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Cuando alguien te hace daño, sea creyente o no, debes tener presente la ruina y miseria en la que se encuentra esa persona. Ten en cuenta la pobreza de su alma. Me explico.

Una de las primeras realidades a recordar de nuestros ofensores o perseguidores es su pobreza cuando nos agravian. Primero porque todo agravio supone pecar contra Dios. Las ofensas no reflejan el carácter del Señor y tampoco lo glorifican. Si alguien te maltrata, debes mantener en perspectiva el desagrado que eso ha provocado, ante todo, a Dios.

Además, la vileza que motiva a esa persona, lo que siente en su interior y lo que se propone con la ofensa es propio de un alma en oscuridad y bancarrota. Hay tinieblas y ruinas en el corazón del que busca dañar a otro. Por eso es pobreza, ¿no crees?

Más aún si no recapacita ni se arrepiente, o si disfruta del sufrimiento causado, entonces sabemos que su condición espiritual es deplorable. Es decir, esa persona está en una situación extrema y peligrosa.

Por eso los que te maltratan son dignos de tu conmiseración. Así que, antes de sentir lástima contigo mismo o mirarte como víctima, mejor reserva esa energía para mostrar compasión con el agresor.

Para los creyentes —quienes tenemos a un Redentor manso y humilde—, para los hijos de Dios que tenemos un Salvador sufriente —que padeció abuso, burla y rechazo— es mejor ser ofendidos que ofender. Para nosotros es mejor el maltrato antes que maltratar. Es preferible ser de los que oran por los que nos golpean que ser agresores. Aquel que amó a Sus enemigos nos pide que hagamos lo mismo:

Pero a ustedes los que oyen, les digo: amen a sus enemigos; hagan bien a los que los aborrecen; bendigan a los que los maldicen; oren por los que los insultan» (Lc 6:27-28).

Consideren, pues, a Aquel que soportó tal hostilidad de los pecadores contra Él mismo, para que no se cansen ni se desanimen en su corazón (He 12:3).

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