En los diversos momentos que me ha tocado enseñar sobre Teología Propia (la Doctrina de Dios), uno de los temas que más frecuentemente sale a colación en el tiempo de preguntas y respuestas es el de la elección divina. ¿Ha elegido Dios a todos aquellos que se han de salvar? ¿O, a final de cuentas, la salvación depende de la elección del pecador?
Desde antes de la fundación del mundo
La doctrina de la elección es una que lleva a muchos a crujir los dientes. Hay algo en el hombre que hace que se sienta profundamente molesto al escuchar hablar de un Dios soberano que hace todas las cosas según el designio de Su voluntad. En otras palabras, a muchos parece ofenderles que Dios ejerza Su prerrogativa de ser Dios. Y es que pocas doctrinas de la Biblia aplastan tan rotundamente nuestro orgullo y soberbia.
Uno de los textos clave del NT con respecto a la doctrina de la elección es Efesios 1:3-6. Pablo nos dice allí que todas las bendiciones espirituales que hemos recibido de la mano de Dios han venido a nosotros de acuerdo a Su plan eterno de salvación:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado”, Efesios 1:3-6.
Es obvio que Pablo no pensaba que esta doctrina solo debía ser estudiada en un seminario teológico. Esta carta fue escrita a una iglesia, compuesta por hermanos comunes y corrientes, quienes debían unirse a Pablo bendiciendo y alabando a Dios por haberlos escogido, predestinados para salvación desde antes de la fundación del mundo.
Él texto inicia diciendo Dios nos bendijo con toda bendición espiritual “según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo”. Él nos bendijo “en conformidad con el hecho” (esa es la idea de la palabra que Reina Valera traduce como “según” en el Ef. 1:4) de que nos escogió conforme a un plan que Él trazó en la eternidad. “Escoger” (v.4) significa “hacer una selección”. Esta palabra se usa en Lc. 6:13 para hablar de la selección que hace Cristo de los doce apóstoles. Ellos no decidieron ser apóstoles de Cristo: Cristo los seleccionó soberanamente de entre la multitud que lo seguía para ser Sus apóstoles (cp. Jn. 15:16).
En cuanto a la palabra “predestinación” (v.5), es la traducción del vocablo griego “proorizo”, palabra compuesta de “pro” que significa “de antemano”, y “horizo” de donde proviene nuestra palabra “horizonte”. El horizonte es la línea que divide el cielo de la tierra. De manera que la idea de esta palabra es “trazar un límite de antemano”.
Soberanamente Dios trazó una línea demarcadora en la raza humana, y a muchos, que no lo merecían, los destinó de antemano para ir al cielo. Podemos revelarnos contra esta verdad de las Escrituras, pero es imposible evadir el hecho de que la Biblia la enseña una y otra vez (cp. Rom. 8:28-30; Rom. 9:16; Rom. 11:32-36).
El punto que debemos determinar aquí es ¿quién está en las manos de quién? ¿Es Dios quién está en las manos del pecador, o es el pecador que está en las manos de Dios? La Biblia enseña con toda claridad que es el pecador quien está en las manos de Dios, y no al revés. Veamos lo que Pablo nos enseña en este pasaje con respecto a la elección.
La base de la elección
“Según nos escogió en Él”. Cuando Dios nos incluyó en Su plan soberano, Él sabía que no merecíamos ser incluidos. Pero Cristo se comprometió de antemano a pagar completamente nuestra deuda. De no haber sido por la segunda Persona de la Trinidad nunca habríamos sido parte del plan redentor de Dios.
El momento de la elección
“Desde antes de la fundación del mundo”. En otras palabras, esta selección se hizo en la eternidad. Antes del inicio del tiempo, antes de la creación de todas las cosas, Dios nos incluyó soberanamente en Su plan de redención.
El propósito de la elección
¿Para qué nos escogió Dios? Pablo responde dos cosas: por un lado nos dice que Dios nos escogió “para ser santos y sin mancha delante de Él”. No fue que Él vio algo bueno en nosotros y por eso nos escogió. Él nos vio más bien en nuestro pecado, en nuestra impiedad, y nos escogió para hacernos santos (cp. Ef. 2:1-3 y 1 P. 1:1-2). La santidad es un fruto de la elección, no su causa.
