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Era una calurosa tarde de domingo, y estábamos conversando acerca de las diferentes luchas que enfrentamos como madres. Yakelyn, con una bebé en sus brazos y dos niños pequeños; Ingrid, dedicada a sus 7 hijos, que van desde los 4 hasta los 17 años; Kathy, invirtiéndose en sus tres niñas; Evelyn, una madre soltera que se esfuerza al máximo para criar a sus tres hijos mientras trabaja a tiempo completo; y yo, sumergida en el mundo de mis dos varones. Nuestra plática fue amena y edificante, y al finalizar me maravillaba de cómo la gracia de Dios estaba en acción en ese grupo de madres de maneras tan particulares.

En cada una de nosotras la maternidad luce de forma completamente diferente. Algunas tienen sus manos llenas de pañales y sus ojos cargados de sueño; unas educan en el hogar y otras en la escuela pública. Yo trabajo desde casa, unas lo hacen fuera, y otras hacen del hogar su trabajo a tiempo completo. En fin, los cambios, mudanzas, pubertad, pañales, ansiedad, malabares para maximizar los recursos, agotamiento físico y emocional son solo algunas de las situaciones que la maternidad pone sobre la mesa.

Son muchas las demandas de nuestro rol, pero al mismo tiempo, es hermoso el gozo que experimentamos al invertirnos en la vida de nuestros hijos. Conocemos el deleite de dar vida y de quedar exhaustas en el intento; gustamos del privilegio de servir a Dios a través de la crianza mientras somos embargadas por el sentido de insuficiencia cuando simplemente no sabemos qué hacer.

Amamos a nuestros hijos pero, somos tentadas a sentirnos presas de lo monótono y ordinario. En esos momentos en que estamos agobiadas por la repetición incesante de la palabra “mami” y nos encontramos inundadas en un mar de ropa diminuta por doblar, ¿cómo salimos a la superficie a tomar un respiro? ¿Cómo encontramos el poder para continuar?

La misma fuente de la que bebimos para el perdón de nuestros pecados, el mismo manantial que nos lavó de nuestra maldad y nos presentó limpias ante el Padre, aún sigue brotando. De ella podemos obtener el poder que necesitamos para sentarnos en los lugares celestiales en Cristo, aun en esos momentos en los que los afanes de la maternidad nos llevan al límite de nuestra naturaleza caída. De esa fuente fluye gracia sobre gracia. Entonces, ¿cómo luce una madre que encuentra gracia en la rutina de la maternidad?

Una identidad clara

Una madre redimida, que ha confiado en la vida, muerte, y resurrección de Cristo en su lugar, posee la gracia para colocar su identidad en el lugar correcto. La maternidad no es su fuente primaria de propósito, Cristo lo es. De manera que su gozo no se encuentra en un desempeño perfecto como madre; ella lo encuentra en Aquel que vivió a la perfección a su favor. Ella es libre para abrazar la maternidad como un llamado y para correr en busca de gracia para llevarlo a cabo.

La gracia de Dios es la provisión sobrenatural para las necesidades ordinarias de una madre que ha puesto toda su esperanza en Cristo. En los momentos de cansancio, frustración, y desánimo, ella sabe a qué lugar acudir para encontrar la plenitud que ella necesita. Cristo es la fuente, y Su gracia es el manantial del cual ella puede tomar.

Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”, Juan 1:15.

Una meta correcta

Cuando una madre pone su identidad en Cristo, ella sabe cuál es la meta de su trabajo: la gloria de Dios y no el éxito aparente de su labor. Ella no hace de la maternidad un fin en sí mismo, ella se esfuerza y la usa como una herramienta para servir a su Salvador. Ella hace de la misión de la maternidad la gran comisión, hacer discípulos. La gloria de Dios es la meta y Su gracia el combustible que la empuja.

Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén”, Romanos 11:36.

Una mente saturada de verdad

Una madre que está consciente de su pecado y la inclinación de su corazón hacia la mentira necesita saturar su mente con la verdad de la Palabra de Dios. Ella necesita de la ayuda del Señor para llevar a cabo su labor; necesita recordar en qué consiste la gracia que la sostiene.

Ella corre a la Palabra de Dios porque la necesita y es su fuente primaria de alimento. Ella llena su mente de la verdad porque es su deleite y no solo un compromiso para tachar en su lista de pendientes. Una madre que ha gustado de la gracia de Dios llena su depósito de verdad porque solo así ella podrá extenderla a otros. Ella la usa como recordatorio en su hogar, la escucha mientras hace sus quehaceres, la canta, medita en ella… corre a ella cuando necesita un respiro, un sorbo de gracia para continuar.

Que la palabra de Cristo habite en abundancia en vosotros, con toda sabiduría enseñándoos y amonestándoos unos a otros con salmos, himnos y canciones espirituales, cantando a Dios con acción de gracias en vuestros corazones”, Colosenses 3:16.

Un enfoque eterno

Una madre que atesora la gracia de Dios en su vida sabe que ha nacido de nuevo a una esperanza viva, alimenta su corazón de las promesas de Dios, y mira su labor desde el lente de eternidad. Ella no se deja capturar por las preocupaciones de este mundo pasajero, porque sus afectos están en la ciudad de Dios. Así que cada expresión de vida a su alrededor le sirve como un recordatorio de que ella una vez estaba muerta y sin esperanza, pero ha sido trasladada a un reino y mientras tanto puede gozar del privilegio de ser dadora de vida. ¡Qué maravillosa esperanza tenemos! ¡Qué asombrosa gracia!

Y Dios puede hacer que toda gracia abunde para vosotros, a fin de que teniendo siempre todo lo suficiente en todas las cosas, abundéis para toda buena obra”, 2 Corintios 9:8.

La gracia que hemos recibido en Cristo es el motor que nos impulsa en la carrera de la maternidad centrada en el evangelio. Que estas verdades puedan darle forma a la manera en que abrazamos la maternidad y que en ellas podamos encontrar la gracia que anhelamos en momentos de necesidad.

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