a Dios, la creación, el hombre, el pecado, la salvación, el conocimiento, la educación y el sacerdocio de todos los creyentes. Estas ideas bíblicas […] fueron cruciales para el nacimiento de lo que ahora llamamos la revolución científica”.1

Científicos como Newton, Galileo y Kepler vieron su trabajo como algo que glorificaba al Señor, no algo que demostraba su inexistencia

Durante la Reforma Protestante, los cristianos no solo se dieron cuenta de que ellos eran sacerdotes y podían acercarse a la Biblia por ellos mismos. También entendieron que había dos revelaciones, la especial (Escritura) y la general (Creación), y que ambas podían ser estudiadas. Esta idea de explorar la creación de Dios para la gloria de Dios fue lo que motivó al menos en parte a muchas de las grandes figuras de la revolución científica. Francis Bacon, considerado como padre del método científico, escribió:

“Porque nuestro Salvador dijo: «Erráis, ignorando las escrituras y el poder de Dios» [Mt 22.29], dejando ante nosotros dos libros que estudiar, si queremos estar a salvo del error: primero, las Escrituras, que revelan la voluntad de Dios; y luego, las cosas creadas [la ciencia natural] que expresan su poder, de las cuales, estas últimas sirven de clave para las primeras: no solo al abrir nuestro entendimiento para captar el verdadero sentido de las Escrituras mediante las nociones generales de la razón y las reglas del habla, sino principalmente al abrir nuestra creencia, al conducirnos a una adecuada meditación en la omnipotencia de Dios, que está firmada y esculpida principalmente en sus obras”.2

Resulta que la Ana universitaria, fascinada con el mundo de la biología celular, no estaba sola en su adoración al Creador. Científicos como Newton, Galileo y Kepler vieron su trabajo como algo que glorificaba al Señor, no algo que demostraba su inexistencia. No eran cristianos a pesar de su inteligencia. Ellos veían claramente la conexión entre su fe y su conocimiento científico.

Verdad #3: “La ciencia surgió para estudiar ‘el segundo libro de Dios’: la creación”.


1 El libro que dio forma al mundo, p. 249.
2 Ibid., p. 255.
Nota del editor: 

Este podcast fue publicado gracias al apoyo de una beca de la Fundación John Templeton. Las opiniones expresadas en esta publicación son de los autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de la Fundación John Templeton

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