“Pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por tanto, ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos”, Romanos 14:8.
En estos días hablamos mucho de la dignidad humana, y así debe de ser porque lamentablemente a lo largo de la historia, y aún en la actualidad, en muchas partes del mundo los derechos humanos son violados impunemente.
La imagen de Dios en cada uno de nosotros es una evidencia de Su gracia, y nos conduce a trabajar en favor de la dignidad del ser humano, para asegurarnos que sus derechos fundamentales sean respetados independientemente de las fronteras, la edad, el estrato social, o el estado económico.
Sin embargo, aún este buen valor puede llegar a tomar un lugar supremo en nuestras vidas. Por ejemplo, el deseo de vivir con dignidad –y también de morir con dignidad– ha llevado a nuestra sociedad contemporánea a extremos lamentables, hasta el punto de hablar sobre el valor de la vida después del nacimiento y no antes, ¡cuando en realidad debería ser considerada como valiosa en ambos casos!
Así también, el querer vivir y morir con dignidad nos lleva a evitar el sufrimiento a toda costa. Por dignidad, no queremos que se nos vea sufriendo. Por dignidad, si hay una enfermedad, preferimos aislarnos del resto de la gente. Y si es una enfermedad terminal, esto se acentúa aún más, de modo que solo se recuerde la mejor versión de nosotros mismos. «No queremos causar lástima», pensamos.
Sin embargo, para aquellos que hemos experimentado la gracia de Dios, hay un valor más alto que nuestra propia dignidad, y es este: la gloria de Dios.
Debemos estar conscientes de que la dignidad misma puede convertirse en nuestro mayor orgullo. Por eso, es una bendición poder ver a una persona sufrir o incluso morir, abrazando un tesoro más grande que su propia dignidad. Es de gran impacto ver a una persona que rinde su dignidad como una ofrenda a Dios, mostrándose vulnerable y dependiente, siendo sostenido y definido por la gracia de Dios, y no por su condición.
Muchas veces vemos la gracia de Dios, no solo como un regalo suyo en nuestras vidas, sino como algo que suplementa nuestro propio sentido de fortaleza e independencia. En lugar de eso, la gracia de Dios nos transforma cuando nos vemos a nosotros mismos como irremediablemente dependientes, necesitados, desesperanzados, y en bancarrota espiritual, moral, y física.
Ciertamente somos llamados a trabajar a favor del prójimo y por su dignidad y propias decisiones, pero las buenas noticias para ti y para mí son que, gracias a la obra de nuestro Señor Jesucristo a nuestro favor y en nuestro lugar, los peores momentos de nuestra vida y de mayor fragilidad humana pueden convertirse también en oportunidades para dar testimonio de Su gracia.
Cuando mostramos que nuestra dignidad como personas no es definida por nuestra independencia o auto-suficiencia, sino que más bien está fundamentada en nuestra relación con nuestro buen Padre celestial, eso nos da la libertad, por su gracia, para rendirla para bendición de otros y para su gloria.
Piensa en esto y encuentra tu gozo y descanso en Él.