Algunas noches, cuando las luces se apagan y la casa queda en calma, parece que un silencio apacible se apodera de todo lo que nos rodea, pero no de nosotros. Nos tumbamos en la cama como el vellón de Gedeón, el único lugar seco en un mundo empapado de sueño.
Mil pensamientos pueden mantenernos despiertos cuando todo a nuestro alrededor descansa. Pensamientos de trabajo sin terminar y preguntas sin respuesta. Pensamientos de aflicciones vivas y consuelos muertos. Pensamientos sobre los remordimientos del día anterior y las necesidades del día siguiente.
Conciliar el sueño puede parecer bastante sencillo. «Todo lo que se necesita», escribe la investigadora del sueño Nancy Hamilton, «es un cuerpo cansado y una mente tranquila» (The Depression Cure [La cura para la depresión], 207). Sin embargo, la segunda mitad de esa ecuación a veces parece un deseo inalcanzable. Más pronto podríamos tocar la luna.
Nuestro Señor «concede el sueño a sus amados». Pero, algunas noches, sostenemos el regalo preguntándonos cómo desenvolverlo
Nuestro Señor «concede el sueño a sus amados», nos asegura Salomón (Sal 127:2 NVI). Pero, en noches como esta, sostenemos el regalo en nuestras manos indefensas, preguntándonos cómo desenvolverlo.
Mente calmada y tranquila
Los salmistas sabían con qué facilidad las preocupaciones, las aflicciones y causas misteriosas podían quitar el sueño de sus ojos. Ellos, como nosotros, habían pasado largas horas tumbados en sus camas, con los pensamientos agitados (Sal 77:1-3). Habían visto muchas lunas rodar lentamente por el cielo (Sal 22:2). Sabían que a veces, por razones buenas y bondadosas, el Dios que da el sueño a sus amados también se los quita.
Sin embargo, Salomón, David y los demás salmistas también sabían que dormir era realmente posible, incluso en las noches más improbables. Incluso cuando estaban siendo perseguidos en el desierto (Sal 3:5), o hundidos en la tristeza (Sal 42:8), o consumidos por pensamientos sobre edificios a medio terminar en la vida (Sal 127:1-2), habían experimentado la maravilla de poner sus preocupaciones ante su Dios y acostarse a dormir. Los salmistas sabían que podían tener una mente tranquila, aunque no tuvieran una vida tranquila.
Sin duda, una mente tranquila viene, en parte, de la sabiduría simple: si bebemos café a última hora de la tarde, o tratamos de dormir en el resplandor de nuestros teléfonos inteligentes, no deberíamos sorprendernos de encontrarnos todavía despiertos a medianoche. Pero en última instancia, los Salmos nos recuerdan que una mente tranquila viene de la mano de nuestro Dios dador del sueño, que cada noche se acerca a nuestras camas como el Señor que es nuestro escudo, nuestro pastor, nuestro consuelo, nuestra vida.
El Señor es tu escudo
Yo me acosté y me dormí;
Desperté, pues el Señor me sostiene (Sal 3:5).
El David del Salmo 3 tenía todas las razones para estar ansioso, todas las razones para acostarse en una cama de preocupaciones. Perseguido desde Jerusalén por un hijo traidor, ahora corría por el desierto, acechado como una bestia (Sal 3:1-2). Difícilmente puedo imaginar un escenario menos propicio para el sueño. Sin embargo, David durmió, y aparentemente sin muchos problemas: «Yo me acosté y me dormí», dice (Sal 3:5). ¿Pero cómo?
Las palabras de David justo antes arrojan una luz especialmente útil sobre la fe que le llevó a dormir:
Con mi voz clamé al Señor,
Y Él me respondió desde Su santo monte (Sal 3:4).
David, rey de Israel, estaba acostumbrado a reinar en el monte santo de Jerusalén. Una vez se sentó en lo alto de esa colina con tremenda autoridad y poder de realeza. Sin embargo, David sabe que incluso cuando su propio trono está vacío, u ocupado por un hijo rebelde, el trono de Dios está por siempre y para siempre lleno. David no necesitaba reinar en su trono para dormir; solo necesitaba que Dios reinara en el Suyo. Si solo Dios estuviera en Su santo monte —Su carácter seguro, Su pacto firme— entonces David podría dormir en el desierto.
Los Salmos nos recuerdan que una mente tranquila viene de la mano de nuestro Dios dador del sueño
Puede que esta noche nos acostemos en un desierto de impotencia, acosados por preocupaciones que escapan a nuestro control. Puede que nos sintamos totalmente vulnerables ante alguna incertidumbre oscura y agobiante: algún diagnóstico inminente, alguna inseguridad laboral, algún conflicto relacional con mucho en juego. Pero incluso entonces, nuestro Dios sigue sentado con Su corona y Su cetro, intacto en Su santo monte. Él es, por la noche, «escudo en derredor», y por la mañana, «el que levanta mi cabeza» (Sal 3:3). Nuestras preocupaciones pueden ser muchas y cercanas; nuestro Dios es poderoso y está aún más cerca.
El Señor es tu pastor
El Señor es mi pastor,
Nada me faltará.