El mejor comentario de este texto es el que encontramos en la carta de Pablo a Tito (Tito 2:11-14). Dios el Padre nos escogió, y Dios el Hijo murió en una cruz, para que fuésemos un pueblo santo, un pueblo de hombres y mujeres apartados para Dios, viviendo bajo los principios de Su voluntad revelada.
Pero Pablo nos dice también que fuimos escogidos, predestinados en amor, “para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo”. Hoy día, cuando hablamos de adopción pensamos de inmediato en niños pequeños, pero en el tiempo de Pablo no se solían adoptar bebés, sino personas adultas. Si un hombre rico no tenía herederos, buscaba una persona que fuese digna a quien dejarle toda su herencia, y lo adoptaba como su hijo. De inmediato esa persona tenía derecho sobre todos los bienes del hombre rico.
Y eso es lo que Pablo tiene en mente cuando habla aquí de adopción. Ahora somos hijos de Dios, con todos los derechos filiares de un hijo, porque Dios nos adoptó. Solo que cuando Dios decidió hacer eso, nosotros no éramos dignos herederos Suyos. Por eso primero nos justificó, poniendo en nuestra cuenta la justicia perfecta de Cristo, y luego nos adoptó ahora que hemos sido perdonados.
Y una vez más Pablo nos dice que todo eso ocurrió en Jesucristo. En virtud de la obra redentora de Su Hijo, que nos es aplicada por medio de la fe, el Juez de toda la tierra nos declara “sin culpa”, y luego nos recibe como hijos en Su familia y nos concede liberalmente un sinnúmero de beneficios, porque ahora Él es nuestro Padre y nosotros somos Sus hijos.
La razón de la elección
“Según el puro afecto de Su voluntad” (v. 5). La elección de Dios no fue arbitraria o caprichosa. Una decisión arbitraria es aquella que se toma sin razón alguna. Pero en el caso de Dios, Él sí tenía una razón para escogernos, solo que esa razón se encuentra en Él, no en nosotros.
Él nos escogió conforme a Su benevolente soberanía, por Su bondad que es santa y que no posee motivos impuros en ella. Eso es todo lo que nos ha sido revelado al respecto y, por lo tanto, es todo lo que debemos decir por ahora. Dios se deleitó en amarnos desde antes de la fundación del mundo, y conforme a ese amor soberano nos eligió. Por eso dice en el vers. 5 que fuimos predestinados en amor.
El propósito final de la elección
“Para alabanza de la gloria de su gracia” (v.6). La meta final hacia la cual se mueve todo lo antes dicho es el reconocimiento en adoración (eso es alabanza) de la excelencia divina (eso es gloria) manifestada en favor de los indignos (eso es gracia). Como bien señala Hodge: “El propósito de la redención es exhibir la gracia de Dios de una manera tan eminente que llene todos los corazones de sobrecogimiento y todos los labios de alabanza”.
Y una vez más, Pablo conecta todo esto con la persona de Cristo: “con la cual nos hizo aceptos en el amado” (v. 6b); literalmente el texto dice que esa gracia nos fue bondadosamente conferida, gratuitamente impartida sobre nosotros “en el Amado”. Dios el Padre ama a Su Hijo con un amor eterno e inalterable, y nosotros estamos en Él. En virtud de esa unión, nosotros somos ahora el objeto del amor del Padre y beneficiarios de todas Sus bendiciones.
A la luz de todo esto yo me pregunto, ¿acaso existe un privilegio más grande que ser cristiano? ¿Es que acaso hay algo que sea más glorioso que conocer a nuestro Señor Jesucristo, y tener nuestra vida escondida en Él? Nuestro Dios nos ha bendecido “con toda bendición espiritual”; nosotros somos ahora los beneficiarios de las riquezas de Su gracia, somos coherederos de Dios juntamente con Cristo, y algún día entraremos en el disfrute pleno y eterno de esa herencia. Y todo eso porque Dios, de pura gracia, nos amó cuando no había nada digno en nosotros que nos hiciera merecedores de ese amor. ¡Que a Él, y solo a Él, sea toda la gloria, la alabanza y el honor por los siglos de los siglos!