Esta entrada pertenece a una serie de artículos mensuales sobre la espiritualidad bíblica y las disciplinas espirituales
Mi primera experiencia con las disciplinas espirituales, aquellas prácticas y hábitos que promueven el crecimiento y la santidad progresiva en la vida del creyente, fue muy negativa.
Hace muchos años, cuando era adolescente, asistí a una reunión masiva de un reconocido predicador que se especializaba en hablar a los jóvenes.
Recuerdo que la predicación fue larga, pero emotiva y entretenida. El predicador afirmaba que, si uno realmente amaba a Cristo, debía leer la Biblia por lo menos media hora por día y orar por lo menos otra media hora más. Concluyó con el desafío de pasar adelante al altar si no estábamos leyendo nuestras Biblias y orando como debíamos.
Ahora me pregunto: ¿qué opción te deja en realidad un llamado así si eres adolescente? Quedarte en tu silla equivalía a decir una de dos cosas: “Ya soy una persona muy espiritual y no me hace falta”, o “no soy una persona espiritual y sinceramente no me importa en lo más mínimo”. Así que, obviamente, todos los jóvenes pasamos al frente.
Crónica de un fracaso
Me dolía reconocer que pasaba muy poco tiempo en oración y leyendo la Biblia. Entonces, entre lágrimas, me comprometí a ser un creyente más espiritual y disciplinado. Tomé la decisión de levantarme una hora más temprano todos los días para leer la Biblia y orar.
Me fue bien por un tiempo pero, luego de unas dos semanas, olvidé el compromiso. Cuando me di cuenta, pensé: “No hay problema, voy a comenzar de nuevo”. Entonces mi racha duró una semana más, y olvidé el asunto de nuevo.
Entonces volví a esforzarme, pero se me hacía cada vez más difícil. La lectura me aburría, me daba ganas de dormir, y en mis oraciones no lograba concentrar mi mente. Se hacía cada vez más arduo y se me olvidaba cada vez más seguido. Parecía que, en vez de avanzar espiritualmente, yo iba en reversa.
Entonces tiré la toalla. Le expresé mi frustración a Dios y le dije que no iba a intentar a orar y leer de nuevo la Biblia hasta que tuviese ganas de hacerlo. Y así fue. Por varios meses no toqué la Biblia excepto para llevarla a la iglesia.
No dudé de mi fe, y no buscaba rebelarme contra Dios. Todavía estaba seguro de ser su hijo, pero sentía mucha frustración con mi vida espiritual en general.
Nuestra voluntad no es suficiente para esto
Luego de mucho tiempo, recuerdo haber tenido una duda sobre algún detalle bíblico. Busqué la Biblia, y casi por accidente terminé leyendo un libro completo de ella. Creo que fue una de las epístolas más cortas. Cuando terminé, me di cuenta de que nunca antes había leído un libro de la Biblia completo sin parar. Lo que es más, ¡lo había disfrutado!
No puedo decir que a partir de ese momento mi vida espiritual mejoró notablemente, o que aprendí a practicar correctamente las disciplinas espirituales. Lo que sé es que empecé a aprender una verdad clave: la voluntad propia no es suficiente para mantener una vida espiritual disciplinada y fructífera.
Mi problema de adolescente fue no asociar la práctica de las disciplinas espirituales con un entendimiento más amplio de lo que enseña la Biblia sobre la vida espiritual.
La genuina espiritualidad empieza por la unión con Cristo. El proceso empieza con un encuentro iniciado por Dios que transforma radicalmente nuestra vida.
La espiritualidad bíblica es la experiencia de la gracia de Dios. Esto distingue a la espiritualidad bíblica de todas las otras formas de espiritualidad que existen. Por lo tanto, como vimos en el artículo anterior, ella presenta contornos muy distintos a las diversas formas de misticismo provenientes de fuentes como el neoplatonismo, las religiones orientales como el hinduismo o el budismo, e incluso de católicos como Teresa de Ávila.
En tales versiones de la espiritualidad, el peso de la responsabilidad recae sobre nosotros. Nosotros somos responsables de lograr un nivel avanzado de intuición espiritual por medio de técnicas esotéricas o las privaciones del ascetismo. La Biblia, sin embargo, nos enseña que todo comienza con Dios llegando a nosotros.
