La meta para cada matrimonio debiera ser la de cultivar la unidad matrimonial, teniendo como referente la unidad perfecta que hubo entre Adán y Eva en el Edén. Cuando el hombre y la mujer fueron creados por Dios, ¿cómo debía de ser su comunicación, su amistad, su intimidad? Nos puede resultar un pensamiento demasiado elevado el tratar de imaginar la vida de Adán y Eva como matrimonio en su perfección. Antes de comer del fruto, ¿cómo eran las palabras del uno hacia el otro? ¿Cómo eran sus miradas, sus gestos, sus prioridades, su servicio, su respeto, su amor?
Ese estado de perfección es el que debemos anhelar aquí en la tierra. El matrimonio perfecto duró tan solo unos versículos en el Génesis, pero hoy día cada matrimonio cristiano debiera ser un matrimonio que camine hacia esa perfección con la ayuda de Dios y la guía del Espíritu Santo.
Si la unidad del Edén es nuestra meta, ¿qué sentido podría tener pues para un cristiano unirse a alguien que no tiene su fe? El creyente ha de vivir en verdadera y completa unidad con su cónyuge, y ambos en unidad con el Señor.
“¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?”, Amos 3:3.
Si la unidad del Edén es nuestra meta, ¿qué sentido tiene vivir vidas paralelas? Hay muchos matrimonios que viven bajo el mismo techo, pero viven emocionalmente divorciados porque su tiempo, sus amistades, su dinero, sus decisiones, su vida en general lleva rumbos diferentes.
Si la unidad del Edén es nuestra meta, ¿qué sentido tiene culparse el uno al otro, ridiculizarse el uno al otro, airarse el uno contra el otro? Si los dos estamos en el mismo barco, si los dos tenemos un mismo destino, si los dos estamos en el mismo equipo… Acaso el jugador de tenis, jugando en parejas, se gira a su compañero y le grita “¡Ah, te han marcado un punto!”. Tal como expresa la palabra castellana, marido y mujer somos “consortes”, o sea, de una misma suerte. Estamos unidos para lo bueno y para lo malo. Las desavenencias no tienen sentido.
Pero esa unidad perfecta que el primer matrimonio disfrutaba en el Edén duró poco tiempo. Esa unidad se expresa en afirmaciones como esta de Génesis 2:25, en la cual vemos la aceptación, intimidad y unidad que había entre Adán y Eva.
Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban.
Pero esa perfecta unidad matrimonial fue atacada por el diablo y destruida por el pecado. La serpiente entra en escena, les engaña, y comen del fruto prohibido. Satanás pretende destruir la Creación, invirtiendo el orden establecido por Dios. Dios es el Creador, Adán es su Mayordomo, Eva se sujeta a su marido como ayuda idónea, y los animales obedecen al hombre y a la mujer como parte de la Creación que deben sojuzgar. Sin embargo Satanás revierte el orden, y es una serpiente la que tienta a la mujer, la mujer invita a su marido a desobedecer, y Adán culpa a Dios de todo lo sucedido: “La mujer que TÚ me diste me dio a comer…”.
Adán y Eva comieron del fruto prohibido, y “fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”. ¡Y desde entonces usamos hojas de higuera! Para cubrir nuestra vergüenza. Para esconder nuestras faltas. Para disimular nuestras debilidades. Nuestras hojas de higuera hoy día son de marca y llevan botones y cremalleras, pero por mucho que las sofistiquemos están diciendo lo mismo: que tememos que nos vean como realmente somos.
La primera consecuencia del pecado es que el hombre y la mujer empezaron a cubrirse. En primer lugar se cubrían de Dios, porque querían ocultar su pecado cosiendo hojas de un árbol. Comprobamos una vez más cuán maravillosa es la gracia de Dios al ver que Dios mismo es quien finalmente les viste con una ropa permanente, una piel de un animal, símbolo y anticipo del sacrificio perfecto de Cristo que cubre nuestro pecado.
¡Pero Adán y Eva no solo pretendían cubrirse de Dios, sino que también se cubrían el uno del otro! Adán no quería que Eva viera su desnudez, y Eva no quería que Adán viera su desnudez. Sentían vergüenza ante el otro e intentan disimular su temor con un improvisado camuflaje.
El pecado en tu corazón es lo que te mueve a esconderte de Dios y a esconderte de tu consorte. Nos vestimos continuamente con “hojas de higuera” para que no se descubra la realidad de nuestra naturaleza: hojas de mentira, hojas de disimulos, hojas de medias verdades, hojas de hipocresía, hojas de orgullo… para esconder un corazón sucio de pecado. Es tu pecado –no el de tu esposo o esposa– el que destruye la unidad y la intimidad matrimonial. Los más grandes enemigos del matrimonio están dentro de casa, y están dentro de ti: tu orgullo, tu egoísmo, tu falta de perdón, tu ingratitud, tu impaciencia, tu ira, tus palabras ásperas, tu silencio…
“Ser una sola carne” supone ante todo luchar, no contra tu cónyuge, sino contra el pecado en tu corazón con todas tus fuerzas, para ser más santos. “Ser una sola carne” supone acercarse a Dios diariamente para confesar tus pecados, para ser cubiertos por la sangre de Cristo y por su manto de justicia, y acercarse cada día a tu esposa para seguir cultivando juntos la unidad matrimonial.
No pienses que la unión de un cristiano con otro cristiano tiene como resultado inmediato un “matrimonio cristiano”. Dos creyentes pudieran haberse unido en matrimonio y estar viviendo un “matrimonio mundano”. Un “matrimonio cristiano” es un nuevo reto que ambos deben asumir. El reto de caminar con Cristo juntos.
Como matrimonio, cada uno de nosotros necesitamos del Señor Jesucristo. Solo en Cristo podemos obtener el perdón de los pecados. Solo en Cristo podemos obtener la paz con Dios. Solo en Cristo se puede restablecer esa hermosa unidad matrimonial que se perdió en el Edén. Solo Cristo puede lograr el milagro de que dos pecadores egoístas, cubiertos de hojas de higuera, vuelvan a ser un matrimonio unido y santo que se ama, y que ama a Dios sobre todas las cosas.
Amén. Que el Señor te bendiga.