La biblia nos enseña que la experiencia de la salvación es como un nuevo nacimiento y por eso, el creyente es comparado a un bebe recién nacido. A partir de aquí, debemos establecer la posibilidad de que los cristianos estamos supuestos a desarrollarnos y crecer hasta la «altura de un varón perfecto» (Efesios 4:13). Mejor dicho, el cristiano debe crecer y madurar espiritualmente, como el bebe que crece hasta llegar a ser un adulto.
Pero, ¿cómo saber si una persona es un cristiano maduro? ¿Como medir la madurez espiritual de un cristiano? ¿Cómo saber si hemos crecido espiritualmente? ¿como distinguir a un creyente inmaduro?.
En la palabra de Dios encontramos una vasta cantidad de referencias acerca de las cualidades y características de una persona espiritual. En el Antiguo Testamento, el testimonio de los patriarcas y de los profetas nos dejan el ejemplo de hombres con el carácter divino. En el Nuevo Testamento, los Evangelios, el libro de los Hechos y las epístolas nos proveen, de muchas formas, los rasgos de una persona madura. Y aunque la biblia está llena de enseñanzas acerca del mandato, la responsabilidad y los beneficios de crecer espiritualmente, vamos a mirar solo una de las referencias que Pablo hace acerca de este tema:
“Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño” (1 Corintios 13:11 RVR60).
A la luz de este versículo podemos establecer que hay tres formas (aunque no son las únicas) de reconocer la madurez de un creyente. Veamos:
1. La forma como hablamos («Hablaba como niño»)
Lo que un creyente dice con sus labios es la evidencia de lo que está en su corazón (Lucas 6:45). Tarde o temprano, nuestros dichos revelan lo que somos. Cuando un creyente está constantemente quejándose, murmurando, criticando, cuando se exalta asimismo, cuando habla con arrogancia, cuando usa palabras obscenas y está ofendiendo a sus semejantes, debemos concluir que tal persona es un niño espiritual. Sus palabras lo «pintan de cuerpo entero» revelando su inmadurez.
2. Lo que pensamos («Pensaba como niño»)
El rey Salomón enseñaba que el hombre, es como piensa (Proverbios 23:7). Lo que domina los pensamientos de una persona revelan su carácter interno. Cuando los pensamientos que nos gobiernan contradicen la palabra de Dios y pensamos egoístamente, en lo material, lo pasajero, la diversión, en lo malo, lo injusto, lo inmundo, entonces estamos pensando como niños.
3. Lo que juzgamos («Juzgaba como niño»)
Juzgar como niños es conducir su vivir con las características propias de un infante. En esa etapa, los seres humanos lloran por cualquier razón, son dependientes de otros, quieren siempre jugar, no asumen ninguna responsabilidad, se sienten el centro de todo y no les gusta compartir lo que tienen. Tomando estas cualidades como referencia, se puede considerar a un niño espiritual a quien siempre se está quejando, dependen de otras personas para su vida espiritual, prefieren el entretenimiento y no el compromiso, no asumen responsabilidad por sus actos, siempre están demandando atención y no procuran dar de sus vidas por el bien de otros.
Sin embargo, aunque estas son evidencias de un cristiano inmaduro, los creyentes podemos tomar estas tres verdades y hacerlas parte de nosotros día a día, para que nos ayuden a crecer. Hablar vida, bendición y palabras que edifican es una manera de ir dejando lo que es de niño, como decía el apóstol. Asimismo, debemos intencionalmente dominar nuestros pensamiento en lo que es agradable a Dios y juzgar, ejercitando día a día las cualidades y características de un adulto.
Como regla general, poco o nada podemos hacer para estirar nuestra estatura física. Mejor dicho, por más esfuerzo que hagamos, nuestra altura responde a una cuestión genética, de la que muy poco podemos hacer para cambiarla. Sin embargo, en las cosas espirituales no sucede así. La medida, estatura y madurez cristiana, si pueden y deben ser cambiadas (para crecer). Los cristianos podemos decidir crecer o quedarnos como niños espirituales.
La madurez cristiana se debe ir cultivando día a día (a través las prácticas espirituales y de las experiencias diarias), entendiendo que crecer, demanda un esfuerzo, conlleva responsabilidades pero también nos concede beneficios y privilegios que los niños nunca podrán disfrutar.
Por eso, es mejor crecer y no quedarse como niños.