La reconciliación centra la atención en nuestro alejamiento de Dios y en el método divino que nos restaura a Su favor. Por medio de Su muerte expiatoria, Cristo nos reconcilió, al restaurar nuestra comunión con Dios que antes estaba enemistada. En Cristo hemos sido reconciliados con Dios Padre.
La reconciliación es central a toda la enseñanza bíblica, porque la comunión con Dios es la esencia del propósito divino para el hombre. La Biblia resume la relación de Dios con Abraham al afirmar: «“Y Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia” y fue llamado amigo de Dios» (Stg 2:23).
El Catecismo Menor de Westminster afirma que el propósito central del ser humano es «glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre». Sin embargo, cuando entró el pecado al mundo, la comunión fue quebrada y es por medio de la reconciliación que es restaurada en Cristo.
La realidad de nuestra enemistad
El pecado ha creado una enemistad entre Dios y nosotros. En cuanto a nuestra enemistad contra Dios, la Palabra dice que «éramos enemigos» de Dios (Ro 5:10), que nuestra «carne es enemiga de Dios» (Ro 8:7) y que estábamos «alejados» y de «ánimo hostil» (Col 1:21).
En cuanto a que Dios está contra nosotros, dice que «el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (Jn 3:36) y esa misma ira «se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que con injusticia restringen la verdad» (Ro 1:18).
Un análisis de contrastes de los pasajes antes citados permite ver con más claridad los polos opuestos entre aquel que está en Cristo y el que no ha sido reconciliado. El siguiente cuadro lo ilustra:
A pesar de que, en sentido general, el ser humano no reconoce su estado constante de enemistad, los contrastes permiten ver la realidad espiritual como aquella disposición interna de hostilidad y oposición, tal como la describe el apóstol Santiago:
¡Oh almas adúlteras! ¿No saben que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios? Por tanto, el que quiere ser amigo del mundo se constituye enemigo de Dios (4:4).
Al final, la inferencia es clara. Solo puede ser una de dos posibilidades: o somos enemigos de Dios y Su ira está contra nosotros, o como resultado de la muerte expiatoria de Cristo hemos sido reconciliados para ser Sus amigos.
El método para reconciliar
Solo un acto mediado por una sola persona podía procurar y aplicar la reconciliación. Solo la muerte expiatoria de Cristo. La muerte de Jesús es el epicentro de la reconciliación. El apóstol Pablo escribió que «fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo» «en Su cuerpo de carne, por medio de Su muerte» (Ro 5:10; Col 1:22).
Estas palabras resaltan la centralidad de la muerte de Cristo con relación a la reconciliación y describen la manera en que la reconciliación ocurrió. Nos muestran que fue necesaria una muerte física y un total sacrificio, pues en las palabras «cuerpo», «carne» y «muerte» se encuentra señalada la naturaleza de la expiación.
Ahora que Jesús ha resucitado y está sentado a la diestra de Dios Padre en gloria, nos ha dejado a Su Espíritu y en Su poder proclamamos al mundo: «¡Reconcíliense con Dios!»
La evidencia bíblica nos obliga a alejarnos de cualquier concepto antropocéntrico del sacrificio de Cristo. No debemos considerar la cruz como una fuente de gracia para influenciar moralmente a los hombres a hacer obras justas o dignas de reconciliación con Dios. Tal enfoque antropocéntrico diluye el imperante problema del pecador.
El enfoque primario debe ser cristocéntrico: La cruz es el acto fundamental que logra la justicia y da fruto a la reconciliación como un resultado consumado.
En ese sentido, conviene una pregunta: ¿El amor divino de la reconciliación es condicional o incondicional? Ambas son correctas. El amor de Dios es incondicional en el sentido de que nada podemos hacer para merecernos tal amor, pero el amor de Dios es condicional en el sentido de que es necesaria la condición de la muerte expiatoria de Cristo para que pueda haber comunión entre Dios y nosotros. Por tanto, Cristo, con Su muerte, restaura, eliminando las barreras de la enemistad que había entre Dios y nosotros, y nuestra conversión solo es un resultado de la reconciliación ya adquirida por la cruz.
Reconciliados para ministrar
Gracias a la reconciliación, Dios es nuestro amigo y nosotros amigos de Él; ahora que somos amigos, Dios nos «ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación», y «somos embajadores de Cristo» ante el mundo (2 Co 5:18-20). Cuando Cristo estaba en la tierra, fue nuestro ejemplo a seguir. Ahora que Jesús ha resucitado y está sentado a la diestra de Dios Padre en gloria, nos ha dejado a Su Espíritu y en Su poder proclamamos al mundo: «¡Reconcíliense con Dios!» (2 Co 5:20).
Cuando la reconciliación es aplicada a nuestras vidas en la conversión, experimentamos amistad y vida en comunión íntima con Jesús
¿Cuál es ese mensaje que predicamos? Es el glorioso evangelio que dice: «Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él» (2 Co 5:21). El mensaje del evangelio no está basado en una filosofía, sino en un acontecimiento histórico en el Gólgota, donde Cristo experimentó dolor por los pecadores. De igual forma, cuando la reconciliación es aplicada a nuestras vidas en la conversión, experimentamos amistad y vida en comunión íntima con Jesús.
Tal intimidad con Dios en Cristo es tan profunda que satisface. Por tanto, ¿puede alguno decir que es de bendición poder demostrar que Cristo es Dios, si tal persona no tiene sentido alguno de la dulzura en el corazón de un alma que está en pacto con Dios? ¡Jamás! No solamente eso, sino que habiendo sido reconciliados con Dios, seremos los primeros en reconciliarnos con los demás, no sea que nuestras oraciones sean estorbadas (Mt 5:23-24; 1 P 3:7) o que al final sea demostrado que en realidad nunca fuimos reconciliados en la cruz (1 Jn 2:19; 3:21-23; 4:20).