Para el misticismo, la meta de toda espiritualidad (la experiencia de Dios) es el fin de un arduo proceso que podemos describir en tres pasos:
- El esfuerzo ascético para remover impurezas y distracciones mundanas
- La iluminación que revela realidades espirituales a veces incomunicables
- La unión con Dios
Pero la Biblia invierte el orden. El punto final del proceso del misticismo es en realidad donde comienza la vida espiritual bíblica:
- La unión con Cristo por medio de la obra regeneradora del Espíritu Santo
- La iluminación de las verdades bíblicas por el Espíritu Santo
- El crecimiento en santificación
La genuina espiritualidad empieza por la unión con Cristo. El proceso empieza con un encuentro iniciado por Dios que transforma radicalmente nuestra vida. Nuestra voluntad sola no es suficiente para esto. Esto solo puede ser producto de la gracia.
Con esto en mente, me gustaría hablar sobre las etapas de la vida espiritual del creyente, lo que necesitamos saber sobre el crecimiento en santificación, y cómo este tema se relaciona con las disciplinas espirituales.
Las etapas de la vida espiritual
La vida de todo creyente pasa por tres etapas espirituales. En la primera, estamos muertos espiritualmente (Ef. 2:1). Poseemos la libertad de escoger diversas opciones de acción, pero no tenemos la capacidad de agradar a Dios en ninguna de ellas (Ro. 8:7). Somos rebeldes en contra de nuestro Creador y ajenos de sus bendiciones. O sea, somos como zombies, con libertad de movimiento, pero impulsados por deseos adictivos que nos esclavizan (Jn. 8:34).
La segunda etapa es la de la santificación, o la santificación progresiva, como se ha llamado en la teología reformada.[1] Somos libres para obedecer a Dios, pero encontramos que no nos hemos librado del todo del viejo zombie, lo que la Biblia llama “la carne” (Ro. 7:14s). Nos persigue. Se asoma por la ventana de nuestros corazones. Cada día tenemos una guerra para matar las obras de la carne (Ro. 8:13).
Gracias a Dios, ya no hay condenación para los creyentes porque estamos en Cristo (Ro 8:1). La victoria es posible porque tenemos la ayuda indispensable del Espíritu, por quien clamamos: “¡Abba, Padre!” (Ro. 8:15). Cultivar las disciplinas espirituales es muy importante en esta etapa de la vida espiritual.
La fe no es el motor de la salvación sino la gracia divina. La fe es simplemente la réplica producida en nosotros por la gracia soberana de Dios.
La tercera etapa es la muy anhelada glorificación cuando, al ver cara a cara a nuestro Señor, seremos perfeccionados y la desgastante lucha contra la carne llegará a su final victorioso (1 Jn. 3:2). Pero ahora vivimos en un estado permanente de guerra, aunque no nos guste. Y no peleamos solos. El Catecismo menor de Westminster nos da una buena definición de este proceso:
“¿Qué es la santificación? Es aquella obra de la libre gracia de Dios por la cual somos completamente restablecidos a la imagen de Dios, y puestos en capacidad de morir más y más al pecado y de vivir en piedad” (Pregunta 35).
Veamos a continuación varios aspectos de la lucha por la santidad que nos servirán para evitar algunos modelos falsos y dañinos. También nos ayudarán a ubicar en su contexto apropiado el uso de las disciplinas espirituales.
Nuestra santificación es progresiva
Para empezar, nuestra santificación es progresiva. Esto significa que la lucha en contra del pecado y el zombie de nuestra vieja naturaleza se mantiene hasta que se cierran las cortinas de esta vida terrenal. A veces la lucha es cruel y nos sentimos desanimados porque parece que no avanzamos; a veces caemos y debemos luchar para ponernos de pie de nuevo. A veces la lucha es tan feroz que podemos dudar de nuestra salvación.
Personalmente, encuentro que en realidad esta lucha y las dudas que a veces tenemos son propias justamente de un hijo de Dios (Ro. 7:14-25). La persona no regenerada no siente el peso de la lucha y no se preocupa por su condición espiritual.
