Todos los regalos que recibimos de Cristo los recibimos a través del Espíritu Santo, incluyendo la fe misma.
A través del Espíritu Santo.
Pero, cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia, sino por Su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo, el cual fue derramado abundantemente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador.
Esta pregunta lidia con la forma en que los creyentes vienen a la fe y reciben la salvación comprada por Cristo. Es una pregunta que se entiende mejor si se hace en retrospectiva, mirando hacia atrás en nuestras vidas y preguntándonos: “¿Cómo pude yo, un pecador caído, llegar a amar a Jesús y a creer en el evangelio cuando muchos no lo han hecho?”.
Para comprender la magnitud de esto debes entender que “el mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden” (1Co 1:18, NVI). Aunque podemos comprender los hechos del evangelio de una forma intelectual, sin la intervención de la gracia de Dios, los rechazaríamos como si se tratara de una locura. Pero el catecismo nos recuerda que Dios sí interviene. El Espíritu Santo le da nueva vida a los pecadores que estaban “muertos en sus transgresiones y pecados” (Ef 2:1).
Mientras el evangelio es predicado, el Espíritu Santo crea fe en nuestros corazones para que abracemos al Cristo resucitado y reinante como es presentado en el evangelio. Incluso la fe (nuestra respuesta obediente al evangelio) es un regalo de la gracia de Dios. Esta maravillosa verdad tiene enormes implicaciones en nuestra forma de ver la salvación, la vida cristiana y la adoración.
Primero, confirma que nuestra salvación es verdaderamente por gracia. Ninguno de nosotros puede jactarse por ser salvo, o por haber aprovechado al máximo la salvación que se nos ofreció. Ciertamente no somos salvos porque teníamos suficiente sentido moral o espiritual en nosotros mismos como para creer en el evangelio, ni porque fuimos catequizados correctamente (aunque eso es importante). No, somos salvos solo porque, en Su divina compasión, el Cristo resucitado abrió nuestros ojos espirituales para que creyéramos en el evangelio.
Mediante Su Espíritu Santo, Jesús aró el terreno rocoso de nuestros corazones para que cuando se sembrara la semilla del evangelio, diera el fruto de la fe y el arrepentimiento. Si creemos en el evangelio, debemos agradecerle a Dios por darnos la gracia de creer en Él, pues eso solo viene de Él. Por tanto, la vida cristiana debe estar marcada por la gratitud y la humildad. En nosotros mismos y por nosotros mismos, no somos mejores que nuestros prójimos que no son cristianos. La única diferencia es que algo (o, mejor dicho, Alguien) maravilloso ha venido a nuestra vida y ha cambiado todo.
Finalmente, saber que nuestra fe es un regalo de Dios cambia la forma en que vemos la adoración pública, particularmente la predicación del evangelio. A través de la proclamación del evangelio, el Cristo resucitado se presenta a Sí mismo con poder salvador y transforma a las personas por la eternidad. La vida eterna no empezará cuando Cristo regrese; la vida eterna empieza cuando el Espíritu Santo nos da vida a través del evangelio, el poder de Dios para salvación.
Cuando nos sentamos a escuchar el evangelio, no solo estamos escuchando una lectura religiosa. El poder más grande en todo el mundo está obrando, dándole nueva vida a los pecadores. El cielo está descendiendo a la tierra, un glorioso “aún no” está irrumpiendo en el “aquí y ahora”. La alabanza pública es el centro de la acción redentora de Dios hasta que Cristo regrese y el mundo lo vea. Hasta que llegue ese momento, lo contemplamos mediante la fe, semana tras semana, cuando nos reunimos en Su nombre para alabarle y escuchar Su Palabra. Y por medio del Espíritu Santo, estamos siendo transformados progresivamente de una forma que durará hasta la eternidad.
Espíritu Santo, nos viste cuando no podíamos buscarte porque estábamos muertos en nuestros delitos y pecados. Tú nos has dado la fe; ninguno de nosotros creería si no fuera por Tu gracia regeneradora, mediante la cual conviertes corazones de piedra en corazones de carne. Permite que a la luz de Tu misericordia inmerecida desechemos toda jactancia. Amén.