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En este artículo daremos una mirada panorámica a la obra del Espíritu Santo en la carta del apóstol Pablo a los efesios. Un análisis sencillo del contexto, la estructura, y los idiomas originales nos permitirá descubrir algunas facetas del obrar del Espíritu en el creyente. Ellas enriquecerán nuestro conocimiento para estar más conscientes de su presencia en nuestras vidas.

El Espíritu Santo garantiza la herencia del creyente (Ef. 1:13-14; 4:30; 2:22)

El apóstol Pablo inicia esta carta exponiendo la riqueza de la obra redentora de Cristo, planificada soberanamente desde antes de la fundación del mundo (Ef. 1:4). Un elemento de esta bendición espiritual es la herencia de gloria futura que nos ha sido dada y garantizada por Dios a través del Espíritu Santo (Ef. 1:14). Es Dios quien sella al creyente con el Espíritu, como una garantía y seguridad de salvación (Ef. 1:13; cf. 2 Co. 1:22).

La morada del Espíritu en el hombre es entonces señal de que la persona ha oído, ha creído, y por ende, ha sido sellada. Los tres verbos en Efesios 1:13, que representan una secuencia del momento de salvación, están en aoristo (ἀκούσαντες; πιστεύσαντες; ἐσφραγίσθητε), lo cual indica una consumación definitiva.

En el siguiente versículo, Efesios 1:14, se presenta al Espíritu como las arras de nuestra herencia (del griego, ἀρραβὼν), es decir, un pago parcial realizado en el momento de la compra como anticipo y garantía de que el pago se dará por completo en su debido tiempo.

El Espíritu Santo adopta al creyente y lo acerca al Padre (Ef. 2:18)

Uno de los problemas que aborda el apóstol en su epístola es la división cultural o racial que existía entre judíos y gentiles (cf. Hch 19:17). Sin embargo, Pablo afirma que “por medio de Cristo los unos y los otros tenemos nuestra entrada al Padre”, refiriéndose a que la obra redentora de Cristo también había alcanzado a los gentiles (cf. Ro 5:2). Este acceso es “en un mismo Espíritu” (del griego ἑνὶ, referente a una sola cosa o unidad; no dos o más), puesto que así como observamos en el segmento anterior, la tercera persona de la Trinidad también participa en el momento de salvación.

La herencia espiritual del creyente es tan abrumadora que debe motivarnos a vivir entregados a Cristo

Por el Espíritu Santo, según Pablo, somos adoptados por Dios (Ro. 8:15) y se nos afirma en nuestro ser interior que somos sus hijos (Ro. 8:16). El acceso al Padre, si bien es gracias a la obra de Cristo en la cruz, también es por la obra del Espíritu quien acerca al creyente al Padre, afirmando que “ya no son extraños ni extranjeros, sino que son conciudadanos de los santos y son de la familia de Dios” (Ef. 2:19).

El Espíritu Santo revela el misterio de la salvación al creyente (Ef. 3:5)

La aceptación de los gentiles dentro de la familia de Dios era una verdad difícil de aceptar para los judíos creyentes en aquellos días (1 Co. 2:10-14). Lo que no se había revelado a generaciones anteriores, ahora ha sido revelado (del griego ἀπεκαλύφθη, ser o llegar a ser conocido por el público, algo que anteriormente era conocido por pocos o que se trataba de mantener en secreto) a sus apóstoles y profetas por el Espíritu (Ef. 3:5).

El autor de dicha revelación, afirma Pablo, es el Espíritu Santo. Este es un respaldo de su mensaje, pues no solo él fue constituido apóstol mediante la voluntad de Dios (Ef. 1:1; 3:7), sino que también su mensaje provenía de Dios (Ef. 3:5; cf. 2 Pe. 1:21).

El Espíritu Santo fortalece al creyente (Ef. 3:16; 6:17)

Es necesario resaltar que la fortaleza que trae el Espíritu Santo al creyente tiene lugar en el “hombre interior” (contrario al “hombre exterior” que se desgasta, figura que Pablo usa en 2 Co. 4:16). Esta referencia hace alusión al corazón del creyente, lugar donde está la esencia del hombre (cf. Lc. 11:39). En este contexto, Pablo eleva una oración a Dios pidiendo que los efesios puedan vivir para Cristo y estar conscientes de su presencia en sus vidas, siendo fortalecidos por el Espíritu Santo en su lucha contra la naturaleza pecaminosa, produciendo en cambio su maravilloso fruto (cp. Gá. 2:20; 5:22).

