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Para los cristianos es posible caer en malos hábitos y actitudes. Sin embargo, nos sorprendemos al ver que aún existe un pecado remanente en nosotros. Por eso, cuando caemos, un sentimiento de derrota nos ataca e incluso es tentador excusarnos en las circunstancias: «La vida es dura», «mi rutina está desordenada», «me siento solo o deprimido». Con este tipo de frases, dejamos la santidad personal relegada al fondo de la estantería.

Por eso es importante que los cristianos recordemos el llamado bíblico evidente a buscar la santidad. No debemos permitir que nuestras circunstancias nos engañen y hagan creer que nuestra pureza personal no importa o que puede ser postergada.

Dios nos dice: «Sean santos, porque Yo soy santo» ( 1 P 1:16). Debemos reavivar la búsqueda de santidad personal, no por algún sentimiento de culpa que tengamos, sino porque la santidad es la esencia misma de nuestro Dios. Al meditar en su santidad, seremos impulsados a imitarle. Entonces, si deseamos ser santos, reflexionemos primero en la santidad de Dios y cómo se relaciona con su evangelio.

Una visión de la santidad de Dios

Quizá el pasaje bíblico más conocido acerca de la santidad de Dios sea la visión de Isaías en el templo (Is 6). Allí la palabra «santo» para describir a Dios llama nuestra atención, pues es repetida tres veces. Pero hay una frase en el relato que suele pasarse por alto: «En el año de la muerte del rey Uzías» (v. 1).

¿Quién era Uzías y por qué se menciona aquí? El reinado de Uzías fue un tiempo de prosperidad en Judá. «Pero cuando llegó a ser fuerte, su corazón se hizo tan orgulloso que obró corruptamente, y fue infiel al SEÑOR su Dios, pues entró al templo del SEÑOR para quemar incienso sobre el altar del incienso» (2 Cr 26:16).

El sacerdote Azarías, junto con ochenta valientes sacerdotes del Señor, se opusieron al rey. Le recordaron que no le correspondía quemar incienso al Señor, sino a los hijos de Aarón, consagrados para dicha tarea. Pero Uzías se llenó de ira; y mientras estaba enojado contra los sacerdotes, la lepra le brotó en la frente. Así quedó hasta el día de su muerte, «y habitó en una casa separada, ya que era leproso, porque fue excluido de la casa del SEÑOR» (2 Cr 26:21).

La santidad de Dios no es un juego

Uzías no entendía, ni le importaba entender, la santidad de Dios. Cuando fue confrontado con su pecado, su respuesta fue de ira. No tuvo vergüenza ni sintió temor por la presencia santa de Dios en el templo.

Cuando este rey leproso muere, el profeta Isaías recibe su visión: mira a Dios en su trono, alto y sublime. Los serafines a Su alrededor tienen tal temor y reverencia por este Dios santo, que dos de sus alas cubren sus rostros. ¡Ni siquiera se atrevían a mirar a Dios! La canción que entonan es: «Santo, Santo, Santo es el SEÑOR de los ejércitos, llena está toda la tierra de Su gloria» (v. 3).

El contraste entre Uzías e Isaías es sorprendente: Uzías entra a la presencia de Dios sin preocuparse, a la ligera, pero Isaías responde con reverencia y una confesión de su pecaminosidad. La santidad de Dios nos recuerda nuestra finitud y nuestro pecado. Por supuesto, la respuesta de Isaías se prefiere por sobre la de Uzías. El profeta es bendecido, pero Uzías es maldecido. La santidad de Dios no es un juego.

Sin embargo, cuando pensamos en la santidad de Dios, la mayoría de nosotros solo pensamos en la pureza moral de Dios. Ciertamente eso es parte de lo que significa que Dios es santo. Él es perfecto y sin pecado, como veremos más adelante. Pero su santidad incluye más que eso.

Estos son tres aspectos de la santidad de Dios que debemos tener en cuenta al reflexionar en ella y el evangelio:

1) La majestuosa santidad de Dios

El primer aspecto es la majestad de su santidad. Es la idea de que Dios está separado de todo; que existe una distinción entre Creador y criatura. Dios es trascendente e independiente de su creación.

La razón por la que muchas personas adoran a Dios de manera deficiente es porque no ven a Dios en su majestuosa santidad

Después de cruzar el Mar Rojo, los israelitas cantan: «¿Quién como Tú entre los dioses, oh  ? ¿Quién como Tú, majestuoso en santidad, temible en las alabanzas, haciendo maravillas?» (Ex 15:11). La respuesta es obvia: no hay nadie como Él, su majestad es incomparable. Como escribe Joel Beeke:

«La santidad de Dios nos recuerda que su diferencia con nosotros no es meramente cuantitativa, como si Dios fuera mejor que nosotros solo porque tiene una lista más larga de cosas que sabe, acciones que puede hacer y lugares donde está presente. Dios es cualitativamente diferente de nosotros. Él está en una categoría por sí mismo».[1]

Por esta razón, cuando las personas en la Biblia se encuentran con Dios, sus respuestas son de asombro, adoración y temor. No nos atrevemos a tratarlo como a cualquier otra persona. Su santidad nos impulsa a adorar en su presencia. La razón por la que muchas personas adoran a Dios de manera deficiente es porque no ven a Dios en su majestuosa santidad.

