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Me preparaba para dar una enseñanza. Recuerdo estar en mi habitación trabajando, cuando cada uno de mis tres tesoros decidió entrar: uno comenzó a jugar con mi lápiz, otro me quitó la hoja de papel para tratar de ayudarme y, cuando llegó el tercero a hacerme preguntas, exploté y saqué a los tres de mi habitación… Al regresar a mi lugar de trabajo, leí de inmediato:

Entonces, ustedes como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de tierna compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia; soportándose unos a otros y perdonándose unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como Cristo los perdonó, así también háganlo ustedes. Sobre todas estas cosas, vístanse de amor, que es el vínculo de la unidad (Col 3:12-13).

Sin lugar a dudas, mi reacción en ese momento no era conforme a lo que estaba preparando para enseñar.

Debido a nuestra naturaleza caída, este tipo de conducta es una realidad en todas nuestras relaciones. Cuando las cosas se complican, u ocurre algo diferente a lo que deseamos, nuestro pecado sale a flote en la manera en que tratamos a los demás. Nos sale natural actuar con ira, enojo, gritos, envidia o falta de perdón.

Pero la Biblia nos llama, debido a nuestra nueva identidad en Cristo, a tratarnos unos a otros con características de las que necesitamos revestirnos. En este artículo estudiaremos estos detalles, según la enseñanza de Colosenses 3:12-13.

Escogidos, santos y amados

La base y el punto de partida de la manera en la que debemos tratarnos unos a otros es lo que Dios ha hecho con nosotros. La Biblia siempre nos muestra el indicativo detrás del imperativo. Es decir, lo que Dios ha hecho primero y lo que nosotros estamos llamados a hacer en consecuencia.

Así que, en Colosenses, antes de llamarnos a vivir de cierta manera, se nos hace saber que ese comportamiento resulta de que Dios nos ha escogido, apartado y nos ama: «Entonces ustedes como escogidos de Dios, santos y amados…» (v. 12).

Dios nos amó, escogió y apartó para que ahora, en Su poder, como Cristo hizo con nosotras, así hagamos también a otros

Puedo amar porque he sido amada primero. Puedo perdonar porque he sido escogida y perdonada. Lo que Dios ha hecho por mí en Cristo es mi identidad. «Escogida, santa y amada» es lo que soy, y parte del resultado de esa identidad es una manera diferente de relacionarme con los demás.

Una nueva vestimenta

Como resultado de nuestra nueva identidad en Cristo, hay ciertas características que deben ser parte de nuestra nueva vestimenta como mujeres creyentes; es decir, que deben identificarnos en el trato con los demás:

Revístanse de tierna compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia; soportándose unos a otros y perdonándose unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como Cristo los perdonó, así también háganlo ustedes. Sobre todas estas cosas, vístanse de amor, que es el vínculo de la unidad (Col 3:12-13).

Compasión y bondad

El pasaje primero nos llama a la compasión. La compasión es la cualidad que, al ver el dolor y la necesidad, se duele y actúa a favor del otro. Jesús tuvo compasión de la multitud hambrienta y la alimentó. Tuvo compasión de la multitud que andaba como ovejas sin pastor y les enseñó (Mr 6:34). La compasión no solo siente, sino que también actúa.

Entiendo la bondad en este pasaje como amabilidad, que es la característica de tratar a los demás de manera agradable y afectuosa. La amabilidad no se ve solo en nuestras palabras, sino también en nuestro trato a los demás. Además, nuestro llamado a ser amables no debe depender de que seamos tratadas de igual manera; no es una reacción a un trato recibido de otros, sino una respuesta a la compasión de Jesús por nosotras.

Humildad y mansedumbre

La humildad es la característica que nos permite ver al otro como superior a nosotros y buscar su bienestar por encima del nuestro (Fil 2:3-4). Como creyentes reconocemos que a los pies de la cruz todos somos iguales. Por lo tanto, vestirnos de humildad implica no estar buscando como ganar los argumentos, sino estar dispuestas a reconocer nuestras faltas y no vernos mejor que a los demás. La humildad nos ayuda a reconocer quiénes somos y quién es Dios, como bien dijo John Stott:

Nada en la historia o en el universo nos hace de nuestro tamaño real como la cruz. Todos tenemos una perspectiva inflada de nosotros mismos, especialmente en nuestra autojusticia, hasta que visitamos un lugar llamado el Calvario. Es ahí, a los pies de la cruz, donde llegamos a nuestro tamaño verdadero (Citado en C. J. Mahaney, Humility [Humildad], p. 37).

También somos llamadas a actuar con mansedumbre, esa cualidad que refleja poder bajo control. La señal principal de que un creyente tiene mansedumbre es su sumisión dócil a los propósitos de Dios, a Sus planes para su vida. Ser mansos permite que podamos encontrar descanso en medio de cualquier situación, porque depositamos nuestra total confianza en Su autoridad y bondad.

La mansedumbre y la humildad nos permiten tener una fortaleza sometida a los propósitos de Dios; una fortaleza que está dispuesta a inclinarse y lavar los pies de los demás.

Paciencia y perdón

La paciencia es una cualidad difícil de practicar, pero muy necesaria. Necesitamos paciencia cuando nuestra amiga llega tarde otra vez, cuando los hijos no actúan de la manera en la que hemos esperado, cuando nuestro compañero de trabajo no entregó su parte del proyecto como debió hacerlo. Tener paciencia en nuestras relaciones requiere humildad, pues necesitamos reconocer a diario que Dios es paciente con nosotras y que otros también son pacientes con nosotras porque fallamos.

Además de vestirnos de paciencia, somos llamadas a perdonarnos unos a otros. Debemos tener un corazón dispuesto a perdonar porque hemos sido perdonadas primero por Cristo.

Debemos tener un corazón dispuesto a perdonar porque hemos sido perdonadas primero por Cristo

El perdón debe traer reconciliación, en el sentido de poder mirar al ofensor sin rencor. Pero la reconciliación no siempre implica cercanía: puede que la herida de una ofensa amerite cierta distancia física y emocional. El perdón no siempre elimina las consecuencias. Perdonar no significa que no importa el pecado, significa que dejamos en las manos de Dios el pago por el pecado que se ha cometido en nuestra contra. Perdonar no significa que no recurriremos a las autoridades penales, sino que, aun cuando lo hagamos, sabemos que el Juez supremo es nuestro Dios.

Sobre todo vestidos de amor

Finalmente, en nuestro trato unos con otros nos vestimos de amor, que es el vínculo que nos mantiene unidos. Ese amor que todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1 Co 13:7). Ese amor que es amable, misericordioso y paciente. Con ese amor hemos sido amadas primero por Jesús, quien nos amó hasta el fin (Jn 13:1).

Como Cristo

La realidad de seguir luchando con una naturaleza caída hace que, como me pasó con mis hijos, no siempre obremos revestidas de estas características: en lugar de ofrecer perdón, tenemos resentimiento; en vez de ser amables, reaccionamos con ira; en lugar de tener compasión, ignoramos la necesidad. Pero gracias a Dios por Jesucristo, en quien encontramos perdón, cuando vamos a Él en arrepentimiento. Gracias a Dios por Su Espíritu, quien intercede en nuestro favor y nos capacita para vivir como es digno de Él.

Dios nos amó, escogió y apartó para que ahora, en Su poder, como Cristo hizo con nosotras, así hagamos también a otros.

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