Para tener un correcto entendimiento de la doctrina bíblica de la elección es de suprema importancia comenzar por un entendimiento adecuado de la doctrina bíblica del pecado original. Este término no hace referencia al pecado que cometieron originalmente Adán y Eva, sino a los resultados de ese primer pecado en toda la humanidad.
Ha sido el entendimiento casi universal de la iglesia de Cristo a través de las edades, que el pecado de nuestros padres afectó a toda la raza humana de un modo u otro. El debate se ha centrado más bien en el grado de corrupción envuelto en ese pecado original; pero existe un consenso en el cristianismo histórico en lo que respecta a esta doctrina.
Una de esas excepciones la encontramos en la enseñanza de un monje llamado Pelagio en el siglo IV, el cual afirmaba que el pecado de Adán solo lo había afectado a él. Según Pelagio los hombres todavía tienen por naturaleza la habilidad de vivir vidas perfectas.
Finalmente Pelagio fue condenado en el Sínodo de Cartago en el 418. Y en los subsecuentes concilios la iglesia ha reafirmado la doctrina del pecado original. En el centro de esta controversia se encuentra el asunto del libre albedrío. ¿Es el hombre un ser libre? Agustín responde: Dios creó al hombre con libre albedrío, es decir, con la facultad de escoger lo que quisiera. Tenía la habilidad de pecar (posse peccare) y la habilidad de no pecar (posse non peccare). Como resultado de la caída el hombre perdió su libertad, pero no su libre albedrío. Es decir, aún sigue haciendo lo que quiere, pero no puede inclinarse a sí mismo a las cosas de Dios.
Por lo tanto, el pecador depende enteramente de la gracia divina actuando en su alma para que pueda moverse hacia Dios. El hombre caído es esclavo del pecado. Todavía tiene la facultad de escoger libremente, sin que lo fuercen desde fuera, pero debido a su inclinación pecaminosa sus deseos solo se inclinan al mal (non posse non peccare, “no puede dejar de pecar”; comp. Jn. 8:34; Rom. 6:17-18, 20, 22).
Dice Lutero refiriéndose al pecado original: “Es una inclinación al mal, un disgusto hacia lo bueno, una falta de inclinación a la luz y la sabiduría; es un amor al error y las tinieblas, una huida de las buenas obras… y hacia aquello que es malo” (comp. 1Cor. 2:14; Ef. 2:1-3; 4:17-18).
Pablo dice en Rom. 3:11 que el hombre no busca a Dios, que es la fuente de todo bien. Y yo sé que algunos parecen estar buscando a Dios a pesar de ser incrédulos, pero lo que están buscando realmente es la felicidad, la paz, el alivio de la conciencia, y cosas semejantes a estas que nosotros entendemos que solo se encuentran en Dios. Es Dios quien nos encuentra, y a partir de entonces comenzamos a buscarlo a Él.
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