La palabra hebrea, transliterada al español como efa, probablemente deriva del egipcio antiguo y significa “medida”.[1] Aparece en el AT en el contexto de la preparación de alimentos o de las ofrendas sacrificiales, expresando cantidades (Éx. 16:36; Lv. 5:11; 6:20; 14:10, 21; 23:13, 17; 24:5; Nm. 5:15; 15:4; 29:3; Jue. 6:9; Rt. 2:17; 1 S. 1:24; 17:17; Ez. 45-46).[2]
En la época del Antiguo Testamento (AT), un efa era una unidad de medida usada por Israel para medir granos y cereales. Las tablas de medidas en algunas biblias indican que un efa contenía alrededor de 22 litros.
En ocasiones, el término se refiere al recipiente para medir, como en la visión de Zacarías acerca de una mujer dentro de un efa (Zc. 5:5-10), o a medidas en general (Mi. 6:10).[3] Otro contexto en el que encontramos la palabra efa es en el mandamiento del Señor a su pueblo de tener medidas justas:
“Tendrán balanzas justas y pesas justas, un efa justo (22 litros) y un hin justo (3.7 litros). Yo soy el Señor su Dios que los saqué de la tierra de Egipto” (Lv. 19:36, cp. Dt. 25:14-15).
Israel debía mantener medidas honestas como parte de su conducta. Una de las formas en que los profetas señalaron la corrupción del pueblo y su maldad fue denunciando la alteración de las medidas (Am. 8:5, Mi. 6:10).[4]
Para los lectores contemporáneos de la Biblia, esta palabra hace relucir la distancia temporal y cultural que nos separa de la audiencia original de los textos bíblicos. Algunos de nosotros podemos pasarla por alto y otros toman su significado por el contexto. Pero, para los receptores originales, efa era una palabra que no podían ignorar y que les recordaba la santidad y justicia del Señor en su vida diaria (Lv. 19:36; Pr. 20:10).
El pueblo hebreo debía ser justo al relacionarse con sus semejantes y con el Señor. Pero, por su naturaleza caída, terminaron adulterando sus medidas, pesos, y balanzas. En esto nos parecemos mucho a ellos. Pero Dios, por su gracia, a quienes creemos en Cristo no solo nos ha salvado de la condenación por nuestro pecado, sino que nos ha librado de su poder. Ha cambiado nuestra vieja naturaleza caída (que es capaz de engañar para el provecho propio) por una nueva, en Cristo (2 Co. 5:15-17), que ahora puede andar en rectitud y darle gloria a Él.