¿Por qué llamamos a Dios “Padre”? Para responder esta pregunta se necesita retroceder varios pasos y recordar algunos conceptos fundacionales que nos ayuden a entender este título de “Padre” para Dios de manera correcta y bíblica.
Tenemos que empezar clarificando la idea de los nombres de Dios. En primer lugar, un nombre en el mundo bíblico involucraba principalmente una cierta descripción del carácter de la persona. En el mismo sentido, los diferentes nombres y títulos de Dios buscan entregar también una descripción de su carácter con cada nombre o título asignado.
En segundo lugar, esos nombres o títulos para Dios deben ser entendidos por mentes humanas finitas. Esto significa que ese nombre o título debe tener correspondencia con el mundo social y cultural humano para que pueda ser captado. El teólogo Wayne Grudem señala que estamos hablando de “términos cuyo significado es familiar para nosotros a través de la experiencia de esas cualidades en otros seres humanos… podemos decir que todo lo que la Escritura dice sobre Dios usa un lenguaje antropomórfico—es decir, un lenguaje que habla de Dios en términos humanos”.[1]
En tercer lugar, aunque esos nombres y títulos son tomados de la realidad humana para ser entendidos por humanos, lo cierto es que Dios, su persona, carácter y atributos superan a todo entendimiento humano (Is 55:9). En ese sentido, como dice Herman Bavinck, “Los nombres revelados de Dios no revelan su ser como tal, sino su adaptación al lenguaje humano. La Escritura es un lenguaje adaptado. Dios mismo es descrito en términos humanos vía facultades humanas, partes corporales, emociones, sensaciones y acciones”.[2]
Entonces, como una primera conclusión podríamos señalar que los nombres y títulos de Dios son términos adaptados para nuestra comprensión humana, aunque nuestro Dios será siempre más grandioso e incomprensible. Sin embargo, Bavinck también concluye diciendo, “aunque nuestro conocimiento de Él es adaptado y limitado, no es menos real, verdadero y confiable. Como Dios se revela a sí mismo, así es verdaderamente”.[3] Esto significa que Dios mismo se ha dado a conocer a través de ciertos términos que aunque son humanos y podrían tener modelos o ejemplos humanos imperfectos y que no alcanzan el estándar, igual en el Señor se hacen perfectos porque Él es perfecto y santo.
De lo anterior podemos también argumentar que el Señor usa nombres y títulos que, dentro del terreno humano, han sido mal usados y quebrantados, pero no por eso, en su sentido más puro, dejan de representar una característica perfecta en Dios. Por ejemplo, Dios es Rey, pero es indudable que hubo reyes sanguinarios, impíos y crueles en Israel. Dios es Juez, pero también es cierto que hubo jueces corruptos e injustos. Todos los nombres y títulos no son perfectos en la aplicación humana, pero buscan mostrar una característica que se hace perfecta en Dios. Recordemos que al Señor también se le identifica metafóricamente con una gallina, un escudo, una roca, pan, agua, ríos, león o cordero. Esas representaciones, aunque imperfectas, solo buscan mostrar algo específico de Dios para que pueda ser entendido por la mente humana.
Podemos pasar, ahora sí, al término “Padre” luego de esta breve explicación introductoria y necesaria. La figura paterna para Dios es una metáfora o símil que busca enseñar un vínculo que supera nuestro entendimiento para explicar la realidad de la relación de Dios con su pueblo (Éx 4:22; Dt 32:6; Sal 103:13; Is 45:9-11; Jr 31:9; Os 11:1; Mal 2:10). Sin embargo, eso no significa que Dios no llegara a usar también símiles femeninos para Él mismo (p. ej., Is 42:14).[4]
Vayamos a la Escritura misma. El término “Padre” era entendido de una manera muy amplia por el pueblo de Israel. La unidad básica social o familiar, como la conocemos hoy, era denominada “la casa del padre” (avi mibbeit, Gn 24:7). No se trataba de una familia nuclear tal como la conocemos hoy, sino de una familia extendida que podía incluir varias generaciones bajo el alero y la dirección de un patriarca (que podría ser abuelo, bisabuelo, padre y hasta tío, como en el caso de Abraham con Lot). Es debido a este concepto integral amplio —que involucraba familiaridad, cuidado, sujeción, liderazgo y dirección— que se usa el término “Padre” y no “Madre” para referirse a la relación de Dios con su pueblo. No tiene que ver con sexualidad, sino con un criterio de integración, sujeción y cuidado que la figura del “Padre” representa.
