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Isaías 34-38 y 1 Corintios 14-15

“Volverán los rescatados del Señor,
Entrarán en Sion con gritos de júbilo,
Con alegría eterna sobre sus cabezas.
Gozo y alegría alcanzarán,
Y huirán la tristeza y el gemido”
(Isaías 35:10).

Recuerdo haber leído hace unos años un reporte especial en la revista TIME acerca de los peligros en que se encuentra nuestro querido y pequeño planeta azul. Uno de los artículos era de una joven bióloga canadiense llamada Severn Cullis Suzuki quien, desde su adolescencia, ha estado muy interesada en los problemas del medio ambiente. Basta contar que, cuando tenía solo 12 años, participó como delegada en la Cumbre de Río de 1992, y hasta tuvo la posibilidad de entregar un discurso a toda la asamblea. Más de un cuarto de siglo después, ella sigue bregando a favor de la tierra, esperanzada en un mañana mejor para nuestro planeta.

En su artículo, sus palabras finales fueron: “… yo he aprendido que darle discursos a nuestros líderes no es suficiente… Yo sé que el cambio es posible, porque yo estoy cambiando… Yo todavía estoy decidiendo cómo voy a vivir mi vida. Los desafíos son grandes, pero si acepto mi responsabilidad individual y tomo decisiones sustantivas, podremos alcanzar los desafíos y vendremos a ser parte de una positiva marea de cambios”.

Ella presenta una esperanza que es muy parecida a la esperanza bíblica porque se trata de una actitud activa, informada, y desafiante ante la vida. Aunque es terrible todo lo que vemos en nuestro mundo, y nos genera tremendas dudas acerca del futuro, con todo, la esperanza cristiana es superior y no descansa simplemente en la mejoría o el mantenimiento de este mundo material. A su vez,  también nos convierte en protagonistas de todo lo que nuestro anhelo trae consigo. Podría ser que el mañana, a los ojos de los seres humanos, se vuelva absolutamente incierto hasta el punto de sentir que desfallecemos en este mismo instante producto de la incertidumbre y la desilusión. Sin embargo, el Señor nunca deja sin esperanza a su pueblo. Por supuesto, no estamos hablando de una esperanza superficial como la de la canción que decía: «Yo tengo fe que todo cambiará». En cambio, estamos hablando de la expectativa de que Dios mismo volverá para poner orden en su casa y nosotros, sin lugar a dudas, veremos lo que nuestro Señor hará a su debido momento. Y no solo eso, sino que también nos permitirá ser agentes de esperanza para otras personas mientras el cambio total todavía no llega o pareciera que nunca llegará.

El texto del encabezado dice que la esperanza cumplida siempre va acompañada de alegría y regocijo, y que la tristeza y el gemido se irán apagando en la medida que nuestra esperanza se hace realidad. Pero también es necesario aclarar que la esperanza cristiana no radica en una posible intervención indiscriminada de Dios en medio de la humanidad, buscando su destrucción como quien hace “borrón y cuenta nueva”. Nada más equivocado. Para aquellos que están desanimados o confusos ante un mundo oscuro en donde la injusticia y la maldad parecen haberse asentado para siempre, este es el mensaje: “Digan a los de corazón tímido: ‘Esfuércense, no teman, Pues su Dios viene con venganza; La retribución vendrá de Dios mismo, Mas Él los salvará’» (Is. 35:4). Sí, nuestro Señor regresará y con Él volverán el gozo y la alegría, y también el orden y la justicia.

El profeta Isaías recalca que tal esperanza nos debe llevar a tener una actitud decisiva y activa ante los temas de la vida presente. No se trata de solo estar mirando el horizonte entre suspiros y sollozos, sino de responder al mandato del Señor para estos días: “Fortalezcan las manos débiles Y afiancen las rodillas vacilantes” (Is. 35:3). Si el Señor traerá alegría y justicia con su venida, entonces los que tenemos tal esperanza no nos rendimos y, en vez de dejar que la tristeza y la injusticia reinen, procuraremos tercamente y en esperanza hacer justicia y fomentar el gozo en nuestro entorno.

La esperanza cristiana no puede descansar en los humanos caídos y finitos.

La lógica es la siguiente: Si Cristo traerá justicia y alegría con su venida, y ese mismo Cristo vive y reina entre nosotros y ha prometido ya acompañarnos hasta el fin del mundo, entonces ya podemos vivir esa justicia y esa alegría entre nosotros desde hoy. En una escala distinta, pero no será menos justicia ni menos alegría.

La esperanza cristiana no es colocarnos lentes color rosa a la realidad para verla diferente. Ciertamente reconocemos que los seres humanos están incapacitados para mejorar su propio mundo producto de su separación de Dios y su muerte espiritual. Pero como hemos venido recalcando, los cristianos, que tenemos esperanza, ya estamos viviendo en esa esperanza y sabemos que producto del profundo amor de Dios es que Él finalmente buscará restablecer el orden en medio del desorden que todo nosotros hemos causado con nuestra rebeldía.

Por lo tanto, la esperanza cristiana no puede descansar en los humanos caídos y finitos. Por eso debemos reconocer con Ezequías: «… solo Tú eres Dios de todos los reinos de la tierra. Tú hiciste los cielos y la tierra» (Is. 37:16). Nuestra esperanza descansa en un Dios soberano que cambia no solo mi actitud hacia el mañana, sino que también hará su obra en mi presente. Como dice el profeta: «El Señor me salvará; Y tocaremos mis canciones en instrumentos de cuerda Todos los días de nuestra vida en la casa del Señor» (Is. 38:20). No puedo ser pesimista si es que tengo comunión con el Dios de la esperanza. Debo reconocer mis faltas hoy, cambiar de actitud, y esperar al Señor mostrando hoy en mi vida lo que también se que hará mañana. Nuestra esperanza se sustenta en la maravillosa obra de nuestro Señor Jesucristo, quien derramó su sangre a nuestro favor y nos ha prometido que algún día resucitaremos con Él para vivir a sus pies por toda la eternidad.

