La comida y yo tenemos una relación complicada. Siempre ha sido aquello a lo que voy constantemente. ¿Triste? A comer helado. ¿Celebrando? A hornear un pastel. ¿Un momento especial con mi hijo? Salir a desayunar. ¿Ponerme al día con una amiga? Hay un restaurante mexicano para eso. La comida no es solo para la supervivencia o la celebración; es para el aburrimiento, la comodidad, y el consuelo.
Tengo muchas excusas legítimas para comer descuidadamente o no ejercer el autocontrol: estoy ocupada, tengo una gran familia con muchas mañas al comer, y prefiero dedicar tiempo al ministerio que a planear las comidas.
Mi deseo de comer como respuesta a cada situación y mis excusas han resultado en una batalla de por vida con mi peso, el conteo obsesivo de calorías, la obsesión con las básculas, la dieta del yoyo, los problemas de identidad relacionados con el peso y los trastornos alimentarios. Pero a raíz de mis problemas con la comida hay problemas cardíacos que no pueden ser diagnosticados o justificados por un médico. De hecho, estos problemas cardíacos son más dolorosos y problemáticos que cualquiera de mis dolencias físicas. El pecado, la idolatría, la culpa, y la vergüenza; todos están en el menú.
Más que una ‘lucha’
El apóstol Pablo no tiene pelos en la lengua con respecto a la comida y la bebida: “No seré dominado por nada”. La comida es para el estómago y el estómago para la comida (1 Co. 6:12). Jesús es el único amor de Pablo. Mis “luchas con la comida” no son solo molestias, son amos compitiendo por el señorío en mi vida. Cuando decido comer lo que quiera cuando quiera, corono la comida y la coloco en un trono destinado solo a Jesús.
Déjame ser claro sobre lo que no estoy diciendo. El peso corporal no es una medida de mi santidad, y la pérdida de peso (o ganancia) no puede salvar mi alma ni congraciarme con Dios. Innumerables factores físicos pueden contribuir a los cambios en mi cuerpo. Lo que estoy diciendo es que mi batalla no es contra la báscula o el espejo; es contra la idolatría de los alimentos y sus compinches: la glotonería y autoindulgencia. Si quiero dejar de caminar como un enemigo de Cristo, cuyo fin es la destrucción y cuyo dios es el vientre (Filipenses 3:19), debo llamar a mi ” lucha ” lo que realmente es: pecado.
Cuando reconozco mi idolatría alimenticia por lo que es, una lucha a largo plazo con el pecado, puedo sentir la tentación de renunciar a mí mismo y asumir que Jesús se ha cansado de ayudarme. Pero esto es infidelidad. Jesús vino para que podamos tener vida abundante. Estoy segura de que la vida que ofrece es mucho más satisfactoria que una vida de carbohidratos y calorías interminables. Entonces, ¿por qué me conformo perpetuamente con menos?
Porque olvido que hay esperanza, incluso para mí.
El poder de Jesús
A menudo me siento como la mujer en Lucas 8:43 que sangró durante 12 años. Durante la mayor parte de mi vida me he sentido cansada, desesperanzada y desesperada por recibir ayuda. Después de haber agotado todos mis recursos terrenales en la dieta, el ejercicio, los médicos, y los medicamentos, sé que necesito el mismo toque del Salvador. Pero mi propia propensión al pecado (como el perro que vuelve a su vómito) nunca debe impedirme insistir e ir desesperadamente a Jesús, el único que salva.
Jesús respondió a la mujer con el flujo de sangre con compasión: “Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz“(Lucas 8:48). Ella recibió una curación instantánea. Cambiar mis hábitos alimenticios es mucho más matizado y complicado. Pero el poder de Jesús no es matizado ni complicado. Su poder para simplemente detener su sangrado es exactamente el mismo poder que me lleva (todas y cada vez) a confesar el pecado, a desear y perseguir la santidad, y a lograr la victoria sobre la tentación.
Vete en paz
No sé si alguna vez ganaré una victoria final en la guerra contra la idolatría de los alimentos en este lado del cielo. Supongo que la lucha será a largo plazo, ya que los pecados relacionados a la comida me enredan más fácilmente.
Pero a pesar de que la idolatría con la comida es un león rugiente que se agacha en la puerta de mi refrigerador, estoy aprendiendo a luchar y defenderme. He probado destellos de libertad, y estoy aprendiendo que la comida no es mi enemigo; el pecado lo es. Nuestras Biblias tienen mucho ánimo específico para luchar contra el pecado si somos honestas al confesarlo.
El perdón que recibo por gracia, a través de la fe en el sacrificio de Cristo en mi nombre, me ofrece esperanza para dos cosas. Primero, tengo la esperanza y la seguridad de que Dios me perdona por mi idolatría hacia los alimentos. Ya no me siento condenada. Y segundo, tengo la esperanza de que el que comenzó una buena labor en mí será fiel para terminarla, conformándome a la imagen de Cristo al restaurar una relación saludable y sí, más santa con la comida.
La vida abundante que se nos promete a través de Cristo está llena del poder de conquista del pecado del Espíritu Santo. Incluso la persona más fuera de control al comer puede encontrar la esperanza de ser transformada y hecha nueva. Incluso si cada plan de comida, dieta o “modificación de estilo de vida” que alguna vez has intentado te ha fallado, Jesús no lo hará.
“Prueba y mira que el SEÑOR es bueno. Bienaventurado el hombre que se refugia en él” (Sal. 34:8).