Ester 5-10 y Lucas 3-4
“Sin embargo nada de esto me satisface mientras vea al Judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey”.
(Ester 5:13)
Ególicos. Con este nombre estaremos reconociendo a las personas que tienen un problema de abuso de ego y adicción a ellos mismos. A lo mejor nunca habías oído hablar de ellos, pero sí de los alcohólicos, trabajólicos, etcétera. Pues la figura es la misma: La persona genera una dependencia enfermiza sobre algo que es inocuo en pequeñas dosis, pero desastroso en cuanto se pierde el control normal de consumo y se genera una adicción que mina la salud y la integridad de las personas que la padecen.
Una persona ególica vivirá pendiente de sí misma y de lo que le pueda pasar, buscará solo su placer y no pondrá reparo alguno en destruir todo lo que esté cerca con tal de mantener la primacía de su ego sobre todo los demás. Es interesante acotar que no estamos hablando del cuidado natural que toda persona debe tener sobre sí misma. Es natural que nos cuidemos, valoremos y nos promocionemos ante los demás con cierta predilección. Todo esto es la manifestación sana de una correcta autoestima.
Para referirme a un ególico usaré un caso clínico-bíblico. Te hablaré del ególico Amán. Demos un repaso a su ficha personal.
Datos básicos personales: Hombre privilegiado durante los tiempos del emperador Asuero de Persia. Era el segundo líder del imperio. Hombre inteligente, vivaz, y apreciado por el rey, sus pares, sus familiares, amigos, y también por todo el pueblo.
Principales problemas:
1. Ante una ofensa contra su persona, era capaz de salirse de sus casillas hasta el punto de perder el respeto por la vida ajena. Por ejemplo, Amán se enteró de que el judío Mardoqueo (en obediencia a sus leyes religiosas y tradiciones) no se postraba ante él, lo que generó en Amán explosiones de ira desafortunadas que hicieron que decidiera no solo acabar con Mardoqueo, sino también destruir a todo el pueblo judío.
Una persona ególica no es capaz de sentir respeto por la vida de los demás como igual a la suya. El “egolicismo” se manifiesta en un desprecio hacia las personas que no le rinden la honra que espera. Así le dijo Amán al rey Asuero cuando le pidió al rey destruir a los judíos: “… así que no conviene al rey dejarlos vivos” (Es. 3:8b). Amán condenó a los judíos no por lo que hicieron, sino porque no hicieron lo que él esperaba que hicieran a su favor.
2. Una persona ególica jamás está satisfecha con lo que tiene. El señor Amán gozaba de una vida de privilegios y grandes logros. Así lo refiere él mismo: “Entonces Amán les contó la gloria de sus riquezas, la multitud de sus hijos, y todas las ocasiones en que el rey lo había engrandecido, y cómo lo había exaltado sobre los príncipes y siervos del rey. Y Amán añadió: ‘Aún la reina Ester no permitió que nadie, excepto yo, viniera con el rey al banquete que ella había preparado; y también para mañana estoy invitado por ella junto con el rey’” (Es. 5:11-12). Podríamos decir que era correcto ese sentido de satisfacción sobre todo lo que había alcanzado. Sin embargo, el problema se manifiesta cuando todos esos privilegios reales se hacen nulos solo por algo mínimo que le hace perder de vista todo lo alcanzado. ¡Cuán necios e insatisfechos son los ególicos!
Amán afirma en el texto del encabezado que un imperio estaba a sus pies, pero que eso de nada le servía al recordar al único y solitario hombre que nunca se postró ante él: Mardoqueo. ¿Notas el desbalance? Una persona ególica pierde las proporciones de la vida y el respeto por ella. La única manera en que Amán se tranquilizó fue preparando una horca de 25 metros de altura en su patio para colgar a Mardoqueo en ella.
La historia nos cuenta que Amán terminó ahorcado en su propia horca al desbaratarse el plan que había preparado en contra de los judíos. Ester supo mover sus influencias ante el rey para hacerle ver al monarca la clase de príncipe que era Amán. Este hombre lo tuvo todo pero, como buen ególico, terminó sin nada. Al perder el respeto por la vida de los demás, se terminó perdiendo el respeto por la suya. Al querer despojar a los demás de lo poco que tenían, él terminó perdiéndolo todo.
