Uno de los problemas más serios que enfrenta el hombre moderno es el de su propia identidad. El hombre moderno no sabe a ciencia cierta lo que él es, y consecuentemente tampoco sabe cómo se supone que debe funcionar en este mundo.
¿Qué es lo que hace a un ser humano ser humano? ¿Tenemos derecho a esperar que un hombre se comporte de una manera distinta a como lo hace un animal? ¿Hay alguna diferencia entre matar a un hombre y matar a un perro?
Muchos perciben intuitivamente que sí, pero no podrían decir con certeza dónde radica la diferencia. Y es que tan pronto dejamos de ver al hombre como un ser creado por Dios a Su imagen y semejanza, ya no tenemos base alguna para asignarle algún tipo de dignidad especial, y mucho menos para establecer cómo se supone que un hombre debe vivir en el mundo.
Nuestra identidad depende de nuestro origen; y nuestra función en el mundo depende de nuestra identidad. Si no sabemos de dónde venimos, tampoco podemos saber quiénes somos; y si no sabemos quiénes somos y de dónde venimos, tampoco podemos saber cómo se supone que debemos vivir.
Y si esto es cierto con respecto a los individuos también lo es con respecto a la iglesia. Si hay algo que la iglesia de nuestra generación necesita recordar urgentemente es su identidad.
Y uno de los textos más ricos del NT para hablar acerca de este tema es 1P. 2:9-10: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia”.
En primer lugar, Pedro nos dice que la iglesia es un “linaje escogido”, expresión que se encuentra en Is. 43:20 para referirse al pueblo de Israel. Esta palabra “linaje” denota la descendencia de un ancestro común; por eso podemos traducirla también como raza: “Vosotros sois una raza escogida”. Ahora ¿en qué sentido los creyentes formamos parte de una misma raza?
El comentarista Edmond Hiebert dice lo siguiente al respecto: “Este término describe a los cristianos como un pueblo unido por su herencia común a través del nuevo nacimiento… Por causa de este nuevo nacimiento, esta nueva raza trasciende todas las distinciones naturales de ancestros, lenguajes o culturas”.
No importa dónde hayamos nacido, ni de qué raza seamos o cuál sea el color de nuestra piel; los cristianos como cristianos no pertenecen a la raza aria, o a la raza negra, la blanca o la amarilla. Nosotros somos, simple y llanamente, una raza escogida por Dios y unidos unos a otros por el nuevo nacimiento.
Y eso debe producir en nosotros un profundo sentido de dignidad y privilegio, pero mezclado al mismo tiempo con un profundo sentido de humildad. Por un lado nosotros somos los escogidos de Dios; desde antes de la fundación del mundo Dios pensó en nosotros y nos escogió.
Pero al mismo tiempo no hay nada de qué gloriarse en eso, porque Él no basó Su elección en nada bueno que haya visto en nosotros, sino en Su pura misericordia; o como dice Pablo en Ef. 1:5: “Según el puro afecto de Su voluntad”. La elección de Dios no fue arbitraria ni antojadiza; pero la razón de esa elección está en Dios, no en nosotros.
En segundo lugar, Pedro nos dice que la iglesia es un “real sacerdocio” (vers. 9). Y esta expresión también es tomada del AT. En Ex. 19:5-6, en el contexto de la entrega de los Diez Mandamientos en el monte Sinaí, Dios le dice a Israel a través de Moisés: “Si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos de la tierra; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”.
La nación de Israel estaba supuesta a ser un reino de sacerdotes; en otras palabras, a través de ellos Dios se daría a conocer al resto del mundo. Israel no existía para el beneficio de sí mismo: “Porque mía es toda la tierra… vosotros me seréis un reino de sacerdotes”. Ellos serían los intermediarios entre Dios y el resto del mundo.
Y eso es precisamente lo que la iglesia es ahora. Todos los creyentes son sacerdotes en el templo de Dios, en el sentido de que todos tienen libre acceso ante Su trono por medio de Cristo y todos presentan sus sacrificios espirituales en adoración a Él (comp. 1P. 2:5).
Pero estos sacerdotes del nuevo pacto tienen una característica muy particular y es que también poseen dignidad real (y uso la palabra real como perteneciente a la realeza). En la ley mosaica los oficios de rey y sacerdote eran mutuamente excluyentes, no podían mezclarse. Por eso es que el rey Uzías fue severamente castigado cuando usurpó el oficio sacerdotal en 2Cro. 26:16-21.
Pero cuando llegamos al NT, y más específicamente a la carta a los Hebreos, vemos que Cristo inauguró un nuevo sacerdocio según el orden de Melquisedec, dice en He. 7. Y este Melquisedec era rey y sacerdote al mismo tiempo.
De modo que nuestro Señor Jesucristo ejerce ambos oficios a la vez y hace partícipe a los Suyos de los privilegios de ambos oficios. Los creyentes son, al mismo tiempo, reyes y sacerdotes en virtud de su unión espiritual con Cristo. Dice en Ap. 1:6 que Cristo “nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, Su Padre”.
Y en Ap. 5:10 Juan contempla en visión a la iglesia redimida alabando a Cristo con un cántico nuevo diciendo: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra”.
En tercer lugar, Pedro nos dice que la iglesia es una “nación santa”. Como vimos hace un momento, esta expresión también fue tomada de Ex. 19:6 donde se habla de Israel en esos mismos términos. La iglesia es una nación en el sentido de que es una comunidad de personas regidas por la misma ley (la ley moral de Dios), las mismas costumbres y los mismos intereses.
El mundo tiene su sistema de pensamiento, nosotros tenemos el nuestro; ellos tienen su sistema de valores y sus costumbres, nosotros tenemos los nuestros. Y la eficacia de la iglesia reside precisamente allí, en retener su identidad como una nación santa, como una nación separada para Dios.
De ahí las continuas exhortaciones que encontramos en las Escrituras a mantener una línea clara de separación entre el creyente y el mundo (comp. Jn. 15:18-19; Rom. 12:1-2; Sant. 4:4; 1Jn. 2:15-17). Cuando el creyente actúa como el mundo está traicionando su identidad como cristiano, está actuando en oposición a lo que él es en esencia.
Finalmente Pedro nos dice que somos un “pueblo adquirido por Dios”, comprado por un alto precio para venir a ser Su posesión especial. Esa es la idea de la palabra que RV traduce como “adquirido”, algo que se adquiere por un precio y se atesora para uso privado. Lo mismo que dice Dios de Israel en Ex. 19:5: “Vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos”.
El valor que cada uno asigna a aquello que atesora es determinado por el precio que está dispuesto a pagar por ello. En algunas subastas los coleccionistas pagan sumas astronómicas con tal de adquirir ciertas piezas de colección.
Pero nunca nadie pagará un precio tan alto por su adquisición como el que Dios pagó por la Iglesia. La iglesia está compuesta por hombres y mujeres que Dios compró al precio de la sangre de Su Hijo.
Pablo dice a los Corintios, en 1Cor. 6:19-20: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”.
Y una vez más les dice en 1Cor. 7:23: “Por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres”. Los hombres son esclavos de los hombres. Por eso se comportan de cierta manera cuando están delante de los demás y se preocupan tanto por las opiniones de los otros. Es por eso que las modas tienen un impacto tan poderoso en las personas; y no es que esté mal en sí mismo estar a la moda, el problema está en que eso nos gobierne y aún nos lleve a traicionar nuestras convicciones y deshonrar a Dios.
Pero Dios nos libertó de esa esclavitud y de la esclavitud del pecado para que vengamos a ser Suyos en una forma especial y única. Nosotros somos el tesoro especial de Dios, tan valiosos delante de Sus ojos que por nosotros envió a Su Hijo a pagar el precio de nuestra redención.
He ahí la identidad de la iglesia: somos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”. Y aunque esa identidad tan extraordinaria está escondida hoy a los ojos del mundo, eso es lo que realmente somos y lo que será plenamente evidenciado cuando nuestro Señor regrese en gloria (comp. Col. 3:3; 1Jn. 3:2).
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