Esa esperanza gloriosa suena a superchería a los oídos del mundo porque la esperanza cristiana siempre está en contraposición con unas circunstancias que están absolutamente opuestas a nuestras expectativas. Si las circunstancias fueran óptimas no habría lugar a la esperanza, sino al disfrute, al reposo, al goce de lo alcanzado, o simplemente a la resignación y al abandono ante una oscuridad que no se puede cambiar. Vivimos en un mundo oscuro y desalmado, pero la esperanza siempre se yergue como la pequeña luz de un faro lejano que le dice al corazón temeroso del marino que el puerto está cercano, y que no debe dejar de esforzarse aún un poco más, porque tarde o temprano llegará a destino.

Durante los tiempos de Isaías, el reino de Ezequías, rey de Judá, entró en un profundo desaliento. Las poderosas fuerzas del rey de Asiria estaban conquistando todos los reinos del mundo de su tiempo, y ahora era evidente que el turno era para Judá. Los embajadores asirios enviaron una carta lapidaria a las autoridades judías con las siguientes palabras: “Cuidado, no sea que Ezequías los engañe, diciendo: ‘El Señor nos librará’. ¿Acaso alguno de los dioses de las naciones ha librado su tierra de la mano del rey de Asiria? ¿Dónde están los dioses de Hamat y de Arfad? ¿Dónde están los dioses de Sefarvaim? ¿Cuándo han librado ellos a Samaria de mi mano? ¿Quiénes de entre todos los dioses de estas tierras han librado su tierra de mi mano, para que el Señor libre a Jerusalén de mi mano?” (Is. 36.18-20). Por lo visto, todo estaba en contra de Judá. Las estadísticas demostraban que los asirios tenían todas las de ganar.

El gran secreto de la esperanza cristiana es que siempre florece en los terrenos más inesperados.

¿Cómo puede surgir la esperanza en circunstancias que podrían parecer totalmente irreversibles? Pues te recuerdo que la esperanza no descansa en los seres humanos, sino en el Señor del cielo y la tierra. El gran secreto de la esperanza cristiana es que siempre florece en los terrenos más inesperados y resplandece en las circunstancias más oscuras. Y lo que debe quedar más claro aún es que nunca aparece por sí sola, sino que siempre alguien (no algo) la hará surgir.

En este caso, Ezequías fomentó la esperanza desde el momento en que puso en evidencia que creía en el Dios de Israel. Él se enfrentó ante su desaliento de manera dramática porque al momento de escuchar el ultimátum de los enviados asirios, Isaías nos cuenta: “Entonces Ezequías tomó la carta de mano de los mensajeros y la leyó. Después subió a la casa del Señor y la extendió delante del Señor. Y Ezequías oró al Señor… ‘Y ahora, Señor, Dios nuestro, líbranos de su mano para que todos los reinos de la tierra sepan que solo Tú, oh Señor, eres Dios’” (Is. 37:14, 20). El rey judío pone su desesperanza en las manos de Dios para que Él la transforme milagrosamente en una esperanza gloriosa. Él sabía que si el Señor tomaba su causa, entonces la esperanza renacería.

Ezequías involucró de tal manera al Señor en sus circunstancias, con tal persistencia y entereza, que la respuesta consoladora de Dios no se dejó esperar. Isaías le dijo al rey en nombre de Dios: “Entonces ésta será la señal para ti, Ezequías: Este año ustedes comerán lo que crezca espontáneamente; el segundo año lo que nazca de por sí, y en el tercer año siembren, sieguen, planten viñas y coman su fruto. El remanente de la casa de Judá que se salve, echará de nuevo raíces por debajo y dará fruto por arriba… El celo del Señor de los ejércitos hará esto” (Is. 37.30-32).  

Así como en Ezequías, la base de nuestra esperanza está solo en el Señor Jesucristo. Con Él, nuestra esperanza trasciende a nuestra temporalidad y alcanza los terrenos de la eternidad. Su obra sustitutoria y su victoria sobre la muerte se convierten en una piedra angular que alimenta todas nuestras esperanzas. Con Él podemos reconocer que nuestros anhelos ya no se dibujan solo bajo los parámetros de la satisfacción de lo material, la tranquilidad de la salud, la mera felicidad, o el placer. En cambio, nos hace capaces de vislumbrar un mundo nuevo que escapa a todo lo que el ser humano natural podría anhelar.

Nuestras expectativas trascienden nuestra propia temporalidad y circunstancias, para hacernos vivir la eternidad desde nuestro hoy. Este sentido de trascendencia sobre lo meramente terrenal nos da una nueva perspectiva de la vida y nuevos valores para entender los acontecimientos de nuestro diario vivir. Por eso, no descuidamos el consejo esperanzador de Dios. “Por tanto, mis amados hermanos, estén firmes, constantes, abundando siempre en la obra del Señor, sabiendo que su trabajo en el Señor no es en vano” (1 Co. 15:58).

Como cristiano, no me rindo porque tengo claro en mi corazón que tarde o temprano nuestra esperanza será una gloriosa realidad.


Imagen: Lightstock.
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