Tengo que advertirles que, por el pecado en nosotros, todos tenemos mucho de ególico y de destructivo en nuestras vidas. Somos como agujeros negros que viven absorbiendo todo lo que está alrededor, queriendo siempre más y más, perdiendo el respeto por los que nos rodean, haciendo daño y haciéndonos daño al mismo tiempo.
Juan el Bautista nos da algunas recetas para vencer el egolicismo:
Lo primero que debemos reconocer es que, en esencia, somos ególicos. Negarlo sería negar lo que las Escrituras y la evidencia en nuestras vidas señalan con claridad. Somos pecadores, ególicos desde el vientre de nuestra madre. Por eso, el punto de partida es reconocer nuestra condición y pedirle perdón al Señor, buscando al Salvador, quien vino para transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne. Jesucristo es la prueba misma de un carácter no-ególico en donde Él mismo se despojó de su gloria para venir a morir por los suyos en un acto de completo desprendimiento.
Después de reconocer nuestra condición y al Salvador, debemos buscar sostener nuestras vidas sobre bases ciertas de lo que en realidad somos y de lo que en realidad hemos alcanzado. Un ególico fantasea y se frustra porque no llega a alcanzar todo el aprecio y los bienes que cree merecer. Por el contrario, una persona sensata está más consciente de la obra de Cristo para perdón y salvación, de la presencia del Espíritu para santificación en su vida y de que todo, al final, debe conseguirlo con esfuerzo y dedicación, luchando para preservarlo en el poder de Dios. Así lo enseñaba el profeta: “Por tanto, den frutos dignos de arrepentimiento; y no comiencen a decirse a ustedes mismos: ‘Tenemos a Abraham por padre,’ porque les digo que Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego”. (Lc. 3:8-9).
Juan el Bautista demuestra este mismo principio anti-ególico cuando rechaza que se le compare con el Mesías que vendría: “Juan les habló a todos: ‘Yo los bautizo con agua; pero viene Uno que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar la correa de Sus sandalias. El los bautizará con el Espíritu Santo y fuego’”. (Lc. 3:16). No hay nada malo en saber que no lo somos todo, que no lo tenemos todo, que tenemos un lugar, y aunque no es el primero, estamos trabajando duro para preservarlo porque es el lugar que el Señor nos ha concedido en su misericordia. Eso es, en parte, estar sano de la adicción al ego.
Otro de los remedios para desactivar el carácter ególico es, sin duda, el desprendimiento y la generosidad. Nunca debemos creer el cuento de que lo merecemos todo por sobre los demás. Como lo hemos dicho, eso mismo fue lo que hizo nuestro Señor Jesucristo al despojarse de su propia gloria y venir como siervo para buscar y salvar lo que se había perdido. ¿Quiénes estaban perdidos? Pues nosotros en nuestro egolicismo y destrucción. Al haber sido rescatados, sigamos su ejemplo y valoremos al resto de nuestros congéneres al brindarle a los demás lo que creemos que deberían brindarnos. Juan lo aconsejaba de esta manera: “… El que tiene dos túnicas, comparta con el que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo”. (Lc. 3:11b).
Una vida servicial que busque comprometerse con el débil y el necesitado es uno de los mayores remedios contra la adicción al ego. Basta seguir el modelo de vida adecuado en Jesucristo para que nunca más caigamos contaminados con el carácter ególico de nuestro tiempo (que ya es una verdadera pandemia del siglo XXI).
En sus primeros discursos y apariciones públicas, nuestro Señor pudo haber escogido muchos pasajes bíblicos del Antiguo Testamento que hablan de su majestad, del respeto y honor que merece, del sometimiento que todos los seres humanos le deben al ser el Soberano del universo. Sin embargo, cuando se presentó en una sinagoga, buscó un pasaje que nos demuestra el carácter del Salvador que está sobre todo egolicismo enfermizo:
“Le dieron el libro (el rollo) del profeta Isaías, y abriendo el libro, halló el lugar donde estaba escrito:
‘El Espíritu del Señor está sobre Mí,
porque Me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres.
Me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos,
y la recuperación de la vista a los ciegos;
para poner en libertad a los oprimidos;
para proclamar el año favorable del Señor’”. (Lc. 4:17-19)
Foto: Lightstock