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Antes del día de acción de gracias, el taller de escritores que imparto en una escuela secundaria concluyó el semestre con «galletas y preguntas y respuestas». Los alumnos dejaban a un lado sus tareas de escritura y, en lugar de desgranar fragmentos de los puritanos, comíamos galletas y hablábamos de los detalles más minuciosos de la vida del escritor.

Los estudiantes, un grupo de escritores talentosos, habían preparado largas listas de preguntas sobre la construcción del mundo y los esquemas, el desarrollo de los personajes, el tema y la enigmática mecánica de la publicación. Navegué por la maraña de preguntas lo mejor que pude, pero después de media hora desentrañando los detalles de las revisiones, los lectores de prueba y la plataforma, me asaltó una preocupación. Al centrarme en las minucias, ¿había desviado a estas mentes jóvenes y ansiosas del principio más importante de todos?

«Antes de continuar», dije, levantando una mano y tratando de ignorar el rubor de vergüenza que me subía por las mejillas, «el mejor consejo que puedo darles es algo que aprendí de mi pastor. Si no aprenden nada más en esta clase, recuerden esto: aborden cada escrito como una ofrenda al Señor».

Una perla de sabiduría pastoral

Si te gusta escribir, sabes que el oficio es un ejercicio en el que hay que superar altibajos. Una chispa irresistible de inspiración te impulsa al teclado, pero cuando tus palabras caen sobre la página, se tambalean. La escena que habías captado tan brillantemente en tu mente tropieza con un lío de torpeza e inmadurez, una réplica barata de la elegancia que habías imaginado. Cuando por fin tu obra sale al mundo como una mera sombra de lo que habías imaginado, la preocupación se apodera de ti: ¿Te malinterpretarán? ¿Ofenderá a alguien? ¿Estás perdiendo el tiempo?

Tu trabajo es una ofrenda al Señor, y tu trabajo es caminar tan fielmente como puedas con lo que tienes que ofrecer

Fue durante uno de esos momentos de ansiedad cuando mi pastor me ofreció sus sabias palabras. Mientras tomaba un café en la sala de mi casa, me retorcí la manga de la camisa como si fuera un trapo de cocina y expresé mi temor de que mi trabajo más reciente decepcionara a mis amigos y colegas. ¿Qué pasaría si hubiera fracasado estrepitosamente?

No hizo ninguna pausa en su respuesta: «Tu trabajo es una ofrenda al Señor, y tu trabajo es caminar tan fielmente como puedas con lo que tienes que ofrecer», dijo. «Lo que el Señor decida hacer con el producto acabado es según Su voluntad, no la tuya».

Desde aquella conversación en una fría tarde de invierno, me he aferrado a estas palabras en momentos de agotamiento, duda y fatiga. Me han infundido nuevas fuerzas cuando estaba agotada. Y me han liberado para abordar cada nuevo proyecto con gozo, sabiendo que cualquier cosa buena que surja de mis garabatos es obra de Dios, no mía.

Administra tus palabras

Cuando consideramos cada escrito como una ofrenda al Señor, la escritura se transforma en un acto de mayordomía. El impulso de esculpir nuestras observaciones en frases coherentes adquiere un nuevo peso, pasando de ser un deleite privado a un ministerio en el que «todo lo que [hacemos, lo hacemos] de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col 3:23). Vistas a través de la lente de la ofrenda, las horas solitarias que pasamos tecleando se convierten en vehículos no para nuestra indulgencia personal ni para nuestra aclamación, sino para Su gloria.

Así debe ser, ya que este amor por redactar palabras —este impulso por traducir al lenguaje lo que vemos y sentimos y preservar de algún modo la esencia— es un generoso don de Dios, no obra nuestra (Ro 12:3). Habiendo recibido del Señor un corazón para las palabras, no debemos malgastarlo para nosotros mismos, sino más bien derramarlo al servicio de Su pueblo (Ro 12:6-8). Debemos hacerlo «todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por medio de Él a Dios el Padre» (Col 3:17). Hemos de ofrecer una ofrenda de todo corazón (Mt 22:37) y elaborar frases, por escasas que sean, que Él no desprecie.

Permanece en la Palabra de Dios

Escribir como ofrenda exige que nos atemos a las Escrituras. «Mira la Palabra, y mira el mundo, en una búsqueda para ver a Dios como maravilloso», recomendó John Piper durante una cumbre de escritores el verano pasado. «Cultiva la capacidad de ver lo que está ahí, y de saborear lo que ves. Es más probable que encuentres palabras que despierten el corazón si tú mismo estás despierto».

Permanecemos despiertos a la obra de Dios en el mundo cuando nos aferramos firmemente a las Escrituras, mientras nos entrenamos para reflexionar sobre lo que a Él le importa así como para poner nuestra mente en todo lo que es verdadero, honorable y amable (Fil 4:8). Tanto si escribimos obras de no ficción, novelas, poesía o cuentos infantiles, nuestro objetivo es decir la verdad en amor con mayor claridad y precisión (Ef. 4:15). El autor de Hebreos escribe: «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos, y es poderosa para discernir los pensamientos y las intenciones del corazón» (He 4:12).

Cuando consideramos cada escrito como una ofrenda al Señor, la escritura se transforma en un acto de mayordomía

Para escribir para el Señor, debemos permitir que Sus palabras guíen las nuestras. Debemos iluminar nuestras propias palabras con la verdadera lámpara a nuestros pies y luz a nuestro camino (Sal 119:105).

Entrega tu trabajo a Dios

Dos meses después de las alentadoras palabras de mi pastor, recibí una carta de una joven lectora sobre el mismo libro que tanto me había preocupado. En el momento justo, de una manera que nunca hubiera podido imaginar, el Señor obró a través de ese libro para sostenerla en un momento de dolor y necesidad. Mi trabajo era imperfecto, pero la gracia de Dios abundó.

Escribir es un llamado vulnerable. Ofrecemos temblorosamente un trozo de nuestro corazón al mundo y, mientras las redes sociales engendran críticas como si fueran moscas incubadas, nos encogemos ante los feroces recordatorios de que no somos lo suficientemente buenos. Porque la verdad es que no lo somos. Somos finitos y caídos, y la obra que creamos y damos forma con nuestras propias manos siempre mostrará grietas. Siempre reflejará nuestro quebrantamiento.

Sin embargo, nuestro Dios es el que redime. Por medio de Cristo, toma las manchas escarlata de nuestros pecados y las hace blancas como la nieve (Is 1:18). Toma nuestras obras frágiles y desmoronadas y las moldea para convertirlas en montañas.

Escritores, aborden su trabajo como una ofrenda. Aunque nos esforcemos arduamente con la pluma en la mano para reflejar la bondad de Dios, y aunque nuestros esfuerzos desesperados se queden cortos, no tenemos por qué angustiarnos (Mt 6:25; Fil 4:6). En lugar de sucumbir al desaliento, entrégale tu trabajo. Dios hará con él lo que quiera, y cualquier bien que salga de él será por obra Suya, no tuya (Gn 50:20; Ro 8:28).

Apunta a transcribir lo que es verdadero, bueno y puro. Recuerda que, cuando fracases, el Señor puede tomar tus pedazos rotos y ensamblarlos en algo hermoso y completo, para Su gloria y no para la tuya.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
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