Un recorrido por la vida y ministerio del pastor y teólogo del Gran Despertar
Un recorrido por la vida y ministerio del pastor y teólogo del Gran Despertar
Jonathan Edwards nació en East Windsor, Connecticut, siendo el único hijo varón y el quinto de once hermanas.
A los 13 años de edad fue aceptado para ser estudiante de la Universidad de Yale, que entonces se llamada Escuela Colegiada.
Durante su etapa como estudiante se opuso a la tendencia entre los estudiantes de alejarse de la fe puritana de los fundadores de la Universidad y correr hacia un racionalismo elitista.
Pero nunca se comportó como un fanático. Estando en la Universidad, Edwards leyó ampliamente e interactuó con John Locke (1632-1704), Isaac Newton (1643-1727) y todo el movimiento de la Ilustración. Muchos de sus primeros escritos fueron sobre temas científicos.
En 1729, Edwards empezó oficialmente su ministerio como aprendiz de su abuelo materno, Solomon Stoddard en Northampton durante dos años antes de convertirse en el único predicador de la iglesia de Northampton, Massachusetts.
Cuando tenía 20 años, conoció a Sarah Pierrepont (1710-1758), una joven devota que inspiraría la vida espiritual del propio Edwards.
En 1734, la predicación de Edwards sobre la justificación por la fe provocó un renacimiento espiritual en su iglesia. En diciembre hubo seis conversiones repentinas. Para la primavera había alrededor de treinta a la semana.
Edwards mantuvo un cuidadoso relato escrito de sus observaciones y las documentó en sus diarios. También sus sermones más efectivos se publicaron posteriormente. Estos escritos se leyeron ampliamente en América e Inglaterra, también ayudaron a alimentar el Gran Despertar unos años más tarde, durante el cual miles fueron conmovidos por la predicación del británico George Whitefield (1714-1770).
Whitefield había leído los escritos de Edwards y se propuso visitarlo cuando viajara a las colonias de América. Edwards invitó a Whitefield a predicar en su iglesia. La predicación de Whitefield conmovió profundamente a Edwards, quien lloró durante todo el servicio, junto a gran parte de la congregación.
En 1741, durante el inicio de lo que posteriormente se conocería como el Gran Despertar, Edwards contribuyó quizás con el sermón más famoso de la historia de Estados Unidos, «Pecadores en las manos de un Dios airado».
Este sermón fue predicado en Enfield, Connecticut, en 1741. Aunque este sermón ha sido ampliamente reimpreso como un ejemplo de «fuego y azufre», esto no está en consonancia con el estilo de predicación real de Edward. Edwards no gritó ni habló en voz alta, sino que predicó en voz baja y sencilla.
Gracias a este sermón y a su rápida difusión, las iglesias, que en algunos casos habían sido frías y secas, se transformaron rápidamente en congregaciones apasionadas.
Pero no se puede acusar a Edwards de ser un emocionalista, todo lo contrario, sus sermones fueron altamente intelectuales y en ellos se tratan temas doctrinales y profundamente teológicos. La emoción era importante para Edwards, pero esa emoción y experiencias no debían opacar la necesidad de una doctrina recta y un culto racional.
Edwards consideraba que la conversión personal era crítica, por lo que insistió en que solo las personas que habían hecho una profesión de fe y que daban prueba de una experiencia real de conversión podían participar de la Cena del Señor. Esta posición estaba en contra de lo que su abuelo había practicado en la iglesia y desalentó a su congregación, que lo despidió en 1750.
Durante los siguientes años, Edwards fue un pastor misionero entre los nativos americanos en Stockbridge, Massachusetts, y escribió varios tratados teológicos. En ellos argumentó que somos libres de hacer lo que queramos, pero nunca querremos hacer la voluntad de Dios sin una visión de su naturaleza divina impartida por Su Espíritu.
Fascinado por la física newtoniana e ilustrado por las Escrituras, Edwards creía que la providencia de Dios era literalmente la fuerza vinculante de los átomos, que el universo colapsaría y desaparecería a menos que Dios mantuviera su existencia.
Durante toda su vida, Edwards mantuvo su hábito de levantarse a las 4:00 de la mañana y de estudiar 13 horas al día.
Sarah Pierrepont nació el 9 de enero de 1710 en New Haven, Connecticut.
Fue hija de una de las familias más distinguidas de la región, ella recibió una educación sobresaliente como mujer en aquella época, evidenciada en sus habilidades sociales y en su no muy conocido gusto por la música.
En 1723, Sarah conoció a quien llegaría a ser el reconocido pastor y teólogo puritano Jonathan Edwards, y con quien se casaría más tarde, siendo ella de diecisiete años y Edwards de veinticuatro.
Ser la esposa de un hombre que llegó a convertirse en legado de la iglesia en los siguientes siglos, demandó mucho sacrificio. Pero Sarah supo administrar sus capacidades de tal forma que llegó a ser de gran ayuda para su esposo.
Aunque no fue fácil convivir con el temperamento de Jonathan, esta mujer piadosa, encontró la manera de hacer de su hogar un lugar apacible, donde se hiciera evidente el amor por él y por sus once hijos, amparada en el refugio que Dios significaba para ella. Siendo su casa el mejor espacio para darle gloria al creador.
Sarah fue una mujer que supo acompañar a su esposo en el ministerio, manteniendo en orden a sus hijos y a su hogar, para que Jonathan pudiera dedicarse a enseñar verdades como las de la familia en Cristo, que fácilmente podían ser desvirtuadas si no fuera por el testimonio del hogar que ella criaba.
En una época y un lugar donde el bienestar estaba mediado por la capacidad de mantener y resguardar la familia contra la fuerza de la naturaleza y los problemas de salud, el rol de la mujer en casa fue sin duda un trabajo indispensable, dispendioso y exigente.
Sarah debía hacer o delegar en otros tareas imprescindibles para el cuidado de su familia, relacionadas con el abrigo y el alimento, principalmente: romper el hielo para obtener el agua, lavar ropa, cuidar a sus bebés y amamantarlos; cultivar y conservar los alimentos, traer leña y mantener el fuego, cocinar, empacar comida para los visitantes; confeccionar la ropa de la familia con la lana que obtenían de las ovejas, lo cual implicaba también hilar y tejer para coser.
Tareas a las que había que sumar el enseñar a los niños lo que no aprendían en la escuela, al mismo tiempo que cuidaba y atendía a sus hijos cuando enfermaban. Una obra magna que se hacía imposible sin la gracia dada por Dios, quien en todo momento era su fortaleza.
En la crianza de sus hijos, su testimonio fue notorio. Entre sus reglas mantenía la indiscutible obediencia, el respeto y la importancia de la enseñanza de la verdad de Dios.
El papel preponderante que Sarah cumplió en casa, dio su fruto, teniendo en cuenta que las condiciones hostiles y de guerra, salubridad e higiene de la época eran adversas, y aún así todos sus hijos lograron vivir hasta la adolescencia. Lo cual era extraordinario en un contexto tan contrario, como las colonias británicas en Norteamérica.
Para entonces, la hospitalidad era un don que se manifestaba hacia los extranjeros recién llegados o a los viajeros. La casa del pastor era la segunda opción de hospedaje cuando en la zona no había otro lugar donde refugiarse o las posadas no eran adecuadas. Así que, en Northampton, Sarah siguió ejerciendo sus dones a través de la hospitalidad.
La casa de los Edwards siempre fue un lugar a donde se podía llegar, ya fuera para buscar refugio físico o para encontrar socorro espiritual.