También he encontrado que el Señor tiende a trabaja en nosotros tomando un tema a la vez. A lo mejor comienza con cosas evidentes, como nuestra tendencia hacia el orgullo o la ira, o adicciones puntuales que arrastramos de nuestra esclavitud antes de conocer a Cristo. Las raíces del pecado son profundas y, cuando hemos arrancado algunas, encontramos otras que todavía rodean nuestros corazones buscando estrangular nuestra vida espiritual.
Quisiéramos llegar a un estado de santificación total, pero eso no es posible en esta vida. Sin embargo, sí podemos experimentar un estado de santidad sustancial. O sea, sin poder decir que hemos llegado la perfección, podemos conocer la madurez. No obstante, aun en la madurez, lamentablemente descubrimos nuevas profundidades de los efectos del pecado en nosotros y empezamos a anhelar con todo el corazón nuestra liberación definitiva.
Nuestra santificación es sinérgica
El segundo aspecto que debemos entender de la santificación es que es sinérgica. ¿Qué significa esto? “Sinérgica” significa que hay dos “energías” en operación. La regeneración en sí es monérgica. O sea, en la regeneración, uno solo obra: Dios. Él nos busca y nos regenera. Nacemos nuevamente por voluntad de Dios y no de hombre (Juan 1:13). Dios, por su soberana gracia, nos imparte nueva vida y la capacidad de entender y responder por fe. La fe no es el motor de la salvación sino la gracia divina. La fe es simplemente la réplica producida en nosotros por la gracia soberana de Dios.
Nuestra santificación depende de una de las realidades más gloriosas que describe la Biblia: nosotros estamos unidos a Cristo.
Habiéndonos salvado, Dios también nos santifica. Pero este proceso santificador no es monérgico, sino sinérgico. O sea, en la santificación, Dios obra y nosotros también obramos. Por eso hay tantos imperativos en el Nuevo Testamento para nosotros. No son expresiones simplemente retóricas. Dios nos llama a la obediencia activa.
Es misterioso, pero Dios, sin ceder su absoluta soberanía, nos libera para obedecerle por nuestra propia voluntad. En otras palabras, Él produce en nosotros tanto el querer como el hacer (Fil. 2:13). Por lo tanto, somos llamados a ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor (Fil. 2:12).
Podemos ilustrar este proceso con el ejemplo de un paciente que se recupera de una grave enfermedad. Tan grave ha sido su enfermedad, que ha perdido el uso de sus miembros, pero un médico lo cura. A pesar de haber eliminado la enfermedad original, la recuperación de la movilidad requiere un largo y arduo proceso de terapia.
Esta terapia depende del médico, pero también requiere la participación del paciente. El paciente se apoya en el conocimiento y hasta la fuerza física del médico para pararse y tomar sus primeros pasos. Pero el esfuerzo es también del paciente. El proceso es doloroso y a veces desanima al paciente, pero el médico le asegura que bajo su cuidado volverá a caminar. Con el paso del tiempo, el paciente recupera la movilidad y la libertad de acción. Quedan secuelas del daño causado por la enfermedad, y a veces el paciente tropieza, pero con la ayuda constante logra la libertad de movimiento.
Por supuesto, este ejemplo del médico no es perfecto. Como toda analogía que intenta representar verdades espirituales, no cubre todos los aspectos en todas sus dimensiones. Esta ilustración útil no representa por completo la verdadera relación entre nosotros y Dios, y de eso se trata el siguiente aspecto de la santificación que veremos.
Nuestra santificación depende de nuestra unión con Cristo
Cuando tomamos a Cristo por la fe, encontramos que previamente Cristo nos ha tomado a nosotros por medio de su Espíritu.
Nuestra santificación depende de una de las realidades más gloriosas que describe la Biblia: nosotros estamos unidos a Cristo. De forma maravillosa, “aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo” (Ef. 2:5). Ahora estamos “en Cristo Jesús, el cual se hizo para nosotros sabiduría de Dios, y justificación, y santificación, y redención” (1 Co. 1:30, LBLA).