En lugares de verdes pastos me hace descansar (Sal 23:1-2)
En su útil librito And So to Bed [Y entonces a la cama], Adrian Reynolds señala que las ovejas se acuestan solo por una razón: para descansar o dormir (p. 35). Imagínate, pues, esos verdes pastos del Salmo 23 salpicados de montones de lana dormitando, descansando bajo un pastor cuyo fiel cuidado les asegura: «Nada me faltará» (Sal 23:1).
¿Cuántas noches sin descanso tienen su origen en el profundo temor de que, de hecho, nos falte algo, de que la nueva mañana no traiga nuevas misericordias, de que no llegue el pan de mañana? ¿Cuántas veces nuestras solitarias cavilaciones sugieren que no confiamos en que el Señor sea nuestro pastor? Qué extraño y triste sería ver a una oveja ansiosa y temerosa junto a la vara y el cayado, balando como si caminara sola. Sin embargo, a menudo soy así.
En tales noches, difícilmente podríamos pedir una mejor confesión para dormir que «nada me faltará» —ni una mejor seguridad de esa verdad de que «el Señor es mi pastor». Especialmente cuando el mañana parece lleno de necesidades desalentadoras, de carencias superiores a las fuerzas de las ovejas, estas palabras pueden convertirse en el cayado que nos conduzca a verdes pastos, en la mano del pastor que nos acuesta.
El Señor puede hacer mucho más mientras dormimos que nosotros cuando estamos despiertos
Si el Señor es realmente nuestro pastor, entonces nuestras necesidades no requieren un corazón preocupado y despierto. Él puede hacer mucho más mientras dormimos que nosotros cuando estamos despiertos. Sea cual sea la necesidad del mañana, Su provisión estará a la altura de la tarea.
El Señor es tu consuelo
Cuenta el número de las estrellas,
Y a todas ellas les pone nombre (Sal 147:4).
Entre los muchos tipos de inquietud que los salmistas llevan a sus camas, la inquietud del dolor puede ser la más común. A lo largo de los Salmos, leemos de personas que lloran a medianoche (Sal 30:5), de almas despiertas y sin consuelo (Sal 77:1-2), de santos cuyas lágrimas manchan sus sábanas (Sal 6:6). El dolor a menudo hace que el corazón esté sin dormir.
En esos momentos, la voz de Dios en la creación se une a Su voz en la Escritura para hablar consuelo sobre nuestro dolor. Date la vuelta y mira por la ventana. ¿Puedes ver un centenar de estrellas ardientes, e imaginar más allá miles de millones? Tu Dios «cuenta el número de las estrellas, / Y a todas ellas les pone nombre» (Sal 147:4). Al principio, este pensamiento podría hacernos sentir más pequeños que nunca, con el corazón quebrantado y demasiado sencillo para que Dios se fije en él. Pero el salmista deduce la aplicación contraria: si Dios pone nombre a las estrellas mismas, elementos decorativos de la creación, no cabe duda de que no ha perdido de vista las penas de Su pueblo amado (Sal 147,3; Is 40,26-27).
El conocimiento exhaustivo que Dios tiene de las huestes celestiales nos asegura no nuestra insignificancia, sino Su atención —y Su atención en particular a nuestros dolores: «Sana a los quebrantados de corazón / Y venda sus heridas», dice el salmista (Sal 147:3). Tan cierto como que conoce el nombre de cada estrella, conoce nuestras penas ocultas, nuestros dolores invisibles. Es, para todo Su pueblo, el gran Sanador de los corazones y el Vendador de las heridas.
Una promesa así, que brilla desde todas las estrellas, puede convertirse en la canción que nos lleve a dormir.
El Señor es tu vida
En cuanto a mí, en justicia contemplaré Tu rostro;
Al despertar, me saciaré cuando contemple Tu semblante (Sal 17:15).
Algún día, si Jesús tardase, cerraremos los ojos por última vez, para no despertar en este mundo nunca más. Los salmistas sentían profundamente la llegada de este último sueño. Pero también tuvieron destellos, aunque pequeños, de algo más allá de este sueño. Cuando David canta sobre un despertar que le mostrará «Su rostro… Su semblante», canta sobre un despertar más allá de este mundo, una mañana que solo el cielo podría hacer (ver Is 26:19; Dn 12:2).
Mientras vamos a dormir esta noche, las manos de nuestro Señor están listas para sostenernos a salvo
Fue un vistazo precioso, pero solo un vistazo. Tú y yo vemos más, porque el Hijo de David ha llegado, trayendo un amanecer más allá de la noche de la muerte. Durante dos días permaneció en el sepulcro y al tercero despertó. El apóstol Pablo traza la línea entre el gran sueño final de Jesús y el nuestro:
Porque no nos ha destinado Dios para ira, sino para obtener salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, para que ya sea que estemos despiertos o dormidos, vivamos junto con Él (1 Ts 5:9-10).
Mientras vamos a dormir esta noche, las manos de nuestro Señor están listas para sostenernos a salvo. En el hueco de Sus manos hay un silencio capaz de calmar la mente más ruidosa, despierta o dormida, viva o moribunda. Incluso si este sueño es el último, nuestros ojos se abrirán de nuevo, no ya frente el rostro de nuestro cónyuge o de nuestros hijos, sino ante el rostro de Aquel que durante diez mil noches ha sido nuestro escudo, nuestro pastor, nuestro consuelo y, ahora, nuestra vida eterna.