Hace poco conversaba con una joven piadosa de unos veinte años sobre lo que el Señor nos estaba enseñando. Ella se planteó una pregunta en voz alta: «¿Qué pasa si no tengo ganas de cambiar, o de ser obediente o de actuar amablemente? ¿Debo hacer algo cuando mi corazón no está dispuesto a ello? ¿No es eso ser falso?».
Aprecié su honestidad. Es una pregunta con la que merece la pena lidiar, y se ha convertido en algo habitual a medida que nuestra cultura se arrodilla ante el altar de la autenticidad. Incluso los que conocemos la respuesta podemos admitir que nos cuesta aplicarla.
La respuesta más sencilla según la Biblia es que ser amable cuando no nos sentimos amables no es una falta de autenticidad, sino un acto de amor. No hay falta de integridad en juego. En cambio, el fruto del Espíritu está brotando de nuestras vidas cuando actuamos de acuerdo con la naturaleza de Cristo y no de acuerdo con nuestra naturaleza pecaminosa.
¿Qué hay de nuestros sentimientos?
Una generación que valora con razón la salud emocional puede burlarse de la sugerencia de que nuestros sentimientos no son un factor. ¿No condenó Jesús a los fariseos por hipocresía cuando obedecían la ley, pero no de corazón? Entonces, ¿cómo deben entender los cristianos la relación entre autenticidad y obediencia?
Los salmos dejan claro que Dios nos llama a acudir a Él no con sonrisas fingidas, sino con suspiros y preguntas apropiadas
Cuando no sentimos deseos de obedecer, la respuesta no es desobedecer, ni lo es desestimar nuestros sentimientos. La honestidad emocional y la obediencia piadosa no son contrincantes en un tira y afloja: están en el mismo equipo. Los salmos dejan claro que Dios nos llama a acudir a Él no con sonrisas fingidas, sino con suspiros y preguntas apropiadas. Él recogió las lágrimas del salmista (Sal 56:8), y recibió con agrado la pregunta vulnerable de mi joven amiga.
Los fariseos, en cambio, no eran honestos emocionalmente. La mayoría eran unos farsantes que intentaban ocultar sus pecados y parecer justos ante los hombres. Sus motivaciones ocultas merecían la censura de Jesús. Pero cuando uno de ellos vino de noche a hacer preguntas sinceras, el Maestro lo recibió, y eso es lo que hace con nosotros (Jn 3:1-15).
Dios quiere tu «verdadero tú» para transformarlo en el «verdadero tú» que Él creó para que seas. Cuando la irritación, el egoísmo, la lujuria o la pereza se apoderan de nosotros y nos cuesta obedecer, debemos orar con sinceridad: «Aquí está mi corazón, Señor, con todos sus enredos y tentaciones. ¡Ayúdame!». Nuestro Padre responde a ese clamor, perdonándonos y dándonos poder para hacer aquello a lo que nos ha llamado. Entonces, con fe, movemos nuestras manos, pies, palabras o pensamientos por el camino de la obediencia. Eso es el cristianismo honesto.
Fieles a nuestro nuevo yo
Pero aunque seamos sinceros emocionalmente, ¿es inauténtico obedecer a Dios cuando no sentimos deseos de hacerlo? La palabra «auténtico», tan de moda como delicada, se refiere a ser genuino y fiel a uno mismo. Como cristianos, deberíamos preguntarnos a qué «yo» nos referimos: ¿al viejo o al nuevo?
En Efesios 4:22-24, Pablo instruye a la iglesia: «Despojense del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y… sean renovados en el espíritu de su mente, y… [vístanse] del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad».
Ser fiel al nuevo yo a menudo significa rechazar los impulsos egoístas y las inclinaciones que se sienten como cobijas viejas y cómodas. Significa ayudar a alguien cuando tenemos ganas de acurrucarnos en una bola de autocompasión, expresar gratitud cuando tenemos ganas de quejarnos y servir cuando preferimos que nos sirvan. Estas decisiones son maravillosamente antinaturales para el viejo yo, pero completamente auténticas para el nuevo yo a medida que crecemos en la semejanza de Cristo.
Aunque estamos siendo «transformados en la misma imagen de gloria en gloria» (2 Co 3:18), no estaremos completamente perfeccionados hasta que estemos en el cielo, y nuestras primeras inclinaciones en esta vida serán a menudo «no sentir deseo». Los padres no esperan a que los niños pequeños tengan ganas de obedecer para entrenarlos a hacer lo correcto. Los sentimientos no tienen por qué preceder a las acciones.
Las Escrituras enseñan que negar nuestra propia voluntad en favor de la de Dios es evidencia de fe y madurez (Lc 9:23). Eso significa que el rechinar de engranajes que a menudo experimentamos al seguir los mandamientos de Dios no es motivo para cuestionar nuestra autenticidad, sino una razón para celebrar. Vamos en la dirección correcta.
Dios nos ayudará a sentirlo
La obediencia a Dios no produce una religión sin vida, seca como la corteza de un árbol. Jesús promete lo contrario: de nuestros corazones brotarán ríos de agua viva (Jn 7:38). A medida que tomamos decisiones difíciles y antinaturales para honrar a Cristo por el poder de Su Espíritu, empezamos a amar lo que Él ama.
Dios nos ayuda no solo a obedecerle, sino también a querer obedecerle
Uno de los pasajes más alentadores para los pecadores que luchan nos asegura que Dios obra en nosotros «tanto el querer como el hacer, para Su buena intención» (Fil 2:13). Dios nos ayuda no solo a obedecerle, sino también a querer obedecerle. De Su depósito de riquezas en gloria, nos proporciona generosamente las nuevas inclinaciones que no podemos despertar por nosotros mismos (4:19).
En Su gracia, Dios nos llamó a venir a Él incluso cuando no sentíamos que queríamos hacerlo. Aquel que interceptó nuestra carrera hacia el infierno nos recibe en Su presencia a través de Jesús. Ahora, cada vez que luchamos con nuestros corazones torcidos y nuestras inclinaciones deformadas, podemos correr hacia Él en busca de amor, ayuda, poder y consuelo. Cuando confesamos nuestros pecados y fracasos, Él nos levanta, nos recuerda quiénes somos y nos muestra el camino correcto. Prestar atención a esa voz es la autenticidad en su mejor expresión.