Asimismo, en Efesios 6:17 encontramos otra obra poderosa del Espíritu: nos da la Palabra. Aquí se hace una conexión entre la “espada del Espíritu” y “la Palabra de Dios”, pero es importante entender cómo están relacionadas. Primero, no se trata de una espada de ataque, sino más bien una daga o cuchillo (μάχαιραν) usado en defensa personal o combate cuerpo a cuerpo. Y esa “daga” es la Palabra de Dios, dada por el Espíritu al creyente (Καὶ τὴν μάχαιραν τοῦ Πνεύματος, ὅ ἐστιν ῥῆμα Θεοῦ, nótese el genitivo de cualidad y agente). De esta manera, el Espíritu Santo fortalece al creyente al darle la Palabra de Dios, para ser usada como defensa personal en la lucha contra el enemigo (cf. Mt. 4:4-10).

El Espíritu Santo trae unidad al cuerpo de Cristo (Ef. 4:3-4)

La unidad de la que habla Pablo en este pasaje es una que produce el Espíritu y que el creyente debe esforzarse por guardar. Esto se ve reflejado en el uso del dativo “la unidad del Espíritu” (ἑνότητα τοῦ πνεύματος ἐν τῷ συνδέσμῳ τῆς εἰρήνης). Como observamos en Gálatas, una de las obras de la carne y contraria al Espíritu, es la rivalidad y disensión (Gá 5:20). Por lo tanto el creyente, quien es templo del Espíritu, debe custodiar y resguardar la unidad en la familia de Dios con esmero e interés.

El Espíritu Santo llena al creyente (Ef. 5:18)

En este punto es importante diferenciar la llenura (plenitud) del Espíritu con el sello o morada del Espíritu. Todo creyente que ha oído y creído el evangelio, también ha sido sellado con el Espíritu Santo, tal como vimos en 1:3. Sin embargo, aquí Pablo habla de otro aspecto de la obra del Espíritu en el creyente, que tiene que ver con una vida controlada por Él.

El Espíritu Santo nos capacita en nuestra lucha contra el pecado y contra el enemigo por medio de la Palabra de Dios

Anteriormente, el apóstol enumeró algunos de los pecados que no corresponden a los santos (Ef. 5:3), es decir, a aquellos en quienes habita el Espíritu y por quien tienen garantía de recibir la herencia en el reino de Cristo y de Dios (Ef. 5:5). Él continúa con advertencias y exhortaciones con respecto al andar cristiano: “examinen” (Ef. 5:10); “no participen” (Ef. 5:11); “tengan cuidado”, (Ef. 5:15); “no sean necios” (Ef. 5:17). Hasta que llegamos a nuestro pasaje: “Y no se embriaguen con vino, en lo cual hay disolución, sino sean llenos del Espíritu” (Ef. 5:18).

Es importante observar que se trata de un mandato, pues el verbo está en modo imperativo (πληροῦσθε –presente, pasivo, imperativo. Lit. Déjense llenar por el Espíritu). Evidentemente, Pablo no trata de dar una lección acerca de la embriaguez, sino más bien de una vida controlada por el Espíritu en contraposición con las obras de la carne. Les está diciendo: “En lugar de emborracharse y permitir que el vino los controle, déjense llenar por el Espíritu”. Y como se trata de un imperativo, hablamos de una acción que se puede llevar a cabo, es decir, que no es imposible ni tampoco está reservada solo para algunos cristianos.

Conclusión

El creyente moderno ha perdido de vista la importancia de una vida fundamentada en la verdad escatológica. Es decir, es poco común encontrar creyentes deseosos o alertas ante el fin de todas las cosas. Esto implica no solo vivir atentos y a cuentas ante el inminente regreso de Cristo, sino también con vista en el glorioso futuro que nos espera. La herencia espiritual del creyente es tan abrumadora que debería motivarnos a vivir entregados a Cristo, como hijos obedientes a quienes les ha sido revelado, por el mismo Espíritu, el misterio de la salvación.

Por supuesto, la vida cristiana no es un camino fácil ni aún teniendo una perspectiva escatológica de la vida. Por eso, dentro del plan divino estaba la obra del Paracleto, el Espíritu Santo, quien nos fortalece en la debilidad. Mientras nuestro ser interior se desgasta por las pruebas y el sufrimiento a causa del pecado en el mundo, nuestro ser interior se vitaliza por la obra del Espíritu, Aquel que también nos capacita en nuestra lucha contra el pecado y contra el enemigo por medio de la Palabra de Dios.

La vida del creyente debe ser controlada por el Espíritu. No es una opción, sino un mandato del Altísimo: “Déjense llenar por el Espíritu”, sin apagarlo (1 Tes. 5:19) y sin contristarlo (Ef. 4:30). No para jactarnos de ser más espirituales o hacer una demostración de dones espectaculares, sino para dar evidencia de que somos de Cristo (Ro. 8:9).

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