No hay persona ocupada en el ministerio del evangelio que no se haya hecho, al menos ocasionalmente, preguntas como: ¿Por qué me siento tan inadecuado y falto de poder espiritual? ¿Por qué no soy más consciente de la intervención activa del Espíritu en mi vida y ministerio?
Oímos historias de grandes triunfos de nuestros amigos pentecostales y en el fondo sentimos punzadas de envidia. Tal vez, como reacción, minimizamos nuestros modestos éxitos por miedo a exagerar el «factor poder» en el ministerio. Mientras tanto, nos consolamos en nuestra teología que enfatiza la soberanía divina y la fidelidad humana en el trabajo diario del ministerio. De este modo, tendemos a eludir el tema y a evitar el lenguaje del poder espiritual en nuestros círculos reformados. ¿Pero es esto correcto?
Una experiencia personal reciente
He desarrollado y perfeccionado ciertos patrones operativos a lo largo de muchos años de ministerio pastoral; disciplinas diarias, rutinas semanales sólidas, métodos probados de preparación de sermones, etc. Me gusta ser organizado y estar bien preparado. En muchos sentidos, esta es una práctica ministerial encomiable. Pero hace poco me encontré en una situación en la que, durante un período prolongado, las exigencias del ministerio eran abrumadoras y me sentí empujado fuera de mi zona de confort. Al estar en el extranjero, con un reto cultural y con recursos limitados a mi disposición, mi sensación de incapacidad se agravó.
Era un terreno desconocido para mí. Todo lo que podía hacer era encomendar mi situación al Señor, hacer lo mejor que pudiera y confiar en que Él cumpliría Sus propósitos a través de mis débiles esfuerzos. Sin embargo, de una manera extraña, humilde y profundamente satisfactoria, tuve la experiencia de ver al Señor llevándome y usándome de una manera que rara vez había experimentado antes. Sentí que había llegado al final de mis propios recursos, pero que Dios había tomado el control. Su poder se estaba perfeccionando literalmente en mi debilidad. Esto fue tanto un recordatorio refrescante como una reprimenda aleccionadora para mí sobre la absoluta necesidad del Espíritu Santo en mi ministerio.
El papel del Espíritu en el ministerio de primera línea
Un vistazo rápido a las referencias del Nuevo Testamento muestra que el Espíritu actúa de dos maneras particulares en la obra del ministerio del evangelio.
1. En la persona que ejerce el ministerio
Al preparar a Sus discípulos para su ministerio futuro, Jesús les dio instrucciones específicas sobre el Espíritu Santo.
- El papel del Espíritu es comunicarnos las palabras de Jesús a nosotros y a través de nosotros (Jn 15:26; 16:13).
- Es el papel del Espíritu dar poder para el evangelismo y la misión (Lc 24:45-49; Hch 1:8).
- Es el papel del Espíritu decirnos qué debemos decir al enfrentarnos a la oposición (Lc 12:11-12).
En el libro de Hechos, vemos repetidamente la diferencia que supuso que el Espíritu Santo actuara en aquellos primeros obreros del evangelio.
- Les capacitó para «hablar con valentía la palabra de Dios» (Hch 4:31,33).
- Les ayudó a morir sin miedo como mártires (Hch 5:54-60).
- Él inspiró la misión de la Iglesia primitiva (Hch 13:2-4).
- Les dio valor para enfrentarse al pecado y la maldad (Hch 13:8-11).
- Los llenó de gozo incluso ante la persecución (Hch 13:49-52).
- Dio sabiduría a los líderes reunidos (Hch 15:28).
- Les orientó en la planificación de su itinerario misionero (Hch 16:6-10).
- Advirtió de los peligros que se acercaban (Hch 20:23, 21:11).
Asimismo, está la función del Espíritu de proporcionarnos dones para el ministerio y animarnos a utilizarlos (2 Ti 1:6-7).
Así es como Pablo resumió su desafío ministerial a Timoteo:
Retén la norma de las sanas palabras que has oído de mí, en la fe y el amor en Cristo Jesús. Guarda, mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros, el tesoro que te ha sido encomendado (2 Ti 1:13-14, énfasis añadido).
2. En las personas que son ministradas
El Espíritu Santo también está obrando de manera vital en los corazones de aquellos a los que estamos ministrando.
- El papel del Espíritu es llevar a las personas a una convicción de pecado, justicia y juicio (Jn 16:8-11; 1 Ts 1:5).
