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Las circunstancias de la vida a veces nos ponen de rodillas, y le pedimos a Dios que haga lo que no podemos. La mayoría de las veces oramos por cosas buenas: sanación para un ser querido, libertad de patrones de pecado, un trabajo, un cónyuge, un hijo, salvación. Sin embargo, a veces, nuestros buenos deseos siguen sin cumplirse. Hace años observé cómo el cáncer tomaba la vida de una amiga querida, a pesar de que ayunábamos, orábamos, y le rogábamos a Dios por su vida. He orado por salvación que nunca llegó, vientres que nunca se abrieron, y esposos que nunca aparecieron. He orado para que regresen hijos pródigos, pero aún permanecen lejos de casa.

A veces, la respuesta de Dios a nuestros gritos desesperados es no.

¿Por qué, Dios?

Es posible que nunca entendamos de este lado de la eternidad las razones por las que Dios responde no cuando anhelamos desesperadamente un . A veces no puedo comprender cómo sus promesas se alinean con las circunstancias que mis seres queridos y yo enfrentamos. He venido a aprender que el problema es mi entendimiento limitado, no la verdad de las promesas de Dios. El teólogo J. I. Packer ofrece las siguientes ideas:

“Tal vez quiera fortalecernos en paciencia, buen humor, compasión, humildad, o mansedumbre. […] Tal vez quiera enseñarnos nuevas lecciones sobre abnegación y sobre dejar de confiar en nosotros mismos. Tal vez quiera quitarnos la complacencia o las formas no detectadas de orgullo y presunción.  Quizá su propósito es simplemente acercarnos más a sí mismo, […] o tal vez Dios nos está preparando para las formas de servicio de las que en la actualidad no tenemos ningún indicio”.

He visto cómo el Señor me ha enseñado estas mismas lecciones al no darme las cosas que tanto deseaba. Y sin embargo, cuando se da un nuevo “no”, tropiezo en la oscuridad de mi entendimiento, preguntándome de nuevo qué está haciendo el Señor y por qué retiene el que creo que necesito tan desesperadamente. Es tentador creer la mentira de que un de Dios confirma su bendición, mientras que un no es una forma de castigo o desaprobación celestial. O tal vez nos preguntamos: ¿Oye Dios nuestros gritos desesperados?

¿Me escuchas?

La semana pasada, en el estudio bíblico, leímos este verso de Hebreos: “Cristo, en los días de su carne, habiendo ofrecido oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas al que Lo podía librar de la muerte, fue oído a causa de Su temor reverente” (He. 5:7).

Hice una pausa y realmente consideré este versículo tal vez por primera vez. Jesús, siempre perfecto, siempre justo, ofreció oraciones y súplicas. Gritó con lágrimas. ¡Fue escuchado!

¿Y la respuesta que le dieron? No.

No parece tener sentido. Dios escuchó los llantos y las lágrimas de Jesús. Escuchó a su amado, perfectamente obediente Hijo. Sin embargo, Jesús todavía sufrió y murió. No fue rescatado de la cruz. Y Dios no siempre nos rescata de las pruebas que enfrentamos.

Cuando Dios dice que no, a menudo nos preguntamos si tenemos una mala conexión: “¿Puedes escucharme? ¿Puedes escucharme ahora?”. Este pasaje nos recuerda que Dios escucha nuestras oraciones. En Cristo, somos escuchados porque compartimos su justicia. Dios no está sordo a nuestros gritos, súplicas, y anhelos. Pero, a veces, por razones que quizá no entendamos, su buen propósito es decir no.

¿Te importa?

El libro de Hebreos no solo nos recuerda que Dios nos escucha. También nos recuerda que tenemos un Salvador que se preocupa: “Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna” (He. 4:15-16).

El sufrimiento era una perspectiva dolorosa para Jesús. No fue más fácil para Él que para ti o para mí. Lucas nos dice que Jesús oró: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa” (Lc. 22:42). Ofreció fuertes gritos y lágrimas junto con sus oraciones y súplicas: “Y estando en agonía, oraba con mucho fervor; y Su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra” (Lc.  22:44).

El «no» de Dios a nuestras oraciones es siempre un «sí» a sus propósitos providenciales.

Jesús escuchó la dolorosa respuesta de Dios: “No”. Su experiencia no lo endurece a nuestro dolor, como cuando alguien se compara diciendo: “La he tenido mucho peor que tú”; más bien, lo ayuda a entrar en nuestro dolor. Su humildad le permite entender nuestra humanidad. Podemos gritarle con lágrimas, sabiendo que nos recibe con simpatía y amor.

Un mejor sí

Dios nos está formando en algo mucho más grande de lo que podemos imaginar. Nos contentamos con una vida fácil. Él quiere hacernos santos, que brillemos como estrellas en el universo (Fil. 2:15). Incluso cuando me resisto a su proceso, puedo confiar y creer que sus propósitos son para mi bien. C. S. Lewis abre las puertas a nuestra imaginación con este recordatorio:

“Imagínate a ti mismo como una casa viviente. Dios entra para reconstruir esa casa. Al principio, quizás, puedas entender lo que está haciendo. Está arreglando los desagües y deteniendo las fugas en el techo, y así sucesivamente: sabías que esos trabajos debían realizarse y, por lo tanto, no te sorprendes. Pero en este momento comienza a golpear la casa de una manera que duele abominablemente y no parece tener sentido. ¿Qué se supone que está haciendo? La explicación es que Él está construyendo una casa muy diferente a la que tú pensaste: tirar un ala nueva aquí, poner un piso adicional allí, correr torres, hacer patios. Pensaste que te convertirían en una casita decente, pero Él está construyendo un palacio. Él tiene la intención de venir y vivir en él”.

El “no” de Dios a nuestras oraciones es siempre un “sí” a sus propósitos providenciales. Podemos aferrarnos a Él, sabiendo que Él nos escucha, que se preocupa por nosotros y que siempre está trabajando. Él no nos olvida ni nos falla simplemente porque nos dice no.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Patricia Namnún.
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