Cuando tomamos a Cristo por la fe, encontramos que previamente Cristo nos ha tomado a nosotros por medio de su Espíritu. Dios establece con nosotros una relación tan íntima que supera la relación que existía entre Dios y Adán en su inocencia. Dios se paseaba con Adán en el huerto, pero con nosotros ha enviado el Espíritu a nuestros corazones por el cual clamamos: “¡Abba, Padre!” (Ro. 8:15). Por eso el puritano John Flavel dijo que la relación entre Cristo y el alma que cree es más íntima que la relación entre esposos, o incluso entre el alma y la persona misma.[2]
Por medio de la unión con Cristo nos gozamos de los beneficios de la santidad de Jesús atribuida a nuestra cuenta. ¡Ya no hay condenación para los que están en Cristo! (Ro. 8:1). Además, tenemos la influencia poderosa del Espíritu Santo para fortalecernos en la lucha contra el viejo hombre. Esto es clave para la victoria. Pablo nos insta a que, por el Espíritu Santo, mortifiquemos la carne (Ro. 8:13). Nuestra misión diaria es la de asesinar nuevamente al zombie hediondo. Nuestra propia vida depende de esto.
En la noche anterior a su muerte, Jesús le enseñó a sus discípulos sobre la Trinidad. Esta enseñanza no fue una disertación abstracta de teología, sino una maravillosa promesa de que mandaría Espíritu a consolarnos. Si el Espíritu venía —como no podía ser de otra forma, dada la naturaleza Trinitaria de Dios—, Él y su Padre también vendrían a morar con nosotros (Jn. 14:23). El eterno Dios, que existe en una eterna comunión de amor, un Dios en tres personas, nos incluye ahora en comunión con Él. Aquí encontramos todos los recursos necesarios para ganar la lucha por la santidad.
Nuestra santificación es comunitaria
Si entendemos el proceso de la santificación a la luz de la comunión con el Dios trinitario, quizá no debería sorprendernos que el éxito en la lucha también depende de si se libra o no en el contexto comunitario de la iglesia local.
Los primeros monjes creyeron que su lucha en contra de la tentación se iba a fortalecer si se aislaban de otras personas y se alejaban de la civilización. El problema con esta ilusión es que la fuente de la tentación reside en cada uno. Cuando los monjes cenobíticos, como los dominicanos, hicieron las reglas de su comunidad, lograron recuperar en parte (solo en parte) la dinámica comunitaria de la iglesia primitiva. Entendieron, por lo menos, que la búsqueda de la santidad no puede hacerse de forma solitaria.
Las disciplinas espirituales se deben practicar en el contexto de la congregación y no solo como un ejercicio solitario.
La iglesia en su comunidad de amor refleja, aunque imperfectamente, la vida trinitaria de Dios. Es aquí donde somos pulidos: en el roce diario con otros seguidores imperfectos de Jesús, en el esfuerzo por amarnos como Cristo nos amó, en la confesión mutua de nuestros pecados, en la medida en que nos enseñamos y corregimos con la Palabra, y juntos buscamos en oración el favor de nuestro Padre.
Por lo tanto, veremos que las disciplinas espirituales se deben practicar en el contexto de la congregación y no solo como un ejercicio solitario. La razón por la que autor de Hebreos insiste en no faltar a las reuniones de la iglesia no es simplemente porque se preocupa por el promedio de asistencia, sino porque tenemos la misión comunitaria de exhortarnos mutuamente, “y mucho más al ver que el día se acerca” (He. 10:25).
Nuestra santificación se beneficia del uso de medios
Con esto llegamos a la consideración de la práctica de las disciplinas espirituales. Necesitamos hacer nuestras estas disciplinas para crecer a imagen de Cristo. Uno de los mayores exponentes de las prácticas de las disciplinas, Donald Whitney, las define así:
“Las disciplinas espirituales son aquellas prácticas que se encuentran en las Escrituras que promueven el crecimiento espiritual entre los que creen en el evangelio de Jesucristo. Son los hábitos de devoción y cristianismo… que el pueblo de Dios ha practicado desde los tiempos bíblicos”.[3]
En la historia de la iglesia, hay dos importantes fuentes de pensamiento sobre el uso de ellas: el monaquismo, y el puritanismo. Como evangélicos, podemos ser bastante sospechosos de la tradición monaquista. No todo lo que nos llega de esta tradición se debe desechar, pero el paradigma más seguro es el de los puritanos, quienes desarrollaron una teología del uso de lo que denominaban “medios de gracia”, que nos sirve para encuadrar nuestros pensamientos y práctica.
