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A menudo pensamos en los perdidos como personas que cometen pecados groseros. Decimos que los drogadictos están perdidos, lo mismo que los alcohólicos y los homosexuales. Pero lo cierto es que todo hombre que vive absorto en sí mismo y para sí mismo es un hombre perdido.

Hace unos años leí un comentario muy pertinente al respecto. Alguien decía que algo está perdido, cuando no se encuentra dónde debería estar y, por lo tanto, no le es útil a su dueño. “Piensa en lo que sucedería si se te perdieran las llaves de la casa o del coche. Ambas cosas serían inútiles para ti, por mucho que las necesites y las desees tener y al margen de lo buenas que puedan ser las llaves”.

Cuando la Biblia dice que el pecador está perdido lo dice en relación con Dios. En vez de ocupar el lugar que le corresponde en el mundo que Él creó y bajo Su autoridad, el pecador pretende ser su propio dios, y ese “dios” no da para mucho.

Consecuentemente, cuando el hombre está perdido en relación a Dios, también lo está en relación consigo mismo. Ese hombre no sabe dónde está o cómo llegar a donde quiere ir.

Ahora bien, es posible que un hombre perdido no sepa que está perdido. Eso ocurre con muchos conductores; hay gente que se equivoca con autoridad – defienden hasta la muerte que van por la vía correcta; pero lo cierto es que van por un camino muy equivocado y sólo vienen a darse cuenta cuando se han alejado demasiado de la ruta.

Con la perdición espiritual ocurre la misma cosa. Muchos hombres y mujeres creen que van por la vía correcta; pero lo cierto es que han tomado por un camino falso y engañoso: el de la idolatría de sí mismos.

Pablo dice de ellos en Fil. 3:19 que su dios es su vientre, sus propios intereses, y de ese modo se dirigen inexorablemente a su propia destrucción. Calvino dijo una vez que “la fuente más segura de destrucción para los hombres es obedecerse a sí mismos”.

¿Cuál es, entonces, la única esperanza del hombre perdido? Abrazar de todo corazón, y con todas sus implicaciones, la verdad de Dios revelada en Su Palabra: la verdad de Dios con respecto a Dios, la verdad de Dios con respecto al hombre como una criatura pecadora, la verdad de Dios con respecto a Cristo y Su obra de redención.

Cuando el hombre comienza a ver las cosas desde esa perspectiva, entonces está preparado para humillarse delante de Aquel que es soberano y morir a sí mismo. Esos son los términos en que Cristo define la fe y el arrepentimiento (Mt. 10:37-39; 16:25-26; Jn. 12:24-25).

Negarse a sí mismo, o perder la vida, no es otra cosa que reconocer lo que el hombre debió reconocer desde el principio: que nosotros no somos Dios; que no debemos tratarnos a nosotros mismos, ni demandar que los demás nos traten, como sólo Dios debe ser tratado.

No son mis deseos los que debo obedecer, sino la voluntad de Dios; no es para agradarme a mí que debo vivir, sino para agradar a Dios; no es en mí mismo y en mis capacidades que debo confiar, sino en el poder y la sabiduría de Dios; no es mi propia gloria la que debo buscar, sino la gloria de Dios.

El que pierda su vida en ese sentido, la encontrará en el sentido más elevado y verdadero, porque estará viviendo en consonancia con la realidad. Ya no será un ser inútil en lo que respecta a Dios y a la razón de ser de su existencia.

Pero si en cambio decides retener tu vida, es decir, seguir viviendo como si tú fueras Dios, a final de cuentas la perderás aquí y ahora; y si no te arrepientes a tiempo la perderás de una manera irremediable algún día. Por eso es que la Biblia plantea la conversión como un negocio extremadamente ventajoso. Se trata de perder lo que no sirve para obtener lo que es realmente valioso y eterno.

Ahora bien, eso no significa que en el momento de la conversión, repentinamente el cristiano ve todas las cosas como debe verlas. Allí se inicia más bien un proceso a través del cual el creyente va siendo transformado a través de una continua renovación de su entendimiento, como vemos en Rom. 12:2.

La luz de la verdad de Dios debe continuar avanzando hasta alumbrar cada rincón de nuestra alma, hasta que todo vestigio de error, falsedad y mentira sea completamente eliminado de nuestras mentes y corazones. ¿Cuándo llegaremos a esa meta? Cuando estemos en el cielo.

Pero mientras estemos aquí debemos exponernos constantemente a esa luz de la verdad revelada de Dios, porque sólo así seguirá forjándose en nosotros la imagen de nuestro Salvador.

© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.

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