- Es el papel del Espíritu revelar «lo profundo de Dios» y «las realidades espirituales» (1 Co 2:6-16).
- Es el papel del Espíritu el derramar el amor de Dios en los corazones de las personas (Ro 5:5).
- Nadie puede decir que «Jesús es el Señor» si no es por el Espíritu Santo (1 Co 12:3).
- Él es el «sello» y «garantía» de los que creen (Ef 1:13-14).
- Da una aceptación alegre del evangelio incluso a pesar de la persecución (1 Ts 1:6).
Bajo la predicación de Pedro impulsada por el Espíritu en el día de Pentecostés, leemos lo que sucedió:
Al oír esto, conmovidos profundamente, dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: «Hermanos, ¿qué haremos?» (Hch 2:37, énfasis añadido).
¿Con qué frecuencia vemos una respuesta como esta a nuestra predicación?
La Biblia es consistente en que hay un poder intrínseco y sobrenatural en el mensaje del evangelio (Ro 1:16), y cuando el ministerio del evangelio es energizado por el Espíritu Santo, el poder del evangelio se libera.
Al igual que Pablo, podemos llegar «con gran temor y temblor» (1 Co 2:3), pero eso no debe amedrentarnos. Por el contrario, debe estimularnos a una mayor dependencia del Espíritu y afirmarnos que «la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y no de nosotros» (2 Co 4:7).
¿Cómo obstaculizamos la obra del Espíritu?
En su excelente libro I Believe in Preaching [Creo en la predicación], John Stott afirma:
¿Por qué, entonces, el poder del Espíritu raramente parece acompañar nuestra predicación? Tengo la firme sospecha de que la razón principal es nuestro orgullo. Para ser llenos del Espíritu, primero tenemos que reconocer nuestro propio vacío. Para ser exaltados y utilizados por Dios, primero tenemos que humillarnos bajo Su poderosa mano (1 P 5:6). Para recibir Su poder, primero tenemos que admitir, y luego incluso deleitarnos, en nuestra propia debilidad.
El orgullo en el ministerio puede expresarse de muchas maneras diferentes, como por ejemplo:
- confianza en uno mismo
- descuido de la oración
- confianza en nuestra preparación
- falta de preparación
- dependencia en métodos o técnicas
- adherirse a sistemas que han funcionado en el pasado
Tal vez la expresión más grande de orgullo es una renuencia a confiar en la Palabra autoritativa de Dios y depender completamente de Él. Si esto es así, como predicadores y maestros del evangelio debemos arrepentirnos de nuestra incredulidad.
Escucha a Stott nuevamente:
Solo Jesucristo, por medio de Su Espíritu Santo, puede abrir los ojos ciegos y los oídos sordos, hacer caminar a los cojos y hablar a los mudos, punzar la conciencia, iluminar la mente, encender el corazón, mover la voluntad, dar vida a los muertos y rescatar a los esclavos de las cadenas satánicas… Por lo tanto, nuestra mayor necesidad como predicadores es estar «investidos con poder de lo alto» (Lc 24:49).
Algunas claves del poder espiritual
No hay ninguna «fórmula» para acceder a la presencia o al poder de Dios. Debemos ser muy cautelosos con los que sugieren lo contrario (y en los círculos eclesiásticos actuales hay muchos falsos maestros que lo hacen). Sin embargo, estas son algunas de las actitudes del corazón que deberían sustentar todo nuestro ministerio:
- Reconoce nuestra total impotencia
Como dijo Jesús a Sus discípulos: «Separados de Mí nada pueden hacer» (Jn 15:5).
- Sé valiente
Ningún corazón es impermeable a la Palabra de Dios. No perdemos el tiempo perseverando en el ministerio del evangelio.
- Sé paciente
Dios es soberano sobre todo el evangelismo y todo el ministerio. Él obra en Su tiempo y a Su manera. Nosotros podemos ser simplemente un eslabón en Su cadena.
- Permanece en oración
Clama a Dios por el «poder de lo alto». La oración es la mejor manera de expresar nuestra dependencia de Él y el poder de Su Espíritu.
Se cuenta que había quince escalones que subían al enorme púlpito del Tabernáculo Metropolitano (Londres), donde Charles Spurgeon predicó durante treinta y ocho años. Mientras subía esos escalones, Spurgeon se repetía a sí mismo quince veces las palabras: «Creo en el Espíritu Santo, creo en el Espíritu Santo…». Ya está todo dicho.