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¡Hola! Somos Adrián y Rocío Quijandría, vivimos en Lima, Perú y llevamos 22 años viviendo una aventura juntos. Tenemos dos hijos: una adolescente de 14 años y un niño de 7 años. Quisiéramos compartir contigo la historia de cómo llegamos a ser una familia. Esperamos que esto cambie tu manera de pensar sobre la adopción y, si Dios así lo desea, incluso te lleve a considerarlo en tu propia vida.

Nuestra aventura empezó cuando nos casamos en enero de 1998. Lo hicimos con muchas ilusiones, sueños y proyectos, como toda pareja de novios. Entre ellos había uno muy especial e importante para nosotros: formar una familia. Para ser más concretos, anhelábamos ser padres. Queríamos tener tres hijos, dos biológicos y uno por medio de la adopción. No considerábamos este tema como algo extraño, porque en nuestra familia existían historias de adopción. Además, creíamos que como cristianos cumpliríamos con nuestro «aporte solidario» a la causa de «rescatar de la orfandad» a tantos niños que habían quedado solos. ¡Qué equivocábamos que estábamos!

Éramos muy jóvenes; ambos teníamos 25 años y nos sentíamos con el ánimo y la fuerza para conquistar el mundo. Pero en ese momento no teníamos la menor idea de lo que Dios tenía planeado para nuestras vidas. 

Sin saber cómo sería ser padres, iniciamos la labor para serlo

Al año de casados descubrimos que un niño hermoso venía en camino. Esta noticia nos causó gran felicidad, pero también gran sorpresa, pues no lo habíamos planeado así. Nuestro proyecto de familia contemplaba tener hijos después de dos años de casados. Todavía queríamos disfrutar de nuestro matrimonio solo los dos. La vida tenía que continuar y sin saber cómo sería ser padres, iniciamos la labor para serlo pronto. Sin embargo —al poco tiempo y después de construir nuevos sueños e ilusiones de crianza— pasamos por la tristeza de perder a nuestro primer hijo cerca de los cinco meses de embarazo.

Esta pérdida fue el inicio de un periodo largo y duro en nuestras vidas. El dolor y la tristeza comenzaron a ser parte de nuestro día a día: doctores, pruebas y tratamientos, los cuales nunca tuvieron los resultados favorables que esperábamos.

Además de todo este desgaste físico, emocional e incluso económico, tuvimos que hacer frente a la presión personal y social que conlleva no poder tener hijos. Mes a mes, vivíamos la ilusión contando los días, esperando que nos dieran la alegría de la confirmación de un nuevo embarazo. Sin embargo, mes tras mes traía consigo la desilusión. Tuvimos que hacer frente a la presión de las opiniones de todos aquellos que, conociéndonos y amándonos, anhelaban vernos con hijos. Muchas veces sus palabras, en lugar de animarnos y darnos la confianza, alimentaban el dolor y la tristeza. Recibíamos preguntas como «¿Qué esperan para tener niños?» o frases como «¡Se van a hacer viejos en la espera!». Había personas que incluso cuestionaban nuestra confianza en el Señor: “«¡Es que no oran, deben orar con fe!». Todas estas frases venían de nuestros hermanos, quizá bien intencionados, pero ajenos al dolor que vivíamos de manera interna en nuestra vida matrimonial.

Vivimos con toda esta presión por un periodo de cerca de nueve años; fue un tiempo difícil, pero de muchísimo aprendizaje. Dios nos enseñó a confiar en Él y en sus promesas. Aprendimos que aceptar la voluntad de Dios para nuestras vidas no era conformismo, sino la satisfacción de saber que todo lo que Él desee para sus hijos es bueno, agradable y perfecto (Ro 12:2).

Los medios de Dios son perfectos

Un día mientras caminábamos juntos, vimos venir a un gran amigo a la distancia. Habíamos escuchado que él y su esposa estaban en el proceso de adopción. Él no venía solo, llevaba a una niña pequeña sobre sus hombros. Él se acercó y la presentó como su segunda hija. ¡Nuestro corazón saltó de felicidad por ellos! Fue en ese momento que decidimos preguntar sobre el proceso de adopción en nuestro país, asunto que creíamos tedioso, inseguro y caro.

Aprendimos que aceptar la voluntad de Dios no era conformismo, sino satisfacción de saber que que todo lo que Él desee para sus hijos es bueno, agradable y perfecto

Nuestro amigo nos describió todo el proceso y también nos contó su experiencia  personal con la adopción. ¡No era lo que nosotros pensábamos! No nos quedamos de brazos cruzados y decidimos ir a buscar información. Luego de algunas consultas, fuimos a la oficina de adopciones de nuestro país. Pudimos conocer lo que era el proceso de manera directa y personal, hicimos preguntas y resolvimos muchas de las dudas que teníamos. Lo mejor de todo fue que también pudimos derribar toda clase de prejuicios e ideas preconcebidas que teníamos respecto a la adopción.

Después de esa reunión nos tomamos un tiempo para meditar y sobre todo para orar; queríamos estar seguros de que Dios fuera el que guiara nuestra decisión. Juntos tomamos la decisión de adoptar y así concretar el anhelo de ser padres. Aprendimos a reconocer que no solo la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, sino también su tiempo y sus medios son perfectos. 

Un proceso hermoso y retador

Luego de tomar la decisión de ser padres por medio de la adopción, nos dimos cuenta de que este proceso tiene muy poco o nada que ver con la solidaridad o las buenas obras. Adoptar es una decisión seria que demanda asumir una responsabilidad con entereza y convicción.

De hecho, la adopción tiene muchas similitudes con el embarazo: no sabes qué día llegará tu hijo, no sabes qué rostro tendrá, no sabes si enfermará o no, no sabes qué temperamento tendrá. Lo que sabes es que lo anhelas y que, aunque todavía no está en tus brazos, ya lo amas. La diferencia, por otro lado, es que nuestro «embarazo» fue uno del corazón y duró casi diez años.

Entonces llegó el día… repentinamente, como cuando se rompe la fuente. Nos llamaron para decirnos que había llegado el momento de conocer a nuestra hija. ¡Estábamos llenos de emoción y nervios! Teníamos mucho deseo de tenerla con nosotros. Cuando la pusieron en nuestros brazos sucedió lo que sucede con cualquier nacimiento: una conexión tan fuerte que lo único que sabíamos es que esa era nuestra hija y punto. Allí estábamos los tres, juntos por fin. ¡Valió la pena la dificultad del camino! Todo este tiempo ella nos estuvo esperando; papá y mamá llegaron para nunca más estar separados. 

Un pacto para siempre

Desde ese día no pudimos despegarnos de ella. Deseábamos acompañarla, cuidarla y sostenerla para siempre. Esto no era una buena obra, no es hacer caridad. Esto es un compromiso de amor, un pacto con Dios, entre nosotros y con ella.

Han pasado trece años desde aquel momento; hoy nuestra hija es una hermosa jovencita. Su sonrisa y creatividad lo iluminan todo… ¡y esta etapa de adolescencia nos está volviendo locos! Sin embargo, su vida nos sigue llenando de ilusión cada día y nos sigue recordando la gracia de Dios para nosotros. Cada día reafirmamos nuestro compromiso de acompañarla y amarla en todo tiempo, pero sobre todo mostrarle a ese Dios que bendijo nuestras vidas con la suya, y que también quiere bendecirla a ella de manera personal.

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