Lucas presenta a Simón el Mago, un habitante de Samaria ampliamente reconocido por sus habilidades para la magia durante la predicación de Felipe en Samaria (Hch 8:5-25). La gente estaba tan asombrada por sus trucos, que incluso llegaron a llamarle “el gran poder de Dios” (8:10).
Simón estaba muy bien posicionado y tenía dominio en la ciudad, hasta que llegó Felipe, uno de los seguidores de Jesús, quien predicó el evangelio e hizo señales y milagros que maravillaron a las personas. Simón vio la llegada de Felipe como una intromisión a su territorio, y se acercó para ver qué tan hábil era y qué tan buenos eran los trucos que él hacía.
Pero resulta que Felipe no hacía trucos de magia, sino que predicaba las buenas nuevas del reino de Dios y el nombre de Cristo Jesús. Las personas creían, eran bautizadas y sanadas. Fue tal el impacto de la predicación de Felipe, que “aun Simón mismo creyó; y después de bautizarse, continuó con Felipe, y estaba atónito al ver las señales y los grandes milagros que se hacían” (8:13). Aquí es donde la historia comienza a ponerse interesante.
Pedro y Juan fueron a Samaria porque habían escuchado que los samaritanos recibieron la Palabra de Dios y habían sido bautizados. Estos líderes llegaron y oraron por los nuevos creyentes para que recibiesen el Espíritu Santo (quizá esto puede resultar confuso. Puedes leer más al respecto aquí).
Cuando Simón el Mago observó lo que Pedro y Juan estaban haciendo, “les ofreció dinero, y les dijo: ‘Denme también a mí esta autoridad’…” (v. 19). Pedro reprendió fuertemente a Simón por su petición. Literalmente, las palabras de Pedro se podrían traducir como: “Vete al infierno tú y tu dinero… porque tu corazón no es recto delante de Dios” (vv. 20-21).
Pero, ¿acaso Simón no creyó, se bautizó y siguió a Felipe? ¿Cómo es posible que alguien, que después de haber creído, reciba una reprensión como esta?
El caso de Simón el mago nos presenta una palabra de advertencia sobre una supuesta fe que no es para salvación. Una fe que no es genuina. Esta misma advertencia la vemos a lo largo del Nuevo Testamento (Lc 8:13; 1 Ti 1:19-20; 2 Ti 4:9-10). Él había creído, se bautizó y siguió a Felipe por un tiempo. Muchos de nosotros tomaríamos esas señales como la confirmación de una fe verdadera. Pero lo cierto es que estos pasos no aseguran una fe salvadora. Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de haber creído en verdad?
Simón estaba maravillado por los milagros, así como muchas personas en Samaria estaban maravilladas por las señales que hacía Felipe . También muchos se maravillaban cuando oían a Jesús enseñar y hacer milagros. El problema con Simón y con muchos de estos espectadores, es que fijaron su mirada en los milagros y no en la persona a quien apuntaban los milagros: Jesús.
De hecho, Jesús mismo confrontó a las multitudes cuando les dijo: “Ustedes quieren estar conmigo porque les di de comer, no porque hayan entendido las señales milagrosas” (Jn 6:26). Simón no puso su mirada en Jesús, sino en Felipe. Él sabía que lo que Felipe hacía era real y no eran trucos de magia como los que hacía él . ¡Simón no era escéptico! Él en verdad creía que se trataba de un poder sobrenatural y quería tener esa autoridad para hacer milagros e impartir el Espíritu Santo, hasta el punto de pagar por ello si era necesario. ¡Pero nunca vio a Jesús!
La falsa fe de Simón evidenciaba un problema mayor y profundo. Su corazón había sido endurecido y necesitaba ser transformado. No importa cuántas oraciones de fe hayas hecho, cuántas veces te hayas bautizado o cuánto tiempo tengas de ser miembro de una iglesia, sin quitarle el mérito a estas cosas a la luz de las Escrituras. Pero recuerda que lo que Dios mira y recibe es un corazón quebrantado y humilde, que acepta con gratitud el regalo inmerecido de la salvación y se somete con gozo el señorío de Cristo.