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Remanentes de una vieja historia donde todo era bueno,
anhelos ahogados con sabor frutal,
dulce un instante, amargo para toda la vida.

En el jardín todo nos fue dado
y ahora el sudor de ganarse el pan
se evapora en una mezcla de tierra y asfalto.

Entre el jardín y la ciudad se escucha una voz,
no una que clama el desierto,
sino el aliento de la creación soplando vida,
las llamas de fuego posándose sobre los hombres.

Y donde el jardín se desvaneció,
una piedra fue puesta como cabeza,
como cimiento inconmovible de la ciudad de Dios
que descenderá del cielo.

Entre el jardín y la ciudad somos rescatados,
perdonados, reconciliados.
Entre el jardín y la ciudad hay un solo Camino,
una sola Verdad y toda la Vida.

Y en este inquietante intermedio,
extrañamos un jardín que nunca conocimos,
pero anhelamos una ciudad que ni siquiera imaginamos.


«Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, preparada como una novia ataviada para su esposo. Entonces oí una gran voz que decía desde el trono: “El tabernáculo de Dios está entre los hombres, y Él habitará entre ellos y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos. Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado”» (Ap 21:1-4).

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