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Hace unos días conocí a una familia que había abrazado el llamado de Dios de alcanzar a los musulmanes con el evangelio, ellos estaban listos para asistir a una escuela en la que aprenderían el idioma por un par de años, para luego mudarse en una comunidad del medio oriente con el fin de desarrollar relaciones y a través de ellas introducirles a Cristo. Ellos nos contaban historias de cómo muchos solo tienen la oportunidad de alcanzar a una persona y esa es razón suficiente para poner en riesgo sus vidas.

Me impresionó lo definida de su misión y la pasión con la que se entregaban para llevarla a cabo y al mismo tiempo me dejó meditando acerca de mi llamado como madre y la misión que se me ha encomendado. A diferencia de ellos, yo no necesito conocer el idioma de quienes se me ha llamado a alcanzar, tampoco necesito cruzar mares, de hecho ellos han sido introducidos a mi familia desde el día de su nacimiento y no tengo que ir a buscarlos, porque están presentes todos los días de mi vida. Mi misión son mis hijos.

Predicándoles el evangelio

A veces pensamos erróneamente que debemos esperar que los niños crezcan para predicarles el evangelio y creo que nada puede estar más equivocado que eso. Así como Dios mandó a las familias de Israel a formar una nueva generación en el temor y la instrucción del Señor siendo diligentes al enseñarles a amar a Dios durante cada momento del día, de esa misma manera estamos llamadas discipular a nuestros hijos aprovechando cada escenario de la cotidianidad de la vida.

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón;  y diligentemente las enseñarás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes”, Deuteronomio 6:5-7.

A menos que abracemos la maternidad como una misión de alcanzar a nuestros hijos para Cristo, vamos a perder el enfoque de la magnitud de nuestro llamado. Como madres tenemos el gran privilegio de formar parte del plan de redención, tenemos el honor de colaborar con la misión de Jesús en este mundo y la maternidad provee un sin fin de oportunidades para llevarla a cabo. Se nos ha entregado un pequeño rebaño que necesita ser encaminado a las verdades del evangelio, que necesita saborear la dulzura de la gracia de Dios y abrir sus ojos a la realidad de su necesidad de Cristo. Dios nos ha entregado a estos potenciales discípulos suyos no solo para que les alimentemos, eduquemos y vistamos, sino también para generar en ellos una sed por el evangelio y nos ha provisto largos años a su lado para llevar a cabo esa misión.

Salir a evangelizar un vecindario o unirte a un ministerio de alcance en tu iglesia local siempre será más fácil que mostrar el evangelio con nuestras vidas a nuestros hijos en medio de las presiones cotidianas de la vida.

Seamos coherentes

Una de las maneras en la que yo he fallado en ayudarles a entender el evangelio a mis hijos es adoptando una actitud de sorpresa y de profunda decepción cuando ellos desobedecen. Mi reacción parte de la premisa de que ellos deberían ser niños buenos y que es un escándalo el hecho de que ellos hayan sido desobedientes o que hayan pecado de alguna manera. Esta manera de abordar las faltas de nuestros hijos es contraria a la realidad de su condición delante de Dios. La forma en la que nos relacionamos con nuestros hijos debe ser coherente con el evangelio, porque cada interacción es una nueva ventana que puede ayudarles a ver más claro su condición y su urgente necesidad de Cristo.

Frases como: “¡Yo no puedo creer que hayas sido capaz de hacer eso!”, “Te voy a disciplinar para que nunca más vuelvas a hacer eso”, “No te lo mereces porque te has portado mal” o “Para recibir regalos en Navidad deber ser un niño bueno”, van creando en el niño una idea errada de que su comportamiento define la aceptación de los demás o de Dios y les empaña la idea de que el pecado ha afectado su capacidad de hacer el bien.

Sazonemos cada conversación con el evangelio: “Entiendo que hayas fallado porque el pecado en nuestras vidas nos lleva a desobedecer, “lamentablemente tendré que disciplinarte porque tu falta tiene consecuencias. “Tú decidiste no tener regalos cuando escogiste desobedecer”. “Realmente no te mereces ese privilegio, pero hoy quiero que lo recibas para enseñarte lo que la gracia significa…”.

