Una de las cualidades más peligrosas del orgullo es que tiene la capacidad de colarse en lugares de nuestro corazón donde una vez vivieron otros pecados. Tan pronto empezamos a conquistar con la ayuda de Dios alguna actitud pecaminosa, hábito, o adicción, sucede que nos maravillamos de nuestra propia fuerza, resolución, o pureza, como si de alguna manera lográramos todo esto por nuestra cuenta. C.S. Lewis escribe: “Al diablo le gusta ‘curar’ una pequeña falla dándote una grande” (Mero Cristianismo, p. 127). La confianza que sentimos en nosotros mismos después de derrotar el pecado nos puede alejar más de Dios que ese pecado recién conquistado.
Si luchamos contra algunos pecados, pero le damos la bienvenida al orgullo, vamos a perder la guerra. Pero si sofocamos el orgullo, obligaremos a todos los demás pecados a morir de hambre al privarlos de su oxígeno.
La guerra del orgullo en tu contra
El orgullo perdura en nosotros más que la mayoría de los pecados porque no somos capaces de ver cuan venenoso y mortal realmente es. El orgullo colorea nuestra percepción de nosotros mismos y del mundo que nos rodea al soplar una especie de niebla espesa que traiciona la realidad. Paraliza nuestras almas y nos mantiene tan concentrados en nosotros mismos que quedamos casi físicamente incapaces de amar. Y nos maldice si se lo permitimos, arrastrándonos a la muerte, pero haciéndonos creer que estamos en control.
1. El orgullo te mentirá
El orgullo nos convence de que somos más importantes que Dios, y que nuestro punto de vista es mejor que el suyo. “Más engañoso que todo, es el corazón” (Jeremías 17:9). Tu corazón. Más específicamente, el orgullo en tu corazón (Abdías 1:3), que te dice que sabes más que el Dios que todo lo sabe. Podemos ser guiados a ciegas por nuestro orgullo, lo que Salomón llama “la lámpara de los impíos” (Proverbios 21:4).
C.S. Lewis, quien llama al orgullo “el gran pecado”, escribe: “Un hombre orgulloso siempre mira hacia abajo —con desdén— a las cosas y a las personas; y por supuesto, cuando estás mirando hacia abajo, no puedes ver lo que está por encima de ti” (p. 124). El orgullo fija nuestros ojos firmemente en nosotros mismos —en nuestras necesidades, nuestros dones, nuestro esfuerzo, nuestros problemas— y por lo tanto, aleja nuestros ojos de la soberanía, la suficiencia, y la belleza de Dios. Nubla nuestra visión de Él, y eleva nuestra visión de nosotros mismos. Y no solo nos ciega a Él, sino que también elimina cualquier motivación para buscarle (Salmo 10:4).
Y lo peor de todo, el orgullo usa a menudo una apariencia de piedad, pero carece por completo de poder (2 Timoteo 3:2-5), generando una falsa confianza y una segura destrucción.
2. El orgullo te paralizará
El orgullo nos hace ciegos y nos engaña, pero también nos paraliza, nos hace ineficaces e inútiles. Llegamos a estar tan centrados en nuestra propia vida que terminamos desperdiciándola. Una vez más, C.S. Lewis escribe: “El orgullo es un cáncer espiritual: se deshace de la posibilidad misma del amor, el contentamiento, o incluso del sentido común” (p. 125). Si no lo tratamos, el orgullo se multiplica y propaga, llegando incluso a corromper nuestras mejores actitudes y esfuerzos. Tenemos que matarlo, y matarlo consistentemente, probando rutinariamente nuestro corazón, y usando la espada del Espíritu, la palabra de Dios (Efesios 6:17).
Si sentimos una falta de compasión por las necesidades de aquellos que nos rodean, o una sequía en nuestra generosidad, o una frialdad en nuestra preocupación por los inconversos, o una indiferencia, o incluso reticencia, en servir o sacrificarse por los demás, muy probablemente las células malignas del orgullo están reproduciéndose en nuestras almas.
3. El orgullo te puede matar
Si permitimos que el orgullo viva libremente dentro de nosotros, seguramente nos va a matar. Su objetivo principal no es hacernos sentir mejor, sino dirigirnos al dolor y castigo eterno, separados de Dios. Salomón nos advierte: “Delante de la destrucción va el orgullo, y delante de la caída, la arrogancia de espíritu” (Proverbios 16:18). Isaías presenta esa aterradora advertencia con una mayor definición: “Porque el día del Señor de los ejércitos vendrá contra todo el que es soberbio y orgulloso, contra todo el que se ha ensalzado, y serán abatidos” (Isaías 2:12).
Todo orgullo debe perecer. De hecho, cada persona orgullosa debe pagar esa pena horrible. Pero Dios, en Cristo, hizo posible que nosotros podamos morir a nuestro orgullo sin tener que morir por ello. Jason Meyer escribe: “La gloria de Dios y el orgullo del hombre chocarán en uno de dos sitios: el infierno o la cruz. O bien pagamos por nuestros pecados en el infierno, o Cristo paga por nuestros pecados en la cruz” (Killjoys, p. 13, trad.).
