¿Qué le diría a mi yo más joven sobre la crianza?
Recibir la invitación a escribir sobre esta pregunta es como que te ofrezcan un tratamiento dental gratuito. Aunque se agradece el gesto, implica taladros y, a menudo, algo de dolor. Sin embargo, incluso mientras oía el taladro encendiéndose, vinieron a mi mente varios temas que vale la pena compartir.
1. La crianza no mostrará principalmente tus fortalezas, sino tus debilidades.
Muchos padres ven la crianza como una plataforma para exhibir su fidelidad y sabiduría, incluso como una confirmación divina de sus decisiones como padres. Eso fue, sin duda, lo que imaginé al embarcarme en esta tarea. Pensaba que la crianza, como concepto, estaba atravesando una mala racha y que necesitaba sangre nueva: una determinación innovadora por parte de la siguiente generación. En mi mente, la crianza era una oportunidad de oro para demostrar mis fortalezas.
O eso creía.
Oh, cuán engañado estaba yo. La crianza expuso cada debilidad espiritual en mi alma, en mi matrimonio y en mi familia; incluso generó algunas nuevas. Me familiarizó con la desesperación, me puso cara a cara con el temor y me llevó a atravesar incontables noches oscuras del alma.
La crianza no exhibió mis fortalezas; puso al descubierto mis limitaciones
No entendía que la «aparente» falta de progreso de un hijo es precisamente el lugar donde los padres realmente se encuentran con Dios. Oramos: «¡Dios, arréglalos!». Dios susurra: «Sí, Dave, están en mi lista. Pero primero hablemos de ti». La crianza no exhibió mis fortalezas; puso al descubierto mis limitaciones. Mostró las muchas áreas en las que confiaba en mí mismo y en mi liderazgo, en lugar de confiar en Dios. Al final, me derribó y evidenció mi autosuficiencia. Pero esa debilidad me llevó a Jesús, y en mi desesperación pude ver que Él tenía planes para mis hijos y poder para mí (2 Co 12:9).
Padres, consideren esto: la debilidad es tan valiosa para Dios que Él toma las experiencias más elevadas de esta vida —aquellas que nos llenan de gozo (2 Co 12:7), como el matrimonio y la crianza— y las usa para forjar en nosotros la clase de debilidad que da lugar a Su poder.
2. Tu mayor batalla será la lucha por tu propia fe
A medida que tus hijos crecen, sus preferencias cambian, sus estilos evolucionan y sus inclinaciones pueden invertirse. Parte de madurar consiste en definir lo que no te gusta o en lo que no crees, para así avanzar hacia lo que sí abrazas. Es un proceso natural y bueno, pero a veces me resultaba desconcertante como papá.
Cuando alguno de mis hijos desarrollaba una convicción, sentía que se ponía en tela de juicio mi labor como padre. No siempre me resultaba fácil saber cuál debía ser mi postura. Esa incertidumbre generaba en mí una presión inesperada, y esa presión, inevitablemente, terminaba rebotando sobre mis hijos.
Mi problema no eran mis hijos, sino mi fe. La incredulidad centra nuestra fe en los lugares equivocados, la mueve de la gracia de Dios hacia nuestra propia actividad. Escudriñamos a nuestros hijos como con rayos X, buscando hasta el más mínimo indicio de cambio positivo. Nos angustiamos por cada decisión dudosa en lugar de confiar con oración en las promesas de Dios. Eso nos convierte en personas centradas en las circunstancias, en lugar de centradas en Dios. Cuando nos encontramos atrapados ahí, el ejemplo de Abraham puede ayudarnos.
La incredulidad centra nuestra fe en los lugares equivocados, la mueve de la gracia de Dios hacia nuestra propia actividad
Mientras esperaba el nacimiento de Isaac, Abraham «se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, estando plenamente convencido de que lo que Dios había prometido, poderoso era también para cumplirlo» (Ro 4:20-21). Durante años, este pasaje me cautivó profundamente. Abraham le creyó a Dios mucho antes de que sus circunstancias cambiaran. Había cultivado el hábito de dar gloria a Dios, incluso cuando la situación en torno a la crianza parecía estéril.
Charles Spurgeon dijo una vez: «Es una fe heroica la que cree en Cristo frente a mil contradicciones». A veces me he preguntado si tenía en mente la crianza de los hijos. La fe es indispensable cuando el crecimiento de nuestros hijos es lento o incluso imperceptible. La fe sigue sembrando cuando el huerto del alma parece completamente estéril.
Abraham se fortaleció en fe porque «dio gloria a Dios». Su fe no dependía de las circunstancias; descansaba en las promesas de Dios. Durante veinticinco años sus circunstancias no cambiaron, pero en algún rincón oculto de esa prueba, su fe sí cambió.
