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Me crié en una familia llena de amor y que asistía a una iglesia protestante. Sin embargo, ni mi familia era cristiana, ni la iglesia a la que asistíamos era evangélica.

Cuando aún era muy pequeño —tendría unos ocho o nueve años— empecé a leer la Biblia. No me acuerdo cuándo ni por qué lo hice. Pero una vez que había empezado, no dejé de hacerlo… el Señor puso en mi joven corazón un creciente amor por su Palabra.

Durante varios años yo daba por sentado que era creyente. En el primer año de la educación secundaria, decidí asistir a las reuniones semanales del estudio bíblico de mi instituto. Había varios profesores que eran creyentes fieles y dedicaban su tiempo libre a los chicos que asistíamos al grupo. Nos animaban a leer y estudiar la Biblia, y nos traían libros para ayudarnos a entender mejor la Palabra de Dios.

Así fue como llegué a darme cuenta de que aún no era creyente y que necesitaba serlo. Una noche, en la tranquilidad de mi cuarto, oré al Señor y le pedí que me hiciera un cristiano de verdad y tomara las riendas de mi vida. Yo tenía once años.

Aunque ya no me acuerdo de todos los detalles —¡han pasado más de cincuenta años!— creo que uno de los pasajes de la Biblia que más me impactaron fue Lucas 5:31-32: «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento». Aquellas palabras de Jesús me ayudaron a entender que yo era un joven enfermo espiritual que necesitaba urgentemente al Doctor Jesús. Y acudí a Él. ¡Él me sanó! ¡Me salvó!

Hay algunas conversiones muy dramáticas, como la de Saulo de Tarso. Hay otras más tranquilas, como la del joven Samuel. Creo que el Señor nos ha dado ejemplos de ambos tipos de conversiones para que nadie se sienta ni demasiado bueno para necesitar a Jesús, ni demasiado malo para poder ser salvado por Él.

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