Libremos a nuestros hijos de la falsa idea de que ellos son buenos, enseñémosles que su valor no está en lo que ellos pueden hacer sino en las obras del Único que puede salvarles.

Muéstrales tu necesidad de Cristo

Era uno de esos días, estaba completamente exhausta con interminables quehaceres en el hogar, llamadas y correos que responder, platos que lavar, una montaña de ropa por doblar y ya había disciplinado a mi hijo de 5 años por la misma razón más de 5 veces. Me sentía tan abrumada  que solo quería tirarme a la cama y llorar. La desobediencia continuaba y cuando estaba a punto de disciplinar a mi hijo por sexta vez, tratando de contener la calma al mismo tiempo me arrodillo con lágrimas a punto de brotar de mis ojos y le ruego: “Josué por favor, te pido que hagas un esfuerzo por portarte bien” y él me contestó “mami, lo he intentado pero no puedo, simplemente no puedo… En ese momento solo pude decirle: “Josué, yo también trato de portarme bien pero a veces no puedo, es por eso que necesitamos un Salvador, por eso es que necesitamos desesperadamente a Cristo, el fin de la historia es que terminamos los dos llorando y pidiendo perdón por nuestros pecados.

Mostrémosle a nuestros hijos nuestra necesidad de Cristo, pidiéndole perdón a nuestros esposos cuando les irrespetemos delante de los niños, confesando nuestro pecado de ira cuando lo disciplinamos de una manera inapropiada y enseñándoles que en el mundo de los adultos también el pecado lo ha afectado todo. No sé a ti, pero a mí me cuesta vulnerarme y reconocer mis faltas delante de ellos, en ocasiones siento que voy a perder su admiración o respeto, pero me consuela que ese acto de humildad puede ayudarles a admirar al Único perfecto y a temer correctamente a Dios.

Apunta a Cristo en la cotidianidad

Existen muchos planes que pueden ayudarnos a compartir el evangelio con nuestros hijos, nuestra creatividad pudiera volar buscando ideas y formas novedosas para depositar verdad en sus corazones, pero el tiempo que usaremos para esas actividades será muy poco comparado al que dedicaremos a la cotidianidad de la vida. Las manualidades son una excelente herramienta pero no nos dejemos consumir por el deseo de “siempre hacerlo divertido”, la vida real es lo que está pasando todo el tiempo y si somos intencionales podemos usarlo todo para apuntarles al Salvador.

Ayúdales a identificar el pecado detrás de cada desobediencia, aprovecha toda oportunidad para aumentar su asombro ante la grandeza de Dios. Usa las experiencias de injusticia para hablarles de la justicia de Dios, usa los errores para enseñarles la incapacidad del hombre de ser perfecto. ¡Úsalo todo! Usa a sus superhéroes para enseñarle como Cristo fue el único que fue capaz de dar su vida por un pueblo que no le amaba, usa los momentos de dolor para hablarles de ese día en el que todo será restaurado para los que creen en Jesús.

Se trata de apuntarles a Cristo una y otra vez, redimir oportunidades en las que puedes puedan ver verdades del evangelio a todo color y eso solo será posible si haces de esa tu misión.

Tú también eres libre de la trampa del desempeño

Por básico que parezca, mientras tratamos de llevar a cabo esta noble misión podemos caer en la trampa de pensar que nuestros esfuerzos son los que aseguran la conversión de nuestros hijos. Escríbelo en tu pared si es necesario: La salvación es del Señor. ¡Qué verdad tan liberadora! ¡Qué peso nos quita de encima!

Sé fiel en tu labor pero recuerda que no se trata de tu desempeño, no se trata de la cantidad de veces al día en las que “hiciste un buen trabajo” y tampoco de las veces en las que “te fue mal”. ¡No se trata de ti! Se trata de un Dios de gracia obrando en tu vida y en la de tus hijos, así que corre a la fuente inagotable de gracia y perdón, tómalos de la mano y enséñalos a correr contigo.

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