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Hace algunos años me enfermé gravemente. Una infección bacteriana destruyó mi válvula mitral, lo que me colocó en las primeras etapas de insuficiencia cardiaca. No solo tuve que seguir el camino que me dijeron los doctores, también tuve que poner todo en orden en caso de que no me recuperara. En el transcurso de los siguientes dos años tomé notas de cada fase de mi viaje: del diagnóstico, la cirugía a corazón abierto, la recuperación, la rehabilitación, el reingreso.

Experiencias como estas nos introducen a nuevas preguntas que no sabíamos hacer. Una cosa con la que luché durante los meses posteriores a la cirugía se centraba en la ira que sentía. La ira es una experiencia común en la aflicción. Es en parte orgullo herido, y en parte protesta contra la fragilidad que intuitivamente creemos que no nos corresponde.

Mientras luchaba con mi propia ira, esto es lo que escribí:

Una cosa que sé debo hacer es prestar atención a lo que está sucediendo no solo en mi cuerpo, sino también en mi mente y corazón, y en este momento mi corazón está peleando una guerra. ¡Estoy enojado!

Va de acuerdo a la condición humana querer encontrar alguna razón para la aflicción. Decimos disparates como: “Todo sucede por una razón”. Una causa, sí. ¿Una razón? No siempre estoy tan seguro. Buscamos curación, y buscamos algo o a alguien a quien culpar.

A medida que pasamos por los ciclos de las etapas de la pena —negación, ira, regateo, depresión, y aceptación— nos enfrentamos a la tarea casi imposible de tratar de identificar lo que es verdadero. Pero si voy a manejar la ira en mi corazón, tengo que intentarlo.

Rompecorazones

¿Y si fue Dios el que rompió mi corazón?

Creo que fue Él. Aunque no conozca todas las razones por las cuales Él trajo este sufrimiento, hay verdades que conozco acerca de Dios que me llevan a creer que mi temporada particular de aflicción viene de su mano y que es por mi bien.

En la historia vemos que Dios lidia con aquellos que ama quebrándolos. Él conduce a las personas al borde de sí mismas y luego las empuja hacia lo desconocido. Él derriba los rascacielos que intentamos construir. Él nos confunde hasta el punto de dejar de hacer lo que estamos haciendo para marcharnos, porque ya no podemos continuar el trabajo que una vez parecía tan correcto y tan claro.

Ese es mi Dios, el “frustrador” divino. Está totalmente comprometido a oponerse a cualquier intento mío de independencia. Es a causa de su bondad amorosa que me mueve siempre más profundamente hacia una postura de dependencia. Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Él está conmigo.

No me gusta estar frustrado, pero ¿he de recibir de Dios el bien y no también los problemas? Las voces que dicen: “Recupérate para que puedas volver a la normalidad”, subestiman gravemente el regalo de esta vida destrozada.

¿Por qué es un regalo?

Porque si no me quitaran mi seguridad, no tendría ninguna razón para salir de mi cómoda existencia y buscar lo que sigue. Es raro que un hombre planifique su propio viaje hacia el crecimiento y el cambio. Por lo general, estos viajes nos son impuestos inesperadamente. Rara vez se nos ocurre siquiera considerarlos hasta que la tormenta avanza rápidamente y destruye lo que sabemos.

Si mi ego tratara de planear un viaje así, estaría limitado por las expectativas de lo que espero encontrar. No habría ningún elemento de sorpresa, asombro, o fe. Solo una marcha forzada hacia un futuro donde mi “yo” presente asume qué es lo que necesito. Ese no sería un viaje de fe, sino de control… y un ejercicio inútil. La fe es confiar con convicción que hay cosas buenas más allá de lo que puedo ver y que nunca podría perseguir. Cosas gloriosas que Dios mismo hará suceder. Necesito esas cosas gloriosas.

También necesitaba lo que Dios trajo. Necesitaba perder el control. Necesitaba un corazón roto. Necesitaba ser sumergido en el crisol del sufrimiento. ¿Por qué? Puede que nunca lo sepa por completo. Pero el Dios que abate a sus hijos no lo hace para hacernos daño. Lo hace para despertar el deseo, así como una punzada de hambre hace que vuele la recién despertada ave fénix. Lo hace para darnos nuevos ojos con los que podamos ver el mundo bajo una nueva luz. Lo hace para impedirnos el seguir por el camino en el que estamos, y nos coloca en uno nuevo. Él nos concede debilidad para que no confiemos demasiado en nuestra propia fuerza. “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor dio y el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job 1:21).

Severa misericordia

Dios trata con sabiduría divina que a menudo deja a las criaturas desorientadas. Salimos después de la tormenta y no podemos procesar los cambios que vemos, pero esos cambios nos envían a un camino de renovación. Podemos haber recorrido un gran tramo del camino antes de saber que estamos en él. ¿Qué si la bacteria en mi corazón era un regalo sabio y amoroso de un Padre a su hijo? ¿Y si era lo que C.S. Lewis llamó “severa misericordia” de Dios, un acto de amor con la intención de volver mi corazón a Él, al darle un golpe a mi autosuficiencia?

Si mi aflicción era una severa misericordia para despertar en mí la necesidad de Dios, entonces fue un regalo sabio de una mano amorosa.

Entonces, ¿qué hago con la ira que la acompaña? Espero a que la furia se aquiete, y luego estudio lo que acaba de pasarme. Cuando hago eso, veo que mis destellos iniciales de rabia son la forma en que mi corazón dice que no estaba preparado para eso, como el mal humor en un niño que acaba de despertarse.

La ira inicial que experimento es una respuesta a la sensación de estar desconectado repentinamente de la vida que conocía. Es un reflejo animal; soy un león cuya melena ha sido afeitada, y estoy buscando maneras de hacerme ver más grande. La ira desenfrenada tiene la capacidad de ser un gran peligro para mí y para otros. Tengo que prestarle atención. Debo interrogarla. Debo disculparme cuando lastimo a los demás con ella. Es una herida abierta en mi corazón, y no sé cuánto tiempo tardará en sanar.

Pero, aunque esté desenfrenada, mi ira está anclada en algo verdadero. Mi ira es una protesta contra el sufrimiento. Es un gemido por una vida libre de dolor. Es un dolor que ansía el final de la aflicción y la muerte.

Entonces le digo a mi ira: “Amén ​​y amén”, aunque sé que tengo que mantener un ojo sobre ella, no sea que se levante y me consuma.


Nota del editor: Este es un extracto adaptado del nuevo libro de Russ Ramsey, Struck: One Christian’s Reflections on Encountering Death (Golpeado: Reflexiones de un cristiano sobre el encuentro con la muerte, IVP, 2017).
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Gimena M. Molina.
Imagen: Lightstock
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