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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro De la Biblia a la vida: Sabiduría diaria para la vida de la mujer (B&H Español, 2023), por Paty Namnún y Chárbela El Hage.

El diccionario define la palabra «relación» como la conexión o comunicación de alguien con otra persona. También la define como un trato de carácter amoroso.

Los seres humanos somos seres relacionales; por lo tanto, establecer un trato con otra persona es prácticamente inevitable. Las preguntas serían: ¿qué tan amoroso es mi trato? ¿Qué tan buena representante de nuestro Dios estoy siendo aquí en la tierra al observar la dinámica en mis relaciones de amistad, de familia y hasta laborales?

Si observamos el relato de los primeros capítulos de Génesis, podemos ver cómo lucía la relación entre Dios y Sus criaturas y entre Adán y Eva. Todo era perfecto, Dios se paseaba por el huerto y Adán y Eva se gozaban mutuamente. Todo iba muy bien, hasta que leemos lo que pasó en Génesis 3.

Cuando el pecado entró en la humanidad producto de la desobediencia, todo se distorsionó. El pecado hizo que se dañara nuestra comunión con Dios y con los demás, haciendo de las relaciones interpersonales algo difícil. De ahí en adelante, nuestra manera de actuar hacia el otro está influenciada por la desconfianza, el egoísmo y la búsqueda de mis intereses, cosas que casi siempre contribuyen a crear o alimentar las tensiones o las diferencias que vemos en nuestras relaciones. Pero Dios no nos dejó sin una solución a este problema. Ahí mismo en Génesis 3, se nos anuncia la esperanza. Un salvador iba a venir a restaurar todo lo que el pecado había dañado (Gn 3:15), y así fue. Jesús es ese Salvador que pagó un alto precio por nuestra restauración.

El evangelio nos ha dado las herramientas para poder tener relaciones sanas

En la cruz, Jesús pagó por nuestros pecados, por lo cual, aunque vivimos en un mundo con presencia de pecado, ya no tenemos que pagar por él y el pecado ya no tiene poder sobre nosotras. Somos libres, fuimos perdonadas y lo más importante en cuanto a nuestras relaciones interpersonales: el evangelio nos ha capacitado, nos ha dado las herramientas para poder tener relaciones sanas, incluso a pesar de nuestro pecado y el pecado del otro hacia nosotras. De esta forma, el evangelio me ha capacitado:

Me ha enseñado que todos somos pecadores con necesidad de un salvador

Tener presente esa realidad espiritual de mi vida me prepara para entender mejor las respuestas pecaminosas del otro hacia mí. Cuando el otro me ofende, cuando el otro no se porta consideradamente conmigo, de inmediato debo recordar que, si el ofensor es creyente, en él aún hay áreas de pecado a rendir al Señor.

Reconozco que es desalentador ver a alguien que conoce el evangelio actuar de forma pecaminosa, aun cuando sabemos que el pecado no tiene poder en nosotros, pero es ahí donde entra la misericordia que Dios tiene todos los días con nosotras, la misma que debo extenderles a ellos.

Si el ofensor no es creyente, el evangelio me recuerda que esa persona está muerta en sus delitos y pecados, por lo que no puede relacionarse con otros de una forma funcional o piadosa.

El evangelio me muestra que yo soy pecadora

El evangelio no solo me dice que el otro es pecador, sino que yo también lo soy. Ser consciente de eso ante cualquier conflicto relacional debe motivarme a revisar si mis palabras o actitudes también han contribuido al malestar. Santiago 4:1 nos recuerda que las guerras y conflictos vienen de nuestras propias pasiones, de nuestro corazón pecaminoso.

El evangelio me dota con la capacidad de amar

El amor es la marca distintiva del creyente. En Juan 13:35, Jesús nos dice: «En esto conocerán todos que son Mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros».

Un corazón amoroso es un corazón misericordioso, porque el amor es esa capacidad de entregar afecto al otro, aun sin merecerlo

Un corazón amoroso es un corazón misericordioso, porque el amor es esa capacidad de entregar afecto al otro, aun sin merecerlo. Y eso fue lo que hizo Jesús por nosotras, amarnos hasta el punto de entregarse en una cruz para otorgarnos salvación (Jn 3:16).

La misma Palabra nos advierte que nos es más fácil amar a quienes nos aman, pero nos recuerda que en esto no hay ningún mérito (Lc 6:32). Nuestro Señor Jesús marcó el estándar y lo puso bien alto: «Amen a sus enemigos» (Lc 6:35). Suena muy difícil, pero el evangelio nos ha capacitado para hacerlo.

El evangelio me enseña cómo el ofendido es quien da el paso para la reconciliación

En nuestra humanidad, entendemos que es el ofensor quien debe venir a pedir perdón o a iniciar la reconciliación, pero el evangelio nos enseña que, aun mientras éramos enemigos de Dios, Él vino a reconciliarnos con Dios (Ro 5:10-12). Dar el paso o procurar la reconciliación es imitar a nuestro Señor y si Él, siendo Dios, se humilló hasta lo sumo (Fil 2:1 ss), ¿por qué yo no?

El evangelio nos enseña que las relaciones interpersonales saludables muchas veces implican sacrificios personales

Las palabras de Filipenses 2:6-8 lo explican muy bien:

el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Jesús por amor a nosotros dejó Su gloria, sufrió pérdidas, se humilló. El desprendimiento de nuestros derechos y de nuestras posiciones es una de las cosas por las que el corazón más batalla. Mirar a Jesús y ver lo que hizo debe de ser motivación suficiente para hacerlo.

Te invito a hacer esta oración:

Señor, gracias por la cruz. Sin ella, no veríamos claramente lo que te costó que pudiéramos tener una relación contigo. Gracias por Tu evangelio, que nos indica cuál debe ser el enfoque de una relación, que me ilustra el extraordinario valor que tienen las relaciones, que me advierte de las aflicciones que voy a encontrar en ellas producto de nuestro pecado. Gracias, Señor, por el evangelio que me enseña cómo sanarlas.


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