2) La santidad moral de Dios

También debemos hablar de la santidad moral de Dios. Él es perfectamente santo, sin pecado y opuesto a toda impureza. «Muy limpios son tus ojos para mirar el mal», declaraba el profeta Habacuc (1:13).

Todo lo que Dios hace es bueno y justo. Es gracias a la santidad moral de Dios que podemos confiar en Él, incluso cuando su forma de obrar es difícil de entender. Por ejemplo, a veces los cristianos luchan con relatos bíblicos difíciles de leer, como las matanzas en tiempos del Antiguo Testamento. Se preguntan cómo Dios pudo ordenar o permitir tales cosas. Pero estos conflictos surgen en nosotros debido a que no comprendemos bien su santidad. Dios no peca y no se equivoca.

La santidad moral de Dios significa que Él castigará el pecado. Como vimos en la historia del rey Uzías, su santidad es incompatible con el pecado. En Apocalipsis, cuando se abre el quinto sello, Juan ve las almas de los que habían muerto por causa de la Palabra de Dios, que clamaban: «¿Hasta cuándo, oh Señor santo y verdadero, esperarás para juzgar y vengar nuestra sangre de los que moran en la tierra?» (Ap 6:10). Estas almas apelaban a la santidad divina para pedir justicia. El Dios santo hará venganza de todo pecado cometido contra Él y contra su pueblo.

Todo lo que Dios demanda de su pueblo encuentra razón en Su propia santidad

Al mismo tiempo, la santidad moral de Dios es nuestro estándar para la vida. Todo lo que Dios demanda de su pueblo encuentra razón en su propia santidad. «Sean santos porque Yo soy santo». Como J. C. Ryle escribe:

«Santidad es el hábito de ser de un mismo sentir con Dios… Es el hábito de coincidir con los criterios de Dios —aborreciendo lo que él aborrece, amando lo que él ama— y midiendo todo en este mundo, según las normas de su Palabra».[2]

Sin embargo, aquí llegamos a una paradoja: si Dios es perfectamente santo y nosotros pecadores, ¿cómo podemos acercarnos a Él? ¿Cómo se nos puede mandar a ser santos? ¿Cómo buscar la santidad, sin la cual nadie verá a Dios? (He 2:14).

Esto nos lleva al tercer aspecto de su santidad que quiero invitarte a considerar.

3) La santidad misericordiosa de Dios

La santidad de Dios se expresa en sus juicios, pero también en sus actos de misericordia: «“No temas, gusano de Jacob, ustedes hombres de Israel. Yo te ayudaré”, declara el SEÑOR, “tu Redentor es el Santo de Israel»» (Is 41:14). La esperanza israelita de recibir misericordia se fundaba en la santidad de Dios.

En las instrucciones para construir el tabernáculo, encontramos referencias a la santidad de Dios por todas partes, sobre todo en el «lugar santísimo» donde se ubicaba el arca del pacto. Una vez al año, el sumo sacerdote traía a ese lugar sacrificios de sangre para expiar los pecados de Israel. Allí vemos entonces la santidad, justicia y misericordia de Dios, todo en exhibición en un solo lugar. Esto era una imagen de lo que vendría: la obra del Gran Sumo Sacerdote Jesús (He 9:11-12).

Vemos la santidad de Dios al juzgar pecadores, al redimir pecadores y al santificar pecadores

Por lo tanto, la santidad de Dios es esencial para el mensaje del evangelio. Vemos la santidad de Dios al juzgar pecadores, al redimir pecadores y al santificar pecadores. Debemos acercarnos a Él con temor y temblor, pero debido al evangelio ahora podemos entrar al lugar santísimo con confianza.

«El atributo de la santidad de Dios es terror para los impíos, para quienes Él es fuego devorador y ardor eterno, porque los impíos no habitarán con Él. Por otro lado, es fuente de consuelo y salvación para los que le temen, y para quienes, por amor a sus perfecciones, procuran huir del pecado y perfeccionar su santidad en el temor de Dios».[3]

El evangelio es un mensaje sobre la santidad de Dios: su majestad, perfección y misericordia. Así que, gracias a la obra de Cristo, ahora podemos buscar la santidad.


[1] Beeke, Reformed Systematic Theology, 572.
[2] Ryle, Santidad, posición 1021 (Kindle).
[3] Kersten, Reformed Dogmatics, 1:86.
Nota del editor: 

Este artículo está adaptado de una plenaria impartida por el autor en la Conferencia Teológica 2021 del Seminario Bíblico William Carey.

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