En la lucha por la santificación, el uso de los medios de gracia —las disciplinas—, es una de nuestras armas más efectivas. El Catecismo mayor de Westminster define estos medios así:
“Pregunta 54: ¿Cuáles son los medios externos por los que Cristo nos comunica los beneficios de su mediación?
Respuesta: Los medios externos y ordinarios por los que Cristo comunica a su iglesia los beneficios de su mediación, son todas sus ordenanzas; especialmente la palabra, los sacramentos y la oración; todos los cuales son eficaces para la salvación de los elegidos”.
Como vemos, las disciplinas espirituales y los medios de gracia son esencialmente lo mismo, y los necesitamos.
Una invitación a la comunión con Dios
Hay distintas listas de disciplinas. Por ejemplo, Whitney divide las disciplinas en dos categorías: disciplinas personales y corporativas. En las disciplinas personales incluye la lectura, meditación, y memorización de las Escrituras; la oración privada, la adoración privada, el ayuno, el estudio, y la composición de un diario espiritual. Entre las disciplinas corporativas incluye la adoración congregacional (alabanza, predicación, ofrenda), la oración corporativa, la cena del Señor, y la comunión con los hermanos.
Los puritanos entendieron correctamente que las disciplinas espirituales son una invitación a la comunión con el Señor.
Para algunos puritanos, los medios de gracia eran solo dos: la palabra y los sacramentos. Otros incluían la oración y algunos más, como la comunión de la iglesia. Más allá del número exacto de medios de gracia, la Palabra de Dios siempre ocupaba el lugar central.
“El Espíritu de Dios hace que la lectura, y aún más especialmente la predicación de la palabra, sean medios eficaces de convencer y de convertir a los pecadores, y de edificarles en santidad y consuelo por la fe, hasta la salvación” (Catecismo menor de Westminster, pregunta 89).
En futuros artículos examinaremos la mayoría de estas disciplinas en base a la perspectiva puritana. Para los puritanos, los medios de gracia eran justamente lo que el término sugiere: canales de gracia divina, fuentes a las que podemos recurrir para refrescarnos espiritualmente. No son una forma de acumular puntos ante Dios. No producen ningún mérito, pero sí dan crecimiento. Son como los delicados pastos y aguas cristalinas donde nuestro Pastor nos invita a descansar y recobrar fuerzas para la larga lucha por la santidad.
El puritano Thomas Goodwin (1600-1680) preguntaba si sus lectores “valoraban la Palabra leída o escuchada como una carta recibida del amigo más querido”.[4] Basado en Apocalipsis 3:20, él llamó a las personas a participar en las ordenanzas bíblicas. En ese pasaje Jesús dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo”.
Ese es un ejemplo de cómo los puritanos entendieron correctamente que las disciplinas espirituales son una invitación a la comunión con el Señor. En la lectura de la Palabra, en la oración, en las ordenanzas, y en la comunión con los hermanos, nos encontramos con nuestro Dios. No son deberes por cumplir. Son los pasillos de gracia que nos conducen al salón donde sobre su trono nos espera el Señor (He. 4:16).
[1] Los teólogos también hablan de la santificación definitiva: en Cristo, somos santos y separados para los propósitos de Dios. Vale también señalar que entre la muerte espiritual y la etapa de la santificación viene la salvación que podemos considerar como la transición crucial entre esas etapas prolongadas.
[2] Stephen J. Yuille, “The Inner Sanctum of Puritan Piety”, 26.
[3] Donald Whitney, Disciplinas espirituales para la vida cristiana, 5.
[4] Thomas Goodwin, Works 6:143.