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El perdonador fue herido con golpes que llegaron hondo. El dolor que aún siente es indescriptible, lo llena todo y transforma su alma. Su dolor es una fuerza que lo paraliza; es como un tirano que lo somete y un «amigo» que lo acompaña.

Por un momento se sienta y pondera, y el perdonador concluye que un golpe duele más cuando viene de la mano que lo debió cuidar y una palabra se sufre más cuando sale de la boca que lo debería amar. «Fieles son las heridas del que ama» (Pr 27:6; cp. Sal 55:12-13), decía el sabio. El perdonador piensa que el dolor es más fuerte cuando lo causan aquellos que más amamos.

Su tristeza es un peso gravoso, porque el alma pesa más cuando está herida. Las palabras lo han herido, el desprecio lo ha cortado y el dolor lo dejó con ganas de pagar con la misma moneda. Pero luego abandona esa idea porque recuerda que la violencia engendra más violencia.

El perdonador sabe que en este mundo, los caídos también golpean y hacen llorar a sus conocidos. Pero esto no le sorprende, porque ha leído el Libro antiguo que explica la existencia humana. El perdonador no se sorprende de las ofensas, del desprecio ni del rechazo. Sabe que los corazones humanos llenos de envidias, celos y enemistades son capaces de causar daño, incluso de causar muertes.

El perdonador no quiere hacer un drama, porque sabe que en el fondo esto es igual para todos. Reconoce que tiene un corazón capaz de todo. Sabe bien que también puede herir o hacer llorar y que es un mortal como todos.

No quiere sentirse víctima, aunque a veces quisiera despertar lástima y compasión. Pero decide ser objetivo y dejar la autoconmiseración. Recuerda que un espíritu de víctima no nos ayuda a ser responsables ni a asumir nuestra propia vida.

El perdonador es paciente para esperar y no reaccionar, porque sabe que su ofensor un día puede cambiar y dejar su maldad. Cuando eso suceda, quiere estar cerca para ver el milagro y celebrar.

El perdonador prefiere callar, aunque a veces es difícil. No quiere usar sus labios para juzgar ni desea criticar a su agresor. Prefiere callar y evita hablar de heridas, a menos que sea para sanar. Sabe que hablar de la ofensa y del ofensor puede desarrollar odio y resentimiento en el corazón. El peso de una alma herida sería insoportable, si a la tristeza y el dolor le añade odio y rencor.

El perdonador renunció a las armas. Prefiere ser atacado que atacar; ser herido que herir. Piensa que es mejor derramar sus lágrimas, antes que hacer llorar. Renunció a vengarse y no usará la misma moneda, porque sería culpable del mismo mal que le hizo llorar.

Prefiere usar sus brazos para abrazar y no para golpear. Prefiere usar sus labios para sanar y no para enfermar. Espera con entusiasmo la reconciliación y anhela disfrutar el gozo que trae el amor y el alivio que trae el perdón.

Por eso, un domingo por la mañana, el perdonador tomó una decisión. Resolvió ir al lugar donde fue herido, para hablar con el agresor. Recuerda que no es muy lejos, porque fue alguien cercano quien lo humilló. Cuando llegó, se detuvo frente a la puerta del lugar y tembló porque no sabía lo que encontraría, ni cuál sería la reacción de quien lo hirió. Tocó la puerta, y antes de que se abriera lo inundaron sus pensamientos:

Se me hace difícil perdonar. La ofensa fue real y el dolor que siento no puedo negar. Tener que renunciar a la justicia propia me parece toda una injusticia. A veces quisiera que el agresor pague, llore y que también sufra como yo. Eso sería justicia.

¿Cómo explicarle a mi agresor todo el dolor que me ha traído? ¿Cómo hago para que entienda lo que he sufrido? ¿Cómo hacer para que sienta la angustia y tristeza que he sentido? Pero ¿por qué estoy aquí? Parado frente a su puerta, si él ni siquiera se ha acercado. Él me ofendió y yo soy el ofendido. Él me golpeó y yo salí herido. Quizá sería mejor esperar que un día venga humillado, reconozca que se equivocó y pida perdón arrepentido. Entonces, solo entonces, lo perdono.

Pero si hago eso no estaría bien, porque eso no fue lo que pasó conmigo. Yo también fui un agresor y en aquella relación que yo quebré, el ofendido no esperó mi iniciativa. Al contrario, Él se acercó y sufrió el dolor que yo merecía. Lo hizo mucho antes de que yo viniera humillado, que reconociera mis errores y pidiera perdón.

Él no esperó que yo viniera arrepentido, sino que se acercó y a causa de eso fui atraído. En realidad, fueron Su acercamiento y Su sufrimiento los que hicieron posible que me acercara en arrepentimiento, para buscar Su perdón y ser redimido.

¡Oh, cuánta paciencia ha tenido mi Salvador! ¡Cuánta misericordia me ha mostrado! ¡Qué gran perdón me ha dado! Oh, qué compasivo y humilde Redentor, paciente y manso que no me guardó rencor.

Su bondad desprecié, Su santidad había ofendido y Su justicia burlé. ¿Cómo no estar aquí frente a esta puerta, para hacer lo que Él hizo conmigo? ¿Cómo no acercarme a quien me ha ofendido? Aquí me quedaré hasta que me abran, porque aunque no me pidan perdón, estoy dispuesto a dar ese don.

Quiero dejar esta amargura y el resentimiento porque he deseado que le vaya mal hasta su quebrantamiento. ¡Basta! Prefiero soltar al culpable, olvidar su ofensa y liberarlo. Perdonaré, sí, perdonaré como Cristo para ser como Él y también glorificarlo.

De pronto, esa perspectiva lo motivó y esa meditación se convirtió en convicción. Su corazón fue inundado de compasión, la emoción lo superó y las lágrimas brotaron. Oh, allí está el Perdonador, tomado por el Espíritu del Redentor, quien fue a la cruz para salvarlo. Allí está, lleno de amor, sin poder escapar y con unas ganas inmensas de perdonar.

Entonces, la puerta se abrió y su agresor salió. Respiraron hondo y por un momento cruzaron miradas. De pronto, el perdonador se lanzó con brazos abiertos y emoción, ahí golpeó a su ofensor con amor y compasión. El abrazo fue correspondido. Con esos labios que un día gimieron de dolor, allí en esa puerta le gritó: «¡Te perdono con todo mi corazón!». Fue un desahogo, ambos lloraron y respiraron alivio. En ese instante todo había cambiado porque el peso en el alma se había levantado.

Ese día el perdonador finalmente descansó. Recibió paz y alivió, y sintió que por fin avanzó. Se sintió más cerca y más parecido al Redentor, el mismo que un domingo por la mañana resucitó para perdonar y restaurar nuestra comunión.

El perdón estaba más cerca de lo que había imaginado. Para la próxima no tardaría tanto en ofrecerlo y así ser sanado.

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