Ahora que ya hemos entendido que la idea de “Padre” involucra no solo la idea de familia, sino también de relación, cuidado y autoridad, podemos profundizar un poco más en el uso bíblico del término “Padre” para referirse a Dios. El teólogo Louis Berkhoff lo puntualiza de la siguiente manera:
“[Padre] expresa la relación teocrática especial que Dios guarda para con Israel. En el sentido general de Originador o Creador se usa este nombre en los siguientes pasajes del Nuevo Testamento: 1 Co 8:6; Ef 3:14-15; He 12:9; Stg 1:16-18. En todos los demás lugares en que se encuentra, sirve para expresar, bien sea la relación que la primera persona de la Trinidad guarda con Cristo como Hijo de Dios, o bien el sentido metafísico, o el medianero; o la relación ética en la que Dios se coloca en cuanto a todos los creyentes como sus hijos espirituales”.[5]
Jesús mismo enseñó que sus discípulos debemos dirigirnos a Dios llamándolo “Padre” (Mt. 6:9; Lc 11:2; Mt 28:19). Sin embargo, Jesús fue más allá al emplear la forma aramea Abba, un término muy cercano, familiar y afectivo que está más ligado a nuestro “papá” contemporáneo (Mr 14:36).
Pablo vincula en Romanos y Gálatas (8:14-15; 4:6) la expresión “Abba, Padre” a la adopción divina mediante la cual el Señor nos toma, nos hace suyos y produce en nuestro corazón una gran expresión de gratitud.[6] Hendriksen dice: “En esta palabra la ternura filial, la confianza y el amor encuentran su expresión combinada. Esta era, por supuesto, una palabra muy personal, es decir, una palabra por medio de la cual se expresa la íntima relación espiritual entre el creyente y su Dios”.[7]
Es importante también señalar que Jesús usa el término “Padre” para mostrar el misterio de la relación dentro de la Deidad. Waltke lo explica de la siguiente manera: “En el misterio de la Divinidad, en la que las tres personas son una e iguales, el hijo obedece al Padre, y el Espíritu obedece a ambos. De forma paradójica, Jesús dice que tanto, ‘Yo y el Padre somos uno’ (Jn 10:30) como ‘el Padre es mayor que Yo’ (Jn 14:28)”. Esto significa que la idea de jerarquía y autoridad también se expresa con esta idea de “Padre” para Dios.
Finalmente, podemos concluir que el término “Padre” no es un asunto de género, sino que el término en su sentido original bíblico tiene connotaciones más profundas que el término “Madre” no suple de forma completa. Es importante recalcar una vez más que esta figura de Dios como “Padre” es específica para denotar un aspecto particular de la relación de Dios con su pueblo y no queda limitada por la imperfección de ese mismo título expresado entre los humanos. Sabemos que en nuestros días el concepto de “Padre” o “patriarcado” se han convertido en términos cuestionables a nivel humano. Sin embargo, es importante atender la advertencia de Waltke:
“El darnos cuenta de esto no nos permite conformar nuestras interpretaciones a los vientos culturales prevalentes de corrección política, sujetando nuestra herencia sagrada a la demagogia con apariencia de consenso. Por el contrario, como seguidores de Cristo, debemos siempre sujetar nuestra herencia y autoridad, así como cualquier consenso cultura a la Escritura para que no la invalidemos”.[8]