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Una dulce amiga dijo que le gustaba vernos a mi esposa y a mí sonreír, saludar, y deleitarnos los domingos cuando nuestra hija de 5 años canta en el coro de niños. Sí, hay una alegría profunda y celebración alegre cuando vemos a nuestro angelito cantar alabanzas al Señor con ademanes.

Pero hay belleza y dolor detrás de nuestra euforia.

Verás, mi esposa y yo no esperábamos que nuestros hijos vivieran más de tres años y 55 días. Así lo relato en mi libro recientemente publicado, Por lo tanto, tengo esperanza: 12 verdades que consuelan, sostienen, y redimen en medio de la tragedia (Therefore I Have Hope: 12 Truths That Comfort, Sustain, and Redeem in Tragedy). Nuestro primer hijo, Cameron, murió inesperadamente a esa edad. En nuestras mentes agobiadas por el dolor, temíamos que nuestro segundo y tercer hijo estuvieran llegando al final de sus vidas cuando se acercaban a esta edad, a pesar del hecho de que la muerte de nuestro hijo no era congénita. Cuando cruzaron el umbral de los 3 años y 55 días, vimos el resto de sus vidas como un bono inesperado.

Ninguno de estos pensamientos existe a nivel racional, por supuesto; son los remanentes tristes y postraumáticos de perder un hijo. Los temblores de dolor en tu corazón continúan teniendo una presencia poderosa, incluso años después.

Dos maneras equivocadas de ver a los niños

Hay muchas maneras en que podemos ver a nuestros hijos.

A veces los vemos como un proyecto. Creemos (en gran parte porque la cultura nos lo dice) que somos llamados a dirigir a nuestros hijos como si fueran un proyecto para toda la vida. Necesitamos convertirlos en agentes de producción en el mercado. Comenzamos a construir ese curriculum vitae al contratar entrenadores de porristas y entrenadores de béisbol a los 6 años. Reservamos un tutor antes del año escolar, cuando ni siquiera sabemos si nuestro hijo tendrá dificultades en clase. Nos saltamos el día de descanso familiar para que gane el torneo de fútbol. “Dios me ha dado a este niño para que se convierta en un ganador”, pensamos, y programamos en exceso la vida de este pequeño humano para asegurarle el éxito.

Debemos ver a nuestros hijos como un regalo, y no darlos por sentado.

En otras ocasiones, vemos a nuestros hijos como una carga. Anhelamos el día en que vayan al jardín de niños, obtengan su licencia, o se vayan a la universidad. Deseamos los días en que dormiremos más, tendremos más tiempo libre, habrán menos argumentos en casa, o tendremos una cuenta de cheques con más dinero. Seamos honestos: los niños sacuden nuestro mundo. Nos agotan, nos frustran, nos desafían, y acaparan nuestro tiempo libre, dinero, y pasatiempos. Todavía veo a mis hijos de esta manera con demasiada frecuencia.

Sin embargo, ¿de qué manera cambia nuestra visión de la paternidad cuando vemos a nuestros hijos no como proyectos ni como cargas, sino como regalos?

Los niños como regalo

Perder un hijo nos ha dado esta perspectiva a mi esposa y a mí. No damos por hecho que tendremos a nuestros hijos tanto como lo hicimos antes de que Cameron muriera. Nos acercamos a nuestros hijos con esta actitud: “Estamos muy agradecidos de que estés aquí. Estamos agradecidos de que estés vivo”. Para nosotros, estos sentimientos no vinieron sin dificultades, pero representan una perspectiva bíblica que todos debemos adoptar.

El salmista muestra a los niños como un don de Dios que genera felicidad y bienestar.

Afortunadamente, no tienes que perder a un niño para ver a tus hijos como un regalo. La Palabra de Dios habla de los niños de esta manera:

“Un don del SEÑOR son los hijos,
Y recompensa es el fruto del vientre.
Como flechas en la mano del guerrero,
Así son los hijos tenidos en la juventud.
Bienaventurado el hombre que de ellos tiene llena su aljaba;
No será avergonzado
Cuando hable con sus enemigos en la puerta”, Salmo 127:3–5.

El salmista muestra a los niños como un don de Dios que genera felicidad y bienestar.

Cuando vemos a nuestros hijos como un regalo, nuestra necesidad de excesivamente controlarlos se apaga. Ciertamente, asumimos la responsabilidad del regalo, pero nadie destruye un regalo para hacerlo perfecto. Lo sostenemos suavemente, con gratitud.

Además, cuando recibimos un regalo, entendemos que es para nuestro placer y deleite. Muchas personas, cuando saben (o al menos piensan) que han tenido su último bebé, dicen que se esforzarán por disfrutar de este bebé. Saborean los últimos paseos en cochecito, la ropa infantil, y los cuentos a la hora de dormir.

Cuando vemos a nuestros hijos como un regalo, nos damos permiso para disfrutarlos más. No siempre tenemos que estar entrenándolos, corrigiéndolos, y administrándolos. Si bien siempre capacitaremos a nuestros hijos, somos libres para estar contentos por lo que Dios hizo que fueran, y por el tiempo limitado que tenemos juntos.

Un regalo duro

Vale la pena señalar que Dios a menudo nos da regalos difíciles. Miramos hacia atrás a un desafío o decepción del pasado como un don, no porque fue fácil, sino porque le dio forma a nuestro carácter. A veces los niños son así. Dios nos pone de rodillas mientras cuidamos a un niño que habitualmente nos desespera o rompe nuestros corazones. Él nos enseña a orar más, a practicar la compasión, a arrepentirnos de nuestros ídolos.

Todos sabemos que nunca mantendremos perfectamente esta visión de nuestros hijos. Sin embargo, en esos momentos en que estamos frustrados, cansados, presionados, o temerosos en nuestra crianza, vale la pena mirar a nuestro hijo y recordar en privado: “Eres es un regalo de Dios. Un regalo difícil, sí, pero precioso a pesar de todo”.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
Imagen: Lightstock.
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