3. Disfrutar a tus hijos moldea como perciben tu crianza tanto como cualquier cosa que digas
Esto no me resultaba evidente al principio. Asumía que teníamos cubiertas la mayoría de las áreas importantes de responsabilidad, pero no siempre estábamos disfrutando el trayecto. Nunca olvidaré el nudo en el estómago que sentí cuando uno de mis hijos se mostró sorprendido al oírme decir que realmente me encantaba pasar tiempo con él. Mi disfrute no siempre coincidía con su experiencia. No fue un buen momento para papá.
Deléitate en tus hijos como lo hizo el Padre cuando dijo: «Este es Mi Hijo amado, en quien me he complacido»
Desde entonces, cada vez que tengo la oportunidad de animar a un pastor más joven a amar bien a sus hijos, suelo decirle que organice su tiempo, su vida y hasta sus vacaciones de manera que sus hijos crezcan pensando: Papá siempre disfrutó estar conmigo. Deléitate en tus hijos como lo hizo el Padre cuando dijo: «Este es Mi Hijo amado, en quien me he complacido» (Mt 3:17).
4. Algunos cristianos examinan con dolorosa severidad las decisiones de los padres y sus hijos
En Juan 9, Jesús pasó junto a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: «Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego?» (Jn 9:1-2). Los seguidores de Jesús interpretaron el sufrimiento de ese hijo ciego con el mismo filtro que a menudo usamos para evaluar a los hijos incrédulos, rebeldes o descarriados dentro de la iglesia. Pensamos que esos hijos evidencian una debilidad en los padres.
Llevado al extremo, esto se convierte en una forma de determinismo evangélico: una creencia que deja a Dios fuera del panorama y asume que el comportamiento y el futuro espiritual de los hijos dependen exclusivamente del liderazgo fiel de los padres. Si un adolescente está luchando, concluimos que los padres simplemente están cosechando lo que sembraron.
La otra cara de la moneda es igual de peligrosa: asumir que, si a nuestros hijos les va bien, es por nuestra extraordinaria labor como padres. Gracias a Dios por la respuesta de Cristo a la pregunta de los discípulos sobre quién tenía la culpa: «Ni este pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él» (Jn 9:3).
Los cristianos podemos ser especialmente vulnerables a este tipo de pensamiento. Desearía haberlo comprendido cuando era un padre joven. Me habría ayudado a tener expectativas más sensatas respecto a la iglesia y también a servir con mayor compasión, intercesión y paciencia a los padres que cargan con culpa. Reconocer esa necesidad me habría permitido entender que una cultura centrada en el evangelio no se obsesiona con descubrir pecados ocultos o descifrar códigos secretos, sino que permanece en fe, anticipando la obra interior de Cristo detrás de las condiciones externas más visibles.
Lo que todos los padres necesitan escuchar
Una vez, un hombre me habló de un evento para padres titulado «Sin remordimientos». Supuse que era un evento organizado por padres de recién nacidos. Al fin y al cabo, el padre que no tiene remordimientos probablemente necesita reflexionar un poco más. Si no tienes remordimientos en la crianza, solo pregúntale a tus hijos.
Debido a que nuestro glorioso Sustituto murió y resucitó, ahora nuestro ‘Sin remordimientos’ es reescrito por ‘Sin registro’
Pero el evangelio llega precisamente a ese lugar: un espacio marcado por fallas y acusaciones. Jesús escoge como Sus instrumentos a quienes son perseguidos por el remordimiento y por medio de ellos muestra Su gloria. Pedro negó a Cristo tres veces y huyó de Él en el momento de mayor necesidad del Salvador. Es difícil imaginar, incluso después del perdón y del llamado (Jn 21:15-19), que Pedro no haya recorrido el camino del remordimiento como discípulo y como amigo. Si vamos a comprender el evangelio, debemos vernos reflejados en el fracaso de Pedro. Los padres que no cometen errores no necesitan las buenas noticias. Como dijo Jesús: «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mr 2:17).
Debemos asumir nuestros remordimientos. Pero también necesitamos ver que Cristo nos ofrece algo mucho mejor que simplemente escapar de ellos. En la cruz, Dios nos recuerda que nuestros tropiezos nunca son tan grandes como para interrumpir Su plan para nuestras vidas. Para Pedro, y para todos nosotros, hay esperanza más allá del remordimiento. Debido a que nuestro glorioso Sustituto murió y resucitó, ahora nuestro «Sin remordimientos» es reescrito por «Sin registro».
¿Ves cómo esto puede cambiar la manera en que pensamos sobre nuestras familias? Podemos vivir y liderar con esperanza hoy, no porque siempre lo hagamos todo bien, sino porque seguimos a un Salvador que sí lo hizo. Desde esa base de seguridad, podemos reconocer nuestros fracasos, nuestros remordimientos y nuestras debilidades. Desde esa postura humilde, podemos alzar la mirada hacia esta verdad: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12:9-10).