Una de dos, o el orgullo te va a matar, o te rendirás a través de la fe y permitirás que Dios mate al orgullo que hay en ti.
Tu guerra contra el orgullo
Entonces, ¿cómo matar ese orgullo que amenaza con matarnos? Meyer continúa: “En última instancia, el orgullo es un asunto de adoración. No podemos pensar en nosotros mismos menos, a menos que pensemos en alguna otra cosa más” (p. 18). No derrotaremos al orgullo pensando más en nosotros mismos, sino centrándonos más en la búsqueda de Dios. Esto hace eco en la definición popular que C.S. Lewis da con respecto a la humildad: “La humildad no es pensar menos de nosotros mismos, sino pensar en nosotros mismos menos”.
En humildad nos ponemos menos atención, y como recompensa ganamos todo.
1. La humildad te abrirá los ojos
El Salmo 25:9 promete que Dios “dirige a los humildes en la justicia, y enseña a los humildes su camino”. Mientras que el orgullo nubla nuestra comprensión del bien y el mal, y nos ciega a Dios, la humildad sana nuestra ceguera y nos ayuda a ver de verdad. Todavía me acuerdo cuando me puse mi primer par de gafas durante el cuarto grado. No entendía el grado de mi ceguera hasta que miré a través de esos lentes. Lo mismo se aplica al orgullo y a la humildad.
El diablo nos ciega a Dios, invadiendo la luz con oscuridad (2 Corintios 4:4). Pero Dios inunda nuestra oscuridad con luz y visión, mostrándonos cuán bueno y verdadero es el Evangelio (2 Corintios 4:6). Vemos la recompensa infinita que tenemos en Cristo, y la desesperada necesidad que tenemos de Él. Meyer dice: “No nos volvemos mejores para necesitar menos de Dios. No. Mas bien, a medida que maduramos, aprendemos a depender más y más en nuestro Padre Celestial” (p. 16).
Si nuestra vida se centra en ver más a Dios y en ayudar a otros a ver más de Dios, estaremos mucho menos preocupados y seremos menos orgullosos.
2. La humildad va a satisfacer tu corazón
La humildad no solo nos cuida y nos muestra la realidad. La verdadera humildad delante de Dios, y su misericordia, satisface todos los anhelos que por el orgullo intentamos satisfacer nosotros mismos. Si supiéramos lo felices que seríamos sin nuestro orgullo, lo habríamos dejado hace ya mucho tiempo.
Dios mismo se deleita en el humilde. “Porque el Señor se deleita en su pueblo; adornará de salvación a los afligidos” (Salmo 149:4). Si estás en Cristo, Dios se complace genuinamente en ti. Dios ama dar gracia a los humildes – más gracia aún por encima de toda la gracia que ya nos ha mostrado. “Y todos, revístanse de humildad en su trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5). El humilde ha podido experimentar una clase de gracia que los soberbios no conocen. A Dios le fascina encontrarse con los humildes, y les da fuerza en la debilidad (2 Corintios 12:9-10).
Los que han sido humillados por Dios, y en el proceso reciben más de Dios, pueden cantar: “En el Señor se gloriará mi alma; lo oirán los humildes y se regocijarán” (Salmo 34:2).
3. La humildad te librará del orgullo
Dios mismo, hablando a Salomón, promete a los humildes: “Si se humilla mi pueblo sobre el cual es invocado mi nombre, y oran, buscan mi rostro y se vuelven de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré su pecado y sanaré su tierra” (2 Crónicas 7:14). La libertad que, en nuestro orgullo, anhelamos tan desesperadamente, viene completa y libremente de parte de Dios y mediante la fe. La cura que tratamos de fabricar o ganar en nuestra fuerza, viene completa y libremente de las manos mismas del cirujano.
Santiago (al igual que Pedro) cita Proverbios, diciendo: “‘Dios resiste a los soberbios pero da gracia a los humildes’. Por tanto, sométanse a Dios. Resistan, pues, al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes. Limpien sus manos, pecadores; y ustedes de doble ánimo, purifiquen sus corazones” (Santiago 4:6-8). Esa es una promesa increíble para todas las personas que luchamos contra el orgullo. Si huyes del diablo (y todas sus tentaciones al orgullo), no solo vas a poder escapar, sino que él va a acabar huyendo de ti. Y si humildemente sigues al Dios que has ofendido una y otra vez con tu orgullo, no solo Él te va a recibir, sino que va a correr hacia ti con todo amor y misericordia.
Cree en Dios
Hay que batallar contra el orgullo con la misma firmeza con la que luchamos en contra de todos los demás pecados. Y tal vez más, porque el orgullo es el “gran pecado” que alimenta a los otros. Te va a cegar y a engañar. Te va a paralizar, e incluso matar. A menos que, en humildad y fe, seas liberado de la tiranía del orgullo y del peso de tu rebelión contra Dios.
No creas en ti mismo; cree en Dios. Eres totalmente incapaz de lograr o ganar lo que más desesperadamente necesitas. La belleza del evangelio es que ya no necesitas hacerlo. Esa carga y responsabilidad ahora se apoya en los hombros de Cristo; y su libertad, humildad, y gozo, ahora descansan en los tuyos.