El 1 de Enero de 1863, y estando en medio de una guerra civil que dividió a los EUA entre el norte y el sur, el presidente Abraham Lincoln, decretó que todos los esclavos residentes en los estados esclavistas quedaban liberados de inmediato.
EUA había llegado a ser el más importante comprador de esclavos, a tal punto que desde el siglo XVII, hasta la abolición de la esclavitud en el siglo XIX, más de 20 millones personas habían sido traídas desde África con esos fines; a pesar de que su declaración de Independencia comienza señalando como verdades que son evidentes en sí mismas:
“Que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables [entre los cuales] están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Ahora bien, cuando el presidente Lincoln firmó el decreto de emancipación eso no produjo en la práctica una inmediata liberación de los esclavos. No sólo porque la guerra civil impedía la aplicación del decreto en los estados del sur, sino también porque los mismos esclavos continuaban pensando como esclavos. Ni siquiera intentaron sublevarse contra sus amos. Legalmente eran libres, pero sicológicamente no.
Y lamentablemente, muchos cristianos se encuentran en una condición similar. Aunque han sido libertados por Cristo de la esclavitud del pecado, todavía se comportan como si estuvieran en esclavitud.
El apóstol trata con ese problema en el capítulo 6 de la carta a los Romanos, haciéndonos ver algunas consecuencias prácticas de nuestra unión con Cristo. Es tal nuestra identificación con Él, que Su muerte implica nuestra muerte:
“Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Rom. 6:5-6).
Eso es algo que ya sucedió, dice Pablo. Pero de la misma manera, cuando Él resucitó de los muertos al tercer día, nosotros también resucitamos con Él para andar en novedad de vida:
“Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; más en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (vers. 8-11).
Podríamos parafrasear este pasaje de la siguiente manera: “Si Uds. están unidos a un Cristo que murió y resucitó, entonces considérense muertos al pecado y vivos para Dios, porque esa es vuestra realidad ahora”.
Pablo no está hablando de un mero simulacro aquí. “Pretendan que Uds. han muerto al pecado, aunque eso no es así realmente”. No. Lo que Pablo está diciendo en este pasaje es que los creyentes deben recordar continuamente cuál es su nueva condición ahora, para que no sigan pensando como esclavos (porque el pecado sigue dando órdenes como si fuera nuestro amo).
Por supuesto, eso es exactamente lo contrario a lo que dicen muchos expertos en la conducta humana en el día de hoy. Según ellos, nosotros no podemos ir en contra de nuestras inclinaciones naturales. “Acéptate a ti mismo como eres, reconcíliate con tu naturaleza en vez de tratar de cambiarla”.
De hecho, algunos nos advierten de las terribles consecuencias que pueden venir a la vida de una persona si trata de poner resistencia a ciertas inclinaciones y deseos. “Tú naciste así. No trates de cambiar tu verdadero yo para amoldarte a las exigencias de otras personas. Se tu mismo”.
“¡No!”, dice Pablo. Tu viejo “yo” ha muerto juntamente con Cristo, si eres cristiano. Y, por lo tanto, en vez de tratar de ser tú mismo, lo que debes hacer en dependencia del Espíritu de Dios es ser cada vez más como Él.
Esto nos recuerda una vez más que el evangelio es contra intuitivo. En la lógica humana, si le decimos a un creyente que su salvación depende de su desempeño, de su obediencia a los mandamientos de Dios, eso va a hacer que se cuide más.
Pero el evangelio enseña todo lo contrario. Nuestra salvación no depende de nuestra obediencia, sino de la obra perfecta de Cristo en la cruz del calvario. Y es precisamente descansando en esa gloriosa verdad que los creyentes podemos luchar más eficazmente contra el pecado.
Somos más que vencedores, por medio de Aquel que nos amó. No existe ninguna posibilidad de que un verdadero creyente termine en el infierno, porque ya Cristo pagó por todos sus pecados. Y amparados en esa verdad, ahora podemos dedicarnos a darle muerte a esas inclinaciones pecaminosas que todavía moran en nosotros.
Creyente, cuando estés en medio del campo de batalla luchando contra el pecado, no olvides el extraordinario anuncio del evangelio: Estamos del lado del vencedor. Cristo dijo a Sus discípulos en Jn. 16:33:
“Estas cosas os he hablado para en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”.
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