Si alguien me preguntara cuál enseñanza de la Escritura ha tenido un mayor impacto en mi vida, sin duda respondería que es el conocer la distinción entre la ley y el evangelio.
Estas dos palabras, ley y evangelio, son un regalo de Dios. Ambas vienen de Él y tienen que ser proclamadas, porque son igualmente necesarias, aunque de manera distinta porque tienen funciones completamente diferentes. Para la ley es imposible lograr lo que solo el evangelio logra. Para el evangelio es imposible hacer lo que solo la ley hace. La obra de Dios en Sus hijos es producida a través de estas dos realidades.
Lamentablemente, el mundo cristiano a través de la historia ha confundido, mezclado y olvidado la distinción vital entre estas dos palabras del mensaje de Dios. Muchos eruditos han afirmado que la ignorancia de la distinción entre la ley y el evangelio es una de las causas de los mayores problemas del pueblo de Dios. Por ejemplo, Teodoro Beza (1519-1605), discípulo de Juan Calvino, decía: «La ignorancia de la distinción entre la ley y el evangelio es una de las principales fuentes de abusos que corrompieron y todavía corrompen el cristianismo» (The Christian Faith, 37).
La ley es el martillo de Dios que prepara el corazón de piedra para que el evangelio lo convierta en un corazón de carne
Si no distinguimos entre la ley y el evangelio, y vemos las dos palabras como la misma cosa, entonces nos encontraremos en el mismo punto en el que Martín Lutero estaba antes de «abrirse paso y ser liberado». Antes de entender esa distinción, el joven Lutero pensaba que debía (y podía) alcanzar la justicia que Dios demanda por medio de la ley. En ese momento Lutero ignoraba que, en Jesucristo, Dios nos atribuye la justicia que Su ley demanda, y esto por medio de la fe sola, sin las obras de la ley (Ro 1:17; 3:28; Gá 2:16; Fil 3:9).
Durante las charlas de sobremesa que Lutero sostuvo con sus discípulos y amigos (conocidas en inglés como Table Talk), se registra un testimonio suyo en el invierno de 1542-43 donde relata cómo esta distinción entre la ley y el evangelio cambió su vida para siempre:
Aprendí a distinguir entre la justicia de la ley y la justicia del evangelio. A mí no me faltaba nada antes de esto, excepto que no hacía una distinción entre la ley y el evangelio. Consideraba ambas cosas como lo mismo y sostenía que no había diferencia entre Cristo y Moisés, excepto los tiempos en los que vivieron y sus grados de perfección. Pero cuando descubrí la distinción apropiada, esto es, que la ley es una cosa y el evangelio es otra, me abrí paso y fui liberado (Luther’s Works, vol 54, 442-43).
Dada la importancia de esta distinción entre ley y evangelio, debemos asegurarnos de conocer el significado que cada término representa, su función y su distinción.
¿Qué es la ley de Dios y cuál es su función?
La Escritura utiliza el término «ley» (heb. torah) para referirse a todo lo instruido por Dios, a las regulaciones de orden moral, civil o ceremonial, y a los escritos del Pentateuco de Moisés. Se podrían abarcar estas acepciones con el término «instrucción». Sin embargo, para fines de este artículo, haré referencia a la ley en su aspecto teológico. En ese sentido, la ley de Dios se refiere a la Palabra del Creador que ha sido comunicada a Sus criaturas demandando obediencia en todo lo que Él ha ordenado. La ley consiste en todo aquello que Dios nos demanda.
Es importante aclarar para qué la ley no sirve. La ley demanda obediencia, pero no provee poder para obedecer. La ley condena, pero nunca perdona. La ley muestra el estándar de conducta, pero no puede cambiar el corazón. La confusión más grande es cuando no entendemos que la ley puede apuntar hacia el Camino de salvación, pero es incapaz de salvar. De hecho, Pablo advierte que «por las obras de la ley nadie será justificado» (Gá 2:16).
Entonces, ¿para qué sirve la ley? En su función teológica o pedagógica, la ley lleva al ser humano a la convicción de pecado para hacerlo consciente de la imposibilidad de cumplir sus demandas. El apóstol Pablo afirma que la ley se introdujo para evidenciar nuestro pecado (Ro 3:20; 5:20; 7:7). En cierto sentido, la ley estimula el poder del pecado en mí debido a que mi propio corazón es pecador (Ro 7:11-13; 1 Co 15:56). La ley produce la ira de Dios (Ro 4:15).
La función de la ley se describe como el ministerio de condenación que nos acusa y nos declara culpables (Jn 5:45; Ro 2:1; 2 Co 3:7). Pablo va más lejos al decir que debido a que somos incapaces de cumplirla conforme a sus demandas, la ley nos maldice (Gá 3:10). El apóstol afirma que el propósito de la ley, al encerrarnos y declararnos culpables y condenados, es conducirnos como un tutor (pedagogo) hacia Cristo (Ro 10:4; Gá 3:24).
Entonces, si la ley evidencia mi pecado, me declara culpable, me condena y me maldice, ¿es acaso mala? De ninguna manera. Pablo dice que la ley es santa, justa y buena; el malo soy yo (Ro 7:12-16). Una vez que descansamos en la gracia de Dios, podemos ver la ley como un regalo infinitamente valioso (Sal 119). Pero antes de eso, todos tenemos un fariseo en el corazón que quiere flexibilizar la ley para hacerla alcanzable. Lo que necesitamos es una predicación de la ley en su justa dimensión para que revele nuestra culpa, llene nuestras conciencias de terror y nos lleve a la desesperación que nos conduce a desear la gracia de Cristo.
La ley es el martillo de Dios que prepara el corazón de piedra para que el evangelio lo convierta en un corazón de carne.
¿Qué es el evangelio de Dios y cómo contrasta con la ley?
La palabra evangelio significa literalmente «buena noticia». Notemos que el evangelio es un anuncio, no un buen consejo. Es la proclamación de las buenas nuevas anunciando que Jesucristo murió y resucitó para perdonar y salvar a los pecadores que se arrepienten.
Notemos el contraste entre la función de la ley y el evangelio:
- Mientras la ley evidencia las transgresiones sin ser capaz de evitarlas ni exonerarlas, el evangelio anuncia el perdón de los pecados bajo la promesa de que en Cristo ya no existen (Mi 2:19; Hch 10:43; Ro 5:20; 1 P 4:1).
- Mientras la ley estimula el poder del pecado en mí, el evangelio es poder de Dios que me libera del pecado que mora en mí (Ro 1:16; 1 Co 1:18).
- Mientras la ley demanda amor, solo el evangelio produce la fe que se expresa a través del amor (Gá 5:6).
- Mientras la ley representa el ministerio de condenación que me acusa, el evangelio representa el ministerio de justificación que me indulta (2 Co 3:9; Ro 8:33).
- Mientras la ley es el ministerio de muerte usado por el pecado para matarme, el evangelio es el ministerio de vida que me vivifica por medio de Cristo (cp. 2 Co 3:7; Jn 20:31).
- Mientras la ley me maldice por desobediente, el evangelio anuncia que, en mi lugar, Cristo obedeció la ley y fue hecho maldición en un madero para bendecirme (Gá 3:10-14).
- Mientras el fin de la ley es apuntarnos a Cristo, el fin del evangelio es unirnos a Él (Ro 3:21-22; 10:3-4).
La ley muestra el estándar de conducta, pero no puede cambiar mi corazón para que lo siga. La ley informa, pero solo el evangelio transforma
La ley demanda obediencia, pero no provee poder para obedecer. La ley condena y nunca perdona, mientras que el evangelio justifica y exonera de la culpa. La ley muestra el estándar de conducta, pero no puede cambiar mi corazón para que lo siga con eficacia. La ley informa, pero solo el evangelio transforma.
¿Cómo podemos percibir la distinción entre ley y evangelio?
Martín Lutero reconoció la dificultad de percibir esta distinción: «Quienquiera que sepa bien cómo distinguir el evangelio de la ley debe darle gracias a Dios y saber que es un verdadero teólogo. Admito que en el momento de la tentación yo mismo no sé cómo hacer esto como debiera» (Lectures on Galatians, 115-16). Lutero entendió que este discernimiento viene de la gracia de Dios.
La distinción no consiste en una estrategia hermenéutica ni homilética para bosquejar, interpretar y anunciar la Palabra de Dios. Más bien, son dos términos que nombran las acciones efectuadas por la Palabra «viva y eficaz» (Heb 4:12), por las cuales Dios mismo escudriña el corazón de los que escuchan, sujetándolos a desobediencia con el fin de tener misericordia. Nos mata con Su ley y nos vivifica con Su evangelio, por decirlo de alguna manera. No es una teoría hermenéutica, sino una experiencia en la que Dios mismo nos demanda justicia perfecta en Su ley, al tiempo que nos entrega dicha justicia en Su Hijo por medio del evangelio.
Si hay algo que los seres humanos podemos y debemos hacer es exponernos constantemente a la Escritura y escudriñarla en oración. De esta manera, podremos escuchar estas dos palabras por medio del Espíritu que nos redarguye con la ley y nos vivifica con el evangelio, a fin de que la Palabra de Cristo habite en abundancia